Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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Capítulo XVII
1985
La cruda lucha por la candidatura presidencial del PRD y un presupuesto deficitario marcan la pauta del año preelectoral
El año nuevo, ¿qué nos trae?, era la pregunta que los ciu- dadanos se hacían al llegar el 1985.
Gran parte de la incertidumbre residía en la convicción nacional de que a despecho de la gravedad de los problemas económicos y sociales, las labores proselitistas ocuparían un lugar prioritario en la atención de los dirigentes del Gobierno y del partido en el poder.
El resultado era fácil de predecir. Habrá muchas declaraciones, mítines de masas, desfiles, demostraciones de cariño y adhesión, en- trega de diplomas y reconocimientos; se acentuarán las rencillas de “tendencias” que volverán a reunificarse en medio de un alborozo partidario y los conflictos nacionales verdaderos, por consiguiente permanecerán sin solución. Todo lo que sucediera en un año pre- electoral de intensa actividad, dejará la acción oficial íntimamente vinculada a los intereses de un partido que veía las elecciones de mediados del 1986 como un evento decisivo para el futuro de la organización y de sus principales dirigentes. Todo se reducía al te- mor de que los problemas distrajeran más recursos y energías al laborantismo político.
Y como necesariamente esta distorsión en el tratamiento de las prioridades nacionales tuvo efectos impactantes en la economía, no había forma de eludir el trágico sino de un año envuelto en sombras con pocos resultados concretos y en cambio sí muchas demostracio- nes de consagración partidaria.
Las lecciones del pasado no permitían alentar otras esperanzas. Contrario a lo que la generalidad de las personas piensan, el futuro puede ser predecible. En cierto modo, no es más que el fruto de las acciones del presente y del pasado. Y los hechos de los últimos meses, sumado a los de los años anteriores, eran suficientes para permitir observar lo que el 1985 traería en el orden social, econó- mico y político.
Para finales de enero se había convocado el primero de una serie de actos políticos preelectorales. Después de este, fue harto difícil detener la ebullición que se apoderó, de todo el espectro na- cional. No habría tiempo para otra cosa. El primero de los mítines anunciado fue con el propósito de medir el grado de popularidad del “máximo líder” del oficialismo con la idea de determinar si era factible o no su candidatura presidencial.
Como el acto era en sí mismo un desagravio a un abucheo contra ese dirigente, ¿qué podía esperarse que suceda o hagan otros potenciales candidatos de la organización con fuerza y ascendencia sobre las masas del PRD? Se producirán otros abucheos, tal vez no tan espontáneos como el primero, o al mitin seguirán otras mani- festaciones populares para comparar niveles de popularidad y pro- yección nacional de otros aspirantes.
Dado que en esas actividades estaban envueltos y comprometi- dos congresistas, secretarios de Estado, directores generales y otros burócratas importantes, había poca asistencia a los ministerios y el Congreso continuó su tradición de sesionar tan esporádica y breve- mente como le fue posible. Este fue el panorama que muchos do- minicanos vieron con la llegada de un año que no permitía abrigar demasiadas ilusiones y que en gran medida se dio.
La esperanza nacional se redujo a esperar que todo se mantu- viera igual que en 1984, considerado ya como uno de los peores y frustratorios de nuestra historia reciente. No era demasiado, pero una esperanza al fin. Siempre que la vocación al proselitismo per-
manente de tantos dirigentes encumbrados no la frustrara. Y a eso era a lo que se temía.
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La virulencia del lenguaje era ya una de las características dolo- rosas del debate político dominicano. Por eso, el llamamiento a la moderación formulado por el jefe de la Iglesia Católica, monseñor Nicolás de Jesús López Rodríguez, al comenzar el año, estuvo diri- gido a los dirigentes y partidos.
La autoridad moral de su autor eliminaba cualquier pretexto para ignorarlo. La gravedad de los problemas nacionales requería de alguna suerte de consenso para la búsqueda de soluciones. Y no era posible pretender conseguir esa meta ideal mientras persistiera la intolerancia y la vanidad personal de muchos dirigentes. Con muy pocas excepciones, los líderes nacionales descendían al plano de la confrontación personal en el debate de las ideas y de los problemas del país, lo que deterioraba el clima de convivencia y restaba calidad y nivel a la discusión.
Era justo, pues, que la observación de monseñor López Rodrí- guez encontrara eco en la opinión pública para que los dirigentes admitieran la necesidad de un cambio de actitudes, un nuevo tipo de relación. El hecho de que monseñor López Rodríguez aprove- chara la festividad del Año Nuevo para hacer su exhortación, fue propicio para poner a un lado las diferencias y rencillas de orden personal en aras de un mejoramiento del clima político.
El prelado era un hombre de mucha experiencia y sentido co- mún como para aspirar a que la dirigencia nacional renunciara a sus diferencias. Lo que él trataba de lograr era un ambiente en que la calidad del lenguaje y la retórica hicieron más fácil la confrontación de las ideas. No planteaba nada irrealizable.
De todas maneras, la creación de ese clima constituía, antes que nada, un servicio a cada uno de los dirigentes y partidos que,
contribuía a bajar el nivel del debate a grados extremos en que su propio futuro corría peligro. Además, era justo que el país esperara de sus dirigentes, o de aquellos que aspiraban a serlo, algo más de lo que la mayoría de ellos, con las excepciones conocidas, estaba acostumbrado a ofrecer.
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Declaraciones hechas al vespertino Ultima Hora el 8 de enero y reproducidas al día siguiente por el Listín Diario, por el jefe nego- ciador del Fondo Monetario Internacional, Julio González, con res- pecto al Presupuesto de 1985 aclararon algunas interioridades de las pláticas del Gobierno con el organismo. Y debieron bastarle al Con- greso para rechazar el nivel del gasto público propuesto para el año.
Cuando se envió el proyecto del presupuesto a las Cámaras Legislativas, se argumentó que el monto de poco más de RD$1,550 millones era una exigencia del FMI. A causa de ello se hacía nece- saria la creación de nuevos impuestos o fuentes de captación de ingresos adicionales, para financiar, sin recurrir al pernicioso expe- diente de la emisión inorgánica, un nivel de gastos sin precedentes para un solo año.
Estas nuevas cargas impositivas generarían al Estado alrededor de RD$145 millones. Pero su efecto en la población sería catastrófi- co, con un impacto paralizante sobre extensas áreas de la economía nacional. Las afirmaciones de Julio González en el sentido de que el FMI no había fijado montos al presupuesto y se limitó a reclamar una ley de gastos equilibrada, sin déficit alguno, que no arrojara déficits y no requiriera por tanto de financiamiento con moneda sin respaldo, contribuyeron a aclarar muchas dudas relacionadas con las negociaciones para la firma de un acuerdo del tipo “Stand by” con el organismo internacional. Pero mostró la manera en que las autoridades jugaban con las cifras y con asuntos de la mayor trascendencia para la salud económica de la nación en momentos tan difíciles.
Lo que no estaba del todo claro era el objetivo del Gobier- no. Después de la revelación de González resultaba difícil llegar a conclusiones respecto a su insistencia en mantener su decisión en torno a un presupuesto deficitario, irrealista y altamente inflaciona- rio, para lo cual no parecía contar con la simpatía del Congreso, ni siquiera entre los bloques de legisladores de su propio partido.
En el curso de las negociaciones con el FMI se había hecho a este responsable de muchas iniciativas de la que era por completo ajeno. El Fondo Monetario no es precisamente una versión mo- derna de Papá Noel, como tampoco lo es de Lucifer. En realidad todo el problema originado con las negociaciones para la búsque- da de un entendimiento con ese organismo, solicitado y requerido por el país, giró alrededor de una cuestión básica que fue la causa principal de la situación de crisis por la que se atravesaba: un nivel excesivamente alto del gasto público corriente.
Los déficits del Gobierno, ya sea de la administración pública o de las instituciones descentralizadas del Estado, constituían la peor de las distorsiones. El financiamiento de estos déficits mediante emisiones inorgánicas quitaba valor al signo monetario nacional y desequilibraba el conjunto de la economía.
Era cierto que factores de índole externo, como los bajos precios de los productos nacionales de exportación y el encarecimiento de las importaciones, especialmente las de petróleo y sus derivados, gravita- ron penosamente sobre el desenvolvimiento económico del país. Sin embargo, la causa fundamental de la crisis era de carácter esencialmen- te interna. Los excesivos controles de precios, la intervención creciente del Estado en el manejo de asuntos económicos total y absolutamen- te ajenos a su papel, el crecimiento del gasto público y la hipertrofia de una burocracia apática e improductiva, las distorsiones económi- cas, acentuadas por la tendencia colmar de impuestos e impedimen- tos las actividades productivas, en fin el “gigantismo estatal” a lo largo de muchos años, pulverizaron las expectativas y destruían el presente.
A pesar de los recortes hechos posteriormente por el Senado al proyecto de ley del presupuesto nacional, no existían temores de una cancelación masiva de empleados del sector público. El monto resultante de la reformulación senatorial era todavía sustancialmen- te mayor al nivel del gasto gubernamental del año anterior. En vista de que no fue preciso recurrir al expediente de la cancelación en 1984 y que incluso el Gobierno informó por diversos conductos de un superávit en los ingresos fiscales con relación a los gastos durante ese período, los recortes aprobados por la Cámara Alta no implicaban necesariamente la cesantía de personal. Era razonable que si el país se encontraba en crisis y se exigía a la población sacrifi- cios y voluntad para ceñirse a las nuevas restricciones, la burocracia estatal predicaría con el ejemplo, sometiéndose a su vez a ciertas limitaciones. La poda de casi RD$135 millones hecha al proyecto impedía sí la creación de nuevas plazas de trabajo, tal vez programas e iniciativas novedosas y con toda seguridad mayores inversiones del sector en obras reproductivas. Pero si definitivamente se carecía de recursos para encarar determinados desafíos y se restringía a la luz de ese predicamento el radio de actividad del sector privado, era lógico que fuera el propio Gobierno quien mostrara el camino adecuado, renunciando a gastos de todas formas no indispensables. Lo justo parecía ser que en 1985 en reconocimiento a las limitacio- nes nacionales, el gasto oficial se mantuviera en niveles parecidos al del 1984, con lo que el propio Gobierno afirmó haber iniciado el camino de la recuperación económica.
El monto propuesto al Congreso no fue una exigencia del Fon- do Monetario Internacional, pero era preciso convenir que los argu- mentos senatoriales para reducir la cifra original tenían validez y se ajustaban a la realidad. Además, si alguna suerte de consenso existía en esos momentos fue la de que un nivel de gasto para el año recién iniciado como el planteado por el Poder Ejecutivo, tendría efectos in- flacionarios y extraviaría al país en el sendero de los déficits fiscales.
La necesidad de imponer nuevas cargas tributarias para finan- ciar las aspiraciones del gasto gubernamental para el año, de hecho invalidaban esa pretensión. La economía dominicana no resistía otros gravámenes. La clase media y las familias de ingresos fijos no tolerarían más impuestos, pues eso terminaría por reducir a la nada su cada vez más exigüas capacidad de compra en períodos de creciente inflación. Por añadidura, los impuestos propuestos se transferirían en su casi totalidad al consumidor, con lo cual su im- pacto en las clases de bajos ingresos sería mucho mayor que en las pudientes. La decisión de reducir el volumen presupuestal bajo estudio del Congreso constituyó pues una medida saludable. Y no había razones para temer que los montos aprobados en el Senado tuvieran como consecuencia una ola masiva de despidos en la ad- ministración pública. Si ello no ocurrió en 1984 no tenía por qué ocurrir en el siguiente.
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La firma del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) se hacía cada vez más urgente e inaplazable a medida que avanzaba enero. La economía del país, agobiada por los compromi- sos de una deuda externa abrumadora y la incertidumbre respecto a qué aguarda el futuro no consentían más esperas.
Por eso se imponía una decisión rápida de las autoridades. Las discrepancias existentes entre el Gobierno y el Congreso en torno al monto del presupuesto para 1985 constituían un obstáculo. En aras de la armonía política nacional, indispensable a todo esfuerzo dirigido a enfrentar la crisis económica se imponía que el sector público aceptara su cuota de sacrificio y acogiera los recortes hechos por el Senado al proyecto de presupuesto, para allanar el tránsito hacia un arreglo con el FMI. De todas formas, el recorte senatorial dejaba al Gobierno con un monto superior en unos RD$100 millo- nes, con relación al nivel del gasto oficial de 1984.
Si las autoridades insistían en su posición original, las perspec- tivas económicas se tornarían más sombrías, con efectos inmediatos en el plano social. En un año preelectoral, en que las pasiones parti- darias adquiren virulencia y el debate político se recrudece, por mu- chas demostraciones de moderación y sensatez que ofrecieran los líderes y partidos, un ensombrecimiento del panorama económico tendría consecuencias probablemente peores que las derivaciones resultantes de una restricción de ciertos planes gubernamentales.
La aceptación por parte del Gobierno de las argumentaciones senatoriales, allanaba pues el camino a una salida al impasse, faci- litaba un acuerdo inmediato con el Fondo Monetario y despejaba de nubarrones el panorama nacional. Sobre la base de este razona- miento un período de espera favorecería notablemente la labor gu- bernamental. Era evidente, como así se planteara a diversos niveles, que el sector empresarial respaldaba una iniciativa de esa naturaleza con todo lo que ello significaba.
Había algo todavía más importante. Como resultado de una postura eventual del Gobierno como la sugerida, nacería de hecho un compromiso moral del Congreso hacia aquel, situación que el Poder Ejecutivo podía aprovechar con posterioridad para impulsar planes o programas que entonces quedaban relegados.
Era difícil si el Gobierno aceptaba las enmiendas introducidas por el Senado al proyecto de presupuesto, que no pueda después invocar esta decisión en beneficio de alguna iniciativa que requiera la aprobación previa del Congreso, siempre y cuando, por supuesto, vaya en otra dirección a la trazada en el proyecto de Ley de Gastos Públicos objetado por la Cámara Alta. De todas maneras, las con- secuencias de una disputa con el Congreso, que involucró a otras fuerzas de opinión del país, serían desde todo punto de vista más perjudiciales que la aceptación de las reformas a las partidas presu- puestarias.
El intento, probablemente en marcha, de lograr cambios en la Cámara de Diputados, terminaría por envenenar el espectro políti- co sin mejorar las perspectivas del sector público. El error más grave en esas circunstancias era convertir el problema presupuestal en un asunto de prestigio político. Si se enfocaba la cuestión en términos de ganancias o pérdidas de influencia, el balance será al final, cual- quiera fuera el resultado de la confrontación, en extremo negativo para el Palacio Nacional.
Por eso, se impuso una decisión para quitar obstáculos del ca- mino, aceptando el presupuesto como quedó para después poner punto final a las excesivamente largas negociaciones con el FMI. Más gente de lo que quizás el propio Gobierno pensaba, estuvo dispuesto a colaborar en la tarea que a partir de entonces tenía en sus manos y finalmente así se entendió.
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El 18 de enero, escribí en mi columna en El Caribe que si uno se llevaba del programa de actividades de los principales dirigentes del Gobierno y el partido en el poder, en el país no pasaba nada. La crisis económica y social que sufría la nación y que ellos mismos calificaban como la “peor en 50 años”, era a juzgar por sus actos cosa del pasado.
Teníamos, por ejemplo, que mientras todo el sector produc- tor de rubros tradicionales de exportación, que generaba el 65 por ciento de las divisas, advertía la gravedad de un proyecto de recargo cambiario del 36 por ciento, y citara cifras del impacto que ese im- puesto tenía en la producción y la economía, los dirigentes oficialis- tas proyectaban viajes al exterior y discutían la importancia de una reanudación de relaciones con Cuba. Todo esto en las vecindades de un dilatado acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), de enorme gravitación para el futuro desenvolvimiento económico dominicano.
Los grupos de presión de la izquierda, con la que tantas veces coqueteó el oficialismo en el pasado, anticiparon la ocurrencia de protestas callejeras en oposición a ese acuerdo. Estando tan fresco en la memoria nacional los sucesos luctuosos de abril de 1984, esa posibilidad planteó una preocupación adicional.
Se requería que en tal situación y frente a esa eventualidad, hubiera por lo menos una conjugación de esfuerzos a nivel oficial, partido y Gobierno, para enfrentar tan oscuro panorama. Pero el líder del partido estaba en esos días de lleno entregado a labores partidarias, viajando por el interior y pronunciando discursos de barricada y distrayendo recursos y personal en tareas que carecían por completo de trascendencia en esos momentos.
Todo lo que el “máximo líder” y “síndico histórico” lograba con tales actividades, era adelantar una campaña electoral que solo consiguió encender los ánimos y alentar pasiones políticas que de- bieron permanecer por algún tiempo sepultadas. Incluso para su propio interés, tan extemporáneo proselitismo era contraproducen- te. Él no estaba en condiciones de ofrecer nada y la irritación popu- lar por las medidas económicas ya aplicadas y en vías de ejecutarse como consecuencias de un arreglo inevitable con el FMI, se volvería seguramente en su contra, como finalmente sucedió.
En lugar de permanecer al pie del cañón, para usar frases muy propias de su retórica populista, en circunstancias tan urgidas de liderazgo, el jefe del partido programó una extensa gira por Europa. Por muy importante que fuera para el Ayuntamiento la ayuda de los “compañeros” de la Internacional Socialista de España, Francia, Italia y Alemania, era obvio que nada la hacía tan urgente.
Para todos los fines, su presencia en el país resultaba más con- veniente ante las perspectivas de enfrentamientos y un empeora- miento de la crisis económica y social, que la posibilidad de agregar unos cuantos camiones para la recogida de basura y la donación de un cargamento de medicinas. Ni lo uno ni lo otro resolvían definiti-
vamente, ni siquiera en forma temporal, los problemas municipales ni la carencia de medicamentos. Total, cada vez que se presentaba un problema el síndico invocaba la escasez de recursos y la poca dis- ponibilidad de equipos, muy a pesar de que muchas otras veces se autoproclamaba de elogios por su habilidad para dotar al Cabildo de las maquinarias que necesitaba.
Muchos viajes prolongados del síndico al exterior, coincidían con problemas nacionales. La impresión era que su ausencia fue siempre premeditada. En momentos difíciles presentaban una ven- taja, la de no tener que enfrentar una situación de cualquier modo embarazosa.
Sin embargo, para un líder que aspira a la Presidencia y creía que ella será fruto de un designio histórico o de la Providencia, tal impresión afectaba sus posibilidades. Sus partidarios y adversarios preferían tenerlo haciendo frente a las circunstancias.
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Un economista muy preocupado por el efecto de las medidas a punto de ser adoptadas por el Gobierno para arreglar sus asuntos con el Fondo Monetario Internacional (FMI), me comentaba: “Un aumento de un peso en el galón de la gasolina será con toda segu- ridad irresistible, pero la clase media no se va a lanzar a la calle a protestar. Un alza mayor pondría definitivamente a todo el mundo de un mismo lado, sin importar la clase social a que pertenezca”.
La reflexión venía al caso ante las versiones oficiosas de que el Gobierno podría, ante la falta de apoyo al proyecto de presupuesto y la creación de nuevos impuestos, llevar los precios del galón de la gasolina, el gasoil y el gas propano, a los niveles sin precedentes de RD$6.25, RD$5.00 y RD$50.00, respectivamente. La esperanza era que, tal y como previeron algunos editorialistas, la versión solo fuera un globo de ensayo para preparar al público ante la inminen- cia de un aumento en los carburantes que será alto, pero de todos modos menos impactante.
Un gran esfuerzo publicitario apoyó esa campaña guberna- mental. A través de anuncios en la prensa escrita y cuñas radiales, se habló de recientes aumentos en los precios de los derivados del petróleo en otros países. La propaganda no decía, sin embargo, que la República Dominicana figuraba entre ellos, y que tan sólo algu- nos meses antes los consumidores locales recibieron el impacto de un alza grande en todos los tipos de combustibles, como resultado de un acuerdo “Puente” o “Sombra” con el FMI, que no tuvo otros resultados.
De manera que sería el segundo aumento en un lapso excesiva- mente breve y eso era lo que importaba. Los incrementos en los pre- cios de los carburantes y las tarifas de energía eléctrica arrastrarían otras alzas y acentuarían las tasas de crecimiento de inflación, dado el elevado porcentaje de desempleo y los bajos niveles de ingresos de la mayoría de la población dominicana.
La crisis económica conducía, a pasos acelerados a las puer- tas de una explosiva confrontación social. Asomos de ella pudieron palparse en toda su inmensa dimensión, durante los sangrientos disturbios de abril de 1984, en protesta por la política económica y los aumentos de precios decretados por el Gobierno.
En aquella oportunidad, las autoridades trataron de restarle di- mensión y gravedad al estallido atribuyéndole inspiración política. Sin embargo, la cuestión no radicaba en la posibilidad de que detrás de cada quema de neumático o asalto a una propiedad se escondiera una acción o un cerebro ajeno, sino en el hecho de que concu- rrieran condiciones sociales que alentaran ese tipo de actividad e hicieran la labor de agitación una empresa prometedora. Dentro de toda la confusión reinante, ese parecía ser el elemento al que no se le prestaba la atención debida.
En todo el planteamiento formulado para enfrentar los pro- blemas, no figuraron medidas para atenuar el peso de la crisis sobre segmentos importantes que en la eventualidad de nuevos aumen-
tos se encontrarían virtualmente incapacitados para hacer frente a las urgencias de comida, techo y abrigo -para no decir ya salud y educación- de sus familias. Eso era lo realmente grave. Y toda la persuasión humana no sería suficiente para contener el ánimo de esa gente.
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Había un punto de coincidencia en la mayor parte del chorro abrumador de leyes y proyectos que afectaban a la población y era la falta de lógica en sus textos. Veamos dos ejemplos ilustrativos: el Impuesto a las Transferencias de Bienes Industrializados, el famoso ITBI, y el proyecto ya aprobado por el Congreso que creaba un impuesto a los establecimientos turísticos y hoteleros para asegurar la pensión de los trabajadores.
El arroz, en lo concerniente al primer caso, estaba exento del pago del ITBI. Pero si se iba a un restaurante y pedía un plato del cereal se le agregaba el impuesto. La justificación era que se cocía en aceite y salsas. De acuerdo con una interpretación fiel del texto de esa ley, si se pedía un trago de ron no había que pagar el ITBI. Pero si era a “la roca” se le aplicaba. Sin embargo, como el hielo no se co- braba, se podría eludir el pago de ese impuesto en tal caso pidiendo un trago de ron y después agregándole el hielo que gratuitamente se servía en cada mesa. Para obviar estas dificultades, los negocios de ese género cobraban indiscriminadamente el ITBI a la totalidad del consumo de sus clientes.
El ITBI solo debía ser aplicable en el caso de los negocios que caían dentro del ramo turístico, en aquellos que probaran ventas anuales superiores a los RD$300,000 (trescientos mil pesos). Sin embargo, muy pocos establecimientos se eximían de cobrarlo. No está del todo claro que el fisco se beneficiara de ese insólito fenóme- no de igualdad impositiva.
En el caso del otro impuesto, los negocios del ramo turístico descontaban el uno por ciento de sus salarios a sus empleados para
un fondo de retiro y pensión en beneficio de sus trabajadores. Las empresas pagaban a su vez el uno por ciento de sus nóminas men- suales, como sucedía con la ley que creó el INFOTEP. El problema era que la ley resultaba en la práctica perjudicial para muchos de los trabajadores de esos establecimientos. El caso era condenadamente simple. Como no se excluía a ningún trabajador, de hecho el im- puesto era una confiscación parcial del salario de una buena parte de ellos, ya que había una infinidad de funciones en un hotel o en un restaurante que no tenían carácter permanente y no era propio o natural únicamente de esa clase de actividad.
Una camarera o un mozo, por ejemplo, serán siempre eso, a des- pecho del hotel o el restaurante en que trabajen, al momento de pa- gar el impuesto. De manera que, en el fondo, pagaban por su propia seguridad futura. Sin embargo, ese no era el caso del mensajero, el al- bañil, el ebanista, el electricista, el contable, el plomero o la secretaria que servían a un hotel o a un restaurante y que mañana podían cam- biar de empleos, para una fábrica de cemento, un almacén de pin- turas, una pescadería, un supermercado o una oficina del Gobierno.
Un empleado que entrara en esa categoría y que sirviera a un hotel por espacio, digamos de diez años, contribuyó con el uno por ciento de su salario mensual a un fondo del que probablemente no se beneficiará después. A esta ley no le redimía ni el hecho de que la sabiduría del legislador hubiese contemplado la devolución de las sumas aportadas en caso de cambio de empleo, pues era de todo dominicano conocido el proceso de depreciación de la moneda na- cional.
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El 30 de enero, el expresidente Juan Bosch pidió la renuncia del jefe del Estado, Salvador Jorge Blanco. Bosch, más que nadie, sabía que la democracia dominicana no era todavía lo suficientemente fuerte como para salir airosa de una situación como la que crearía, en medio de la crisis económica y social la dimisión del Presidente.
Las instituciones dominicanas estaban muy lejos de haber al- canzado un grado de desarrollo o solidez que les permitieran resistir las convulsiones resultantes de un vacío político como el que se produciría de un eventual abandono por parte del mandatario de sus labores ejecutivas. La fórmula sugerida por Bosch sería pues catastrófica y podría señalar inclusive el fin abrupto del proceso de institucionalización democrática.
Ninguno de los argumentos expuestos por Bosch para reclamar la dimisión del Presidente valía por sí mismo. La incompetencia gu- bernamental, por él planteada, era una regla casi absoluta del juego político en los últimos años. La mayor parte de los problemas que afectaban a los países de la región, tenían su origen y fundamen- to en el excesivo papel que la burocracia estatal se asignaba en la conducción de la economía y en el desenvolvimiento diario de los asuntos nacionales. Algunas de las ideas básicas de Bosch sobre el Estado y la sociedad concordaban precisamente con esas tendencias económicas.
Resultaba curioso que Bosch alegara “incompetencia” para exi- gir la interrupción del proceso político casi en las proximidades de una campaña electoral. Y más que curioso, sorprendente, pues de acuerdo con las propias conclusiones de Bosch, que hicieron historia en su tiempo, él se situaba entre los más incompetentes de cuantos líderes han alcanzado en el país la Presidencia y el poder político.
Él mismo describió a Trujillo como un dirigente capaz, que supo gobernar, sólo porque pudo retener el mando supremo por poco más de tres décadas. Si ahora consideraba que Jorge Blanco no merecía ocupar el cargo por su escasa habilidad y competencia para enfrentar los problemas inherentes al mismo, habrá sin duda de sustentar una pobre opinión de sus propias aptitudes como po- lítico, por no haber sido capaz de mantener el poder más allá de siete meses.
Su reclamo de dimisión del Presidente no encontró eco en otras esferas políticas, pero añadió más acidez al debate.
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A comienzos de febrero, el Gobierno anunció su intención de reducir los gastos del servicio exterior suprimiendo algunas sedes diplomáticas y consulares. La decisión se encuadraba dentro de la política oficial encaminada a racionalizar el gasto público.
La noticia era en sí alentadora, pero existían temores bien fun- dados de que el cierre de misiones se realizara atendiendo más a consideraciones políticas e ideológicas que a razones económicas. En círculos diplomáticos se comentó, por ejemplo, que entre las embajadas que podrían ser cerradas como una medida puramente administrativa figuraban la de Honduras, Taiwán y Chile, sin tocar por supuesto la sede en Nicaragua.
El cierre de esas misiones sepultaría viejas amistades y vincula- ciones muy provechosas. Se estaba consciente de que el Gobierno debía reducir en la medida en que fuera posible, los gastos de una burocracia exterior que poco hacía para justificar su existencia. Sin embargo, la sola posibilidad de que una medida de esa naturaleza se impregnara de un matiz ideológico o político anularía todo su efecto positivo.
En muchos casos, el problema no radicaba tanto en la existen- cia de misiones sino en el número exorbitantemente alto de diplo- máticos designados en una misma sede. Por ejemplo consulados y embajadas en donde había doce y hasta catorce personas para realizar un trabajo que bien harían dos o tres representantes. Paí- ses como el caso de España, en donde el número de consulados era sencillamente exagerado unos 12, con tendencia a continuar creciendo. Era obvio que muchos de esos consulados no llenaban ninguna función especial que no fuera la de cumplir compromisos de tipo político con determinadas personas. Las misiones en la
Organización de Estados Americanos (OEA), en Washington, y las Naciones Unidas, en Nueva York, tampoco respondían a una rea- lidad como la que se vivía. Allí habían embajadores en exceso para responsabilidades que podían cumplir mejor, con toda seguridad, cuatro seis personas a lo sumo.
Se daba el caso también de los embajadores adscritos a la Can- cillería, en número cada vez más alto, y los viajes frecuentes de fun- cionarios y misiones diplomáticas a conferencias internacionales que no llenaban ningún cometido especial de trascendencia para los intereses de la nación. El Gobierno pudo por cierto reducir sus gastos de servicio exterior, eliminando una burocracia diplomáti- ca casi parasitaria, producto casi exclusivamente del compromiso partidario, sin tener que afectar antiguos y promisorios vínculos con países a los que unían lazos verdaderamente fuertes, que luego serían difíciles de restablecer. De hecho, el servicio exterior no fue objeto de cambio alguno.
Algunas actitudes tercermundistas de la nueva diplomacia do- minicana eran por completo ajenas al interés nacional. Aunque este era un punto respecto al que existían muchos pareceres.
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A las huelgas y protestas barriales contra las más recientes me- didas económicas dictadas por el Gobierno, los funcionarios y el partido atribuyeron un propósito conspirativo. Pero un diario y por lo menos tres noticiarios radiales y uno de televisión, mencio- naron los negocios del fenecido vicepresidente Manuel Fernández Mármol, entre aquellos que cerraron sus puertas para unirse a la protesta.
Un alto funcionario palaciego acusó al Partido Reformista de atizar el fuego de la agitación por oponerse a las últimas medidas gubernamentales. La Juventud Revolucionaria Dominicana (JRD),
“brazo juvenil” del partido en el poder, rechazó públicamente toda posibilidad de apoyo a tales iniciativas.
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Se hablaba del turismo como la panacea de los problemas na- cionales. Y las autoridades hacían protestas de fe en las posibilidades de este sector, en momentos en que las restricciones a los viajes y los impuestos excesivos a los extranjeros, a los que ahora se les cobraba en dólares el impuesto de salida, conspiraban decididamente contra todo esfuerzo por aumentar el flujo de visitantes.
“El peso dominicano no será devaluado”, dijo Peña Gómez desde el Palacio Nacional, a pesar de montañas de evidencia que indicaban claramente que la devaluación era oficial desde ya algún tiempo. La bella frase: “Este billete tiene fuerza liberatoria para el pago de todas las obligaciones públicas y privadas”, que se leía al pie de la inscripción del Banco Central de la República en todos los billetes de circulación nacional, era ya una de esas tantas ruinas del pasado que solo por tradición era necesario preservar.
Eran aquellos que hacían protestas de fe desde el poder sobre la fortaleza del peso dominicano, los mismos que aseguraban que era una barbaridad y otra distorsión mantener por tantos años una paridad oficial que de hecho no existía, por lo cual no había razones para seguir subsidiando la compra de petróleo a razón de un peso por cada dólar. Y eran esos mismos los que en programas de televi- sión y en comunicados de prensa, exaltaban la capacidad de unión de los perredeístas, la que habrá de ponerse de manifiesto otra vez en la venidera campaña electoral, que para la mayoría de ellos co- menzó en el mismo agosto de 1982.
Y eran básicamente perredeístas los que más censuraban al Go- bierno, los que se lanzaron a las calles a protestar y los que incluso morían en las protestas, porque fueron los líderes del PRD quie- nes afirmaron que las víctimas de abril del año pasado eran en su
mayoría militantes de esa organización. Podría partirse de aquella célebre definición de la democracia, para concluir que estábamos ante un experimento democrático perfecto: Vivimos ciertamente un régimen del PRD, por el PRD, para el PRD y, por supuesto, contra el PRD.
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El 11 de febrero se declaró una huelga contra el Gobierno. El pliego de demandas presentado por un grupo de 52 organizaciones estudiantiles, políticas y sindicales en su convocatoria a una huelga general de 24 horas a partir de las 6:00 a.m., se aproximó más a un programa de Gobierno revolucionario al estilo sandinista, que a los reclamos tradicionales en ese tipo de protesta. Ello daba una tónica perfecta de la naturaleza del movimiento y de los objetivos políticos que alentaban sus organizadores.
Para satisfacer la mayor parte de las demandas de los huelguis- tas se necesitaría una minirevolución o el respaldo de un “ejército popular”. Algunas de las peticiones no guardaban relación con los problemas que en estos momentos enfrentaba el país y que movie- ron a una parte considerable de la población a unirse a las deman- das. Era evidente que el propósito de los organizadores trascendía las fronteras de una protesta normal y lógica por el alza de precios. No quiero significar con esto que carecían de motivaciones econó- micas las expresiones de descontento popular observables en casi todas las esferas de la vida nacional.
Por el contrario, el hecho de que tanta gente de condición social diferente y situada en los extremos del espectro ideológi- co-político coincidiera en la protesta, fue indicio del alto grado de insatisfacción por la forma en que las autoridades manejaban los asuntos económicos. La mayoría de la población enfrentó calami- dades peores como consecuencia de las últimas medidas adoptadas por el Gobierno.
En tal situación era lógico que los afectados protestaran y se movilizaran. La huelga es un recurso legítimo garantizado por las leyes dominicanas. Pero un paro general, en respaldo a medidas que iban más allá de las aspiraciones e inquietudes de la mayor parte de los que por diversas razones se unirían al movimiento, era en esos momentos una prueba en extremo difícil de sortear. El éxito de un movimiento de esa naturaleza debilita la autoridad del Gobier- no. Esa posibilidad tendría, sin dudas, repercusiones ulteriores si se tomaba en cuenta el escaso apoyo de que este gozaba incluso en las propias esferas del partido, dividido por las luchas internas y el predominio político.
Era injusto, además, que se utilizara con otros fines totalmente ajenos a sus deseos, las inquietudes de una población que amaba la paz y prefería encontrar por otros medios solución o paliativos a sus problemas económicos y sociales. Producía preocupación el hecho de que se tratara de canalizar las ansias populares y sus justas reclamaciones en favor de medidas contra la inflación e impacten favorablemente el costo de la vida, a niveles angustiosamente altos, para plantear consignas de pronunciado corte ideológico, que nada tenían que ver con el espíritu de una huelga en situaciones norma- les.
La casi totalidad de los negocios y trabajadores que en esos días se asociaron al movimiento de protesta lo hicieron con toda pro- babilidad solo por el efecto que el alza en el costo de la vida tenía sobre sus actividades cotidianas. Pero muy pocos de ellos cerraron sus establecimientos para adherirse a un programa político como el que encerraba el pliego de demandas hecho público por las organi- zaciones que propiciaron el paro.
La situación no mejoraría asignando a la universidad estatal un presupuesto de 60 millones, cuando allí debían hacerse también amplias depuraciones burocráticas, estatizando la banca y expro- piando las inversiones extranjeras, como plantearon los líderes del
movimiento huelguístico. Medidas de esa naturaleza, impracticables bajo las condiciones políticas y sociales existentes, solo contribuirían a profundizar sin ninguna otra posibilidad el mar de calamidades.
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En su discurso ante la Asamblea Nacional, al rendir cuentas de su gestión, el presidente Salvador Jorge Blanco, planteó el 27 de febrero la conveniencia de que el Congreso se mantuviera al margen de las rivalidades políticas. Poco antes, el presidente de la Asamblea, elegido ese día, senador Noel Suberví, hizo una exhortación al Go- bierno para que fuera comprensivo de las actitudes de ese poder del Estado.
Ambas partes plantearon pues la necesidad de una reconcilia- ción que evitara al país los frutos de la actual inconsecuencia. Pero en el fondo ninguno reconoció la parte que le correspondía en la desavenencia. Las perspectivas de una aproximación permanecían distantes. Las referencias del Presidente al proyecto de Madrigal no facilitaron un cambio de actitud de la facción congresual de su propio partido que se opuso a ese préstamo. Las menciones del senador Suberví a la intolerancia y hostilidad de funcionarios gu- bernamentales frente al Congreso, difícilmente modificarían esos comportamientos.
Hubo en realidad, en medio de los llamamientos a la concilia- ción, recriminaciones por ambas partes. Y al final éstas pesaron más en la balanza. Cabía esperar, sin embargo que la prueba de sensatez que el Presidente dio al Congreso se manifestara en un período de cooperación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo del que resultaran frutos beneficiosos para la economía y el sosiego políti- co nacionales. De manera alguna, empero, esa cooperación debía fundamentarse en la creencia de que una docilidad absoluta del Congreso al otro poder del Estado era imprescindible para la buena marcha del país.
Una de las causas fundamentales de la disputa era la pretensión oficial de que las Cámaras aprobaran nuevas cargas impositivas que en opinión del Congreso, y de una buena parte de la opinión pú- blica nacional, serían contraproducentes y excesivamente inflacio- narias. El Congreso no podía renunciar, por tanto, a su facultad de rechazar iniciativas gubernamentales, porque una de sus funciones básicas, con toda seguridad la más trascendente, es la de servir de freno a los excesos del Gobierno.
Una claudicación de esa naturaleza constituía un golpe a la democracia dominicana y a la estabilidad económica y social futura e inmediata de la Nación, mucho más fuerte que cualquier eventual oposición sistemática de las cámaras a la política gubernamental. Se necesitaba sí de relaciones armoniosas Congreso-Gobierno. Pero basarlas en un sometimiento de un poder al otro, era de hecho una desnaturalización del principio de la separación de poderes que consagra la Carta Magna.
Las Cámaras debían auspiciar las condiciones necesarias para lograr un reencuentro político con el Poder Ejecutivo. Sin embargo, hacerlo a base de contradecir y condenar su propia actitud frente a proyectos impositivos, equivalía a un reconocimiento tácito de que su oposición anterior a esas iniciativas estuvo basada únicamente en el deseo de entorpecer una labor ejecutiva y no en el convencimien- to de que resultarían perjudiciales para el país.
Lo que no debía consentir el Congreso era que las rivalidades políticas determinaran sus actuaciones. En esto tenía sobrada razón el Presidente. Aunque en honor a la verdad, más que a rivalidades políticas los problemas eran producto de riñas internas de un parti- do que hacía de ellas una de sus prioridades en el ejercicio del poder.
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Días después de la comparecencia del Presidente ante la Asam- blea Nacional, se abrió un nuevo debate, esta vez relacionado con el financiamiento por el Estado de los partidos políticos. El momen-
to de crisis que vivía el país no era el más propicio desde el punto de vista económico para especializar recursos públicos en favor de partidos políticos. Una parte considerable de los programas oficia- les se financiaban a base de impuestos que constreñían los débiles presupuestos familiares. Sería entonces injusto dedicar fondos para campañas proselitistas mientras proyectos de viviendas se mante- nían paralizados por escasez de dinero y otros planes igualmente importantes se postergaban por idénticas razones.
Los partidos son un elemento esencial de todo proceso demo- crático. Pero el país debía sentar prioridades en materia de gasto público. Los mismos líderes que invocaban la debilidad económica nacional para justificar el aplazamiento de medidas de corte social, realmente necesarias, creían ahora el país en condiciones de soste- ner actividades privadas de partidos que, si bien constituían parte natural del juego democrático, no eran prioridades en una etapa de escasez. Los partidos deben sobrevivir por sí mismos. Esa sería, sin lugar a dudas, una de sus mejores contribuciones al fortalecimiento económico del país en las circunstancias de entonces.
Las motivaciones formuladas por Peña Gómez para respaldar el proyecto en cuestión, presentado el 27 de febrero por el jefe del Estado a las Cámaras Legislativas, señalaban que la aprobación del proyecto era necesaria para librar a los partidos de la dependencia de los empresarios privados. Esa dependencia, dijo, maniata a los partidos y los hace algo así como súbditos de la empresa privada.
Uno de los defectos nacionales más pronunciados, en especial en el sector empresarial, era la tendencia a respaldar siempre a los candidatos que se perfilan como ganadores y no a los que sustentan ideas o políticas afines a los intereses que prestan esa ayuda. Al tanto de esa tradición, los políticos y los partidos populistas han go- zado siempre del respaldo empresarial sin compromiso de su parte. Por eso, no podía hablarse con propiedad de ataduras de parte de los partidos al sector privado. Todo lo contrario, una vez en el po-
der las políticas económicas suelen contradecir esa que el “máximo líder” perredeísta llamara dependencia de un sector de la economía.
De todas maneras, si se sentía maniatado era asunto que sólo él podía determinar. Había demasiada necesidades en el país y escasos recursos públicos para sostener partidos políticos. No olvidemos que nuestra capacidad para fundar partidos siempre ha sido más fértil que para cualquier otra actividad.
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En marzo, la Cancillería dominicana continuaba interesada en lograr una participación activa en el Grupo de Contadora, a pesar de que la iniciativa apaciguadora para Centroamérica conocida con ese nombre estaba en virtual estado de parálisis. La gestión no pa- recía contar ya ni siquiera con el respaldo entusiasta de Nicaragua, a cuyo Gobierno favorecían principalmente los planteamientos del grupo integrado por México, Venezuela, Colombia y Panamá. Esto quedó de manifiesto a finales del mes de febrero con declaraciones del vicecanciller Víctor Hugo Tinoco, una de las figuras más influ- yentes del régimen sandinista, dando por muertas las acciones del grupo. Los esfuerzos desplegados por la embajada de Nicaragua en Washington para atenuar la contundencia de las afirmaciones del funcionario, quien habló mientras efectuaba una gira política por los Estados Unidos, no lograron el propósito deseado.
La inutilidad de la iniciativa estaba desde un comienzo im- plícita en sus objetivos. El esfuerzo de Contadora, promovido por México, se enmarcaba en la búsqueda de dos propósitos políticos básicos: por un lado la formación de un Gobierno “compartido” en El Salvador, para dar acceso así a las guerrillas del Frente Farabundo Martí al poder; y, por el otro, consolidar el proceso sandinista, ais- lando de paso a las guerrillas que allí luchaban para evitar la entro- nización de un sistema totalitario de corte leninista en Nicaragua.
Los antecedentes de la actitud mexicana podían encontrarse en un pasado bastante cercano. En 1980 había fijado su apoyo ofi-
cial a las guerrillas salvadoreñas, en una declaración conjunta con el Gobierno francés. En ella se reconocía a una de las partes en el conflicto, el Frente Farabundo Martí, como expresión auténtica de la voluntad salvadoreña, desconociendo los esfuerzos democráticos realizados allí para apaciguar la nación.
Estaba también el llamado Plan de Paz para Centroamérica es- bozado un año más tarde por el entonces presidente José López Por- tillo. Partiendo de la presunción de que los sandinistas constituían la expresión fiel de la autodeterminación del pueblo nicaragüense, la propuesta planteaba la necesidad de una estrecha vinculación re- gional con ese régimen para lograr su estabilización y evitar su caída eventual por efecto de la resistencia armada.
La formación del Grupo de Contadora fue justificada en la creencia de que era preciso un esfuerzo para abortar la amenaza de un conflicto generalizado en Centroamérica. Esa amenaza, de acuerdo con los gobiernos que integraban el grupo, surgía del pe- ligro de una intervención militar directa de los Estados Unidos en la zona, ya para evitar un triunfo de las guerrillas salvadoreñas o frustrar cualquier intento contra los sandinistas.
Se alegaba igualmente la posibilidad de una acción combinada de los países vecinos a Nicaragua para derrocar el régimen sandinis- ta, ante el temor de la instalación allí de un sistema comunista. Pero no existían evidencias concretas que permitieron establecer, fuera de toda duda, que en 1983, cuando surge la gestión del grupo, existían esas amenazas.
Si en efecto se estaba aún lejos de una generalización del con- flicto centroamericano no era resultado único de la gestión, sino debido simplemente a la inexistencia de tal posibilidad por parte de fuerzas contrarias a la izquierda. Estas sí alentaban la subversión y financiaban las actividades guerrilleras en El Salvador y otras na- ciones del área, a través de suministros cubanos y nicaragüenses. Se carecían de pruebas documentales capaces de demostrar que para
la fecha de integración de Contadora existiera una amenaza real de intervención militar estadounidense en Nicaragua o El Salvador.
Así, pues, Contadora era un extremo útil a sus dos propósitos fundamentales: promover la consolidación del proceso sandinista, aislando a los rebeldes nicaragüenses, y oficializar el status de las guerrillas salvadoreñas. No desplegaba el mismo entusiasta esfuerzo en reconocer o respaldar el proceso auténtico de democratización salvadoreño, manifestado en repetidas consultas electorales libres con abrumadora participación popular.
Era a ese proceso, extremadamente ambigüo, al que intentaba sin éxito sumarse la Cancillería dominicana, con dedicación casi obsesiva.
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En las postrimerías de marzo las autoridades plantearon la “imposibilidad” de prescindir del impuesto del 36 por ciento a las exportaciones de los productos tradicionales, al ser este uno de los puntos claves del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Algo resultó evidente: el impuesto, denominado en la esfera oficial “recargo cambiario”, pudiera perder el carácter transitorio que se le atribuía.
La transitoriedad de este “recargo” duró lo suficiente para hacer irreversible su daño a la economía y al futuro de los sectores básicos de la producción afectados. El Gobierno, y este impuesto era una prueba, asignaba dos valores a la moneda nacional, y a su conve- niencia. Para los fines del cobro de tasas y fijación de obligaciones a terceros, “hay que reconocer” que la paridad era una ficción. De ahí el cobro del advalorem a las importaciones sobre la base oscilante de la prima del dólar. El mismo patrón se aplicaba al precio de la ga- solina. “Los dominicanos pagan uno de los precios más bajo por el galón del carburante”, decían los funcionarios del área económica, si se toma en cuenta que en Puerto Rico, por ejemplo, el precio era
de alrededor de US$1.25, o sea alrededor de cuatro pesos al cambio en el mercado paralelo.
Pero los dominicanos ganaban en pesos y hasta ese momento no se había producido ninguna revaluación del nivel de los ingresos del hombre común, por lo cual el precio de compra de la gasolina y de otros derivados del petróleo era de los más caros del hemisferio. Esto, naturalmente, sin tomar en cuenta el ingreso promedio, que en el país era sustancialmente inferior al de la mayor parte de las naciones que usualmente se citaban como ejemplos de esa “verdad” oficial.
El “recargo cambiarlo” constituía, además, prueba fehaciente de que las autoridades desconocían para muchos otros casos la reali- dad del mercado paralelo. De otra manera este impuesto encubierto no existiría. Con él se ignoraba el derecho de un amplio sector de la economía a recibir el valor real en moneda nacional de sus ventas al exterior. Al excluir a otras áreas de la economía de tal penalidad, la disposición constituía de hecho una acción discriminatoria y, por tanto, doblemente injusta e irritante. Los argumentos esgrimidos en favor o justificación de tal medida, absurda bajo todo razona- miento lógico no eran suficientes.
Si como en efecto sucedía, para todos los fines prácticos un dólar valía realmente RD$3.31, gracias al recargo los exportado- res y productores tradicionales recibían sólo 64 centavos por cada dólar que obtienen de la venta de sus productos al exterior. Esto no obstante la circunstancia de que para mantener sus niveles de productividad, se veían precisados a pagar la prima del mercado para adquirir los dólares necesarios para la importación de equipos e insumos a los que la Aduana, en adición, les imponía un recargo adicional al momento de fijarle las cargas impositivas.
En tal situación era difícil garantizar el futuro de esas activida- des económicas. Y ya los propios afectados, avalados en estudios y cifras cuidadosamente elaborados, demostraron la inminencia de
un desastre, a menos que hubiera un cambio radical en las políticas económicas puestas últimamente en práctica.
Según el Gobierno, esas disposiciones se aplicaban en aras de la recuperación económica nacional. Pero además de que no ha- bría recuperación si esos sectores quebraban, no estaba claro que los elementos esenciales de lo que a nivel oficial se entendía por ese proceso, realmente merecieron el precio que se estaba obligando a pagar al pueblo dominicano.
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En abril comenzó a hablarse de la necesidad de una conversión rápida de la industria azucarera, ignorando la realidad y el enorme impacto económico y social de esa actividad en la vida de esta nación.
Gran parte de las tierras utilizadas en el cultivo de la caña eran marginales, inapropiadas para otro tipo de cultivo. Era difícil, por otra parte, que otra actividad agroindustrial generaran los ingresos en impuestos y divisas que el azúcar producía al país. Con todo, uno de los aspectos más importantes de la industria azucarera era su capacidad para crear empleos. Dado que las elevadas tasas de desocupación, tanto a nivel laboral como profesional constituían el problema nacional más grave y explosivo, la trascendencia de esa actividad era todavía mayor.
Ciertamente las condiciones del mercado mundial, donde las cotizaciones descendieron, y las restricciones impuestas a la entrada de azúcar extranjera en el mercado de los Estados Unidos, rodeaban de incertidumbre el negocio. Pero parte de las calamidades por las que atravesaba la industria doméstica estatal del azúcar tenían su origen en disposiciones internas, que sobre gravaban dicha activi- dad para subsidiar otras en perjuicio de ese renglón básico de la economía nacional.
Esa práctica perniciosa, tanto para la industria que debía soste- ner otras áreas deficitarias, como para la actividad subsidiada, que
por virtud de los subsidios se anquilosaba y degeneraba, persistió incluso en los períodos de precios ruinosos cíclicos en el mercado.
Las amenazas contra la industria azucarera reposaban por igual en las condiciones prevalecientes en un mercado en baja constante, como en políticas internas que la penalizaban en nombre de progra- mas económicos de saneamiento que no tomaban irónicamente en cuenta la importancia de dicha actividad en cualquier plan nacio- nal de mejoramiento económico y social. Teníamos, por ejemplo, que una eventual quiebra de la industria, parcial o total, conllevaría el despido de centenares de miles de trabajadores y empleados y el cierre forzoso de una amplia variedad de negocios y actividades marginales que subsistían a expensas del negocio azucarero.
El recargo del 36 por ciento a las exportaciones, impuesto a los productos tradicionales (azúcar, café, cacao y tabaco), era tanto o más funesto para el futuro y estabilidad de la industria azucarera dominicana en esos momentos, que la caída del mercado mundial y las limitaciones existentes en el mercado de Estados Unidos. La razón era que obligados los productores a vender por debajo de sus costos, era absurdo que encima se les impusiera una carga adicional que hacía incosteable el largo y complejo proceso de producción.
Un gravamen encubierto como el mencionado podría justi- ficarse en períodos de bonanza. Pero ahora que un conjunto de factores adversos gravitaban tan onerosamente sobre la industria era injustificable.
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En el clímax de la “lucha de tendencias”, el PRD convocó para el 24 de noviembre, la celebración de la XII Convención Nacional para escoger a su candidato presidencial a las elecciones generales del 16 de mayo del año siguiente. Inicialmente se inscribieron Ja- cobo Majluta, José Francisco Peña Gómez y José Rafael Abinader, pero este último se retiró días antes alegando que no existían con- diciones para una competencia pareja en igualdad de condiciones.
Las primarias perredeístas eran una novedad en la política domini- cana y el modelo había sido copiado de los procesos electorales de los Estados Unidos, donde Peña Gómez mantenía relaciones muy estrechas con círculos influyentes del Partido Demócrata y el De- partamento de Estado.
La convocatoria involucró a 13,782 comités de bases que in- cluían a más de 600 mil militantes. Las votaciones fueron formal- mente abiertas a las 2:00 pm., pero no pudieron llevarse a cabo en Santiago, la segunda ciudad del país, San Pedro de Macorís, La Romana y Miches. Y solo, parcialmente en otras poblaciones donde fueron abiertas urnas de votación. En Santo Domingo, el proceso se interrumpió abruptamente en la mañana del día siguiente, en medio de un desorden que arrojó varios heridos impidiendo la ter- minación del escrutinio de las votaciones en el centro de cómputos instalado en el Hotel Concorde. Al momento de la interrupción, Majluta aventajaba a Peña Gómez por un estrecho margen, habién- dosele atribuido 30,466 votos contra 30,012 de Peña Gómez. De- bido a las denuncias de fraude por ambas partes, la convención fue clausurada sin declarar un vencedor, lo que acentuó las diferencias internas y la crisis que sacudía al partido. Debido a las violentas acciones ocurridas durante el conteo de los votos, el caso pasó a conocerse como “El Concordazo”, por el nombre del hotel donde ocurriera el hecho.
Sin un candidato presidencial, el partido se acercaba así a las proximidades del inicio formal de la campaña electoral sin pers- pectivas de un acuerdo que detuviera el deterioro acelerado de la unidad interna.