“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero
“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero

Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí

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Capítulo XVI

Otro abril sangriento

Llegó abril y en sus difíciles negociaciones con el FMI, el Gobierno del presidente Jorge Blanco no recibía el res- paldo esperado de su Partido Revolucionario Dominicano, muy a pesar del hecho, aceptado por ambas partes, de que los principales dirigentes de la organización veían como válidas las conversaciones.

Independientemente de los términos de esa negociación, era obvio que la falta de ese apoyo vital reducía la capacidad negociadora del Gobierno y le despojaba del sostén político indispensable para llevarlas a cabo en una posición si no ventajosa, por lo menos un poco más auspiciosa. No quería decir que el apoyo del PRD pudiera influir en las decisiones del organismo financiero internacio- nal, o desviar su curso. Pero en conocimiento de esa debilidad, los negociadores oficiales habían estado de manos atadas, sin muchas opciones, pues era poco probable que una administración, en las condiciones económicas de 1984, estuviera en capacidad de asumir posiciones de extrema independencia careciendo del resguardo de su propio partido.

La impresión generalizada era la de que el PRD optó en el caso por la salida más cómoda, dejando solo al Gobierno y eludiendo así una responsabilidad básica. Además se dio el caso de que los principales dirigentes de la organización, endosaron en su tiempo la iniciativa de recurrir al FMI, reconociendo entonces que el Gobierno de Jorge Blanco no poseía mejores opciones y, por ende, estaba fuera de su alcance la posibilidad de enfrentar la situación por sus propios remedios.

No podía, por tanto, venir ahora el partido a justificar su de- cisión de pretender desentenderse de tales negociaciones, cuando estas se acercaban a su punto final, en interés evidente de evitar las consecuencias políticas que de ellas pudieran desprenderse. A los ojos de la opinión pública nacional, la responsabilidad económica e histórica de un eventual acuerdo correspondían por igual al Gobierno y al partido.

Lo mejor en tal caso era que el PRD acabara concediendo al Gobierno que contribuyó a dar al país, el respaldo moral indispensable para ponerle en condiciones de adelantar las medidas que habrán de ponerse en práctica a raíz de un acuerdo por lo visto inevitable. En el caso contrario, su responsabilidad será doble pues no solo se le reconocerá como coautor de tales negociaciones, sino que al mismo tiempo se le imputará la debilidad o la falta de valor suficiente para encarar las consecuencias finales de sus propias de- cisiones.

El país, en especial en esos momentos críticos, no podía seguir a expensas de que los programas gubernamentales dependieran del curso de las llamadas “luchas de tendencias” en la organización ofi- cialista. Estaba bien que se admitiera como válido el hecho de que tratándose de un grupo democrático, esas pugnas tuvieran lugar con carácter permanente. Pero también el PRD, y con él sus princi- pales dirigentes, en licencia o no, debían aceptar que el pueblo tenía el derecho a esperar que el partido por el cual votó al momento de escoger un Gobierno entendiera el alcance de su misión política.

A mi modo de ver, y a pesar de una notoria inconsistencia, el Gobierno actuaba con más sentido de ecuanimidad y de sus responsabilidades oficiales que el PRD, en el caso de las negociaciones con el FMI. Y en muchos otros aspectos también del quehacer nacional en el último año y medio. Lo cual no era la mejor carta de presentación para el partido.

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En las elecciones del 16 de mayo de 1982, el país votó no solamente por un candidato, Salvador Jorge Blanco, sino por un programa de Gobierno y un partido, el Revolucionario Dominicano (PRD). De manera que los triunfos y reveses de la administración surgida de esos comicios, lo eran tanto del jefe del Estado y su grupo de colaboradores, como del partido al cual pertenece y que sustentó y respaldó su candidatura. El PRD no podía venir ahora con la idea de que las consecuencias de un eventual acuerdo con el Fondo Mo- netario Internacional (FMI), en el caso de que resultaran negativas, eran responsabilidad única del Gobierno y el Presidente. Todo lo bueno o malo que haya podido hacer el régimen correspondía por igual a ambos. A fin de cuentas, el mandatario y sus principales colaboradores eran destacados dirigentes del PRD y la organización sancionó el programa sobre el cual actuaba el Gobierno.

Ni siquiera un rompimiento radical liberaría al PRD de esa enorme responsabilidad contraída con la nación. En la eventualidad de que ello ocurriera, la cuenta nueva comenzaría a partir de ese momento, porque han sido muchas las veces que el partido, en momentos de triunfo, reclamó e hizo suyos los méritos por las deci- siones del Gobierno que han gozado de apoyo popular.

Las circunstancias de que las luchas grupales o de “tendencias” desbordaron los límites de la prudencia y la sensatez política, no cambiaba las cosas. El pueblo dominicano no podía pagar las con- secuencias de las diferencias o de las rencillas internas que sacudían periódicamente las instancias altas de la organización oficialista. Ese era un problema del PRD que él debía resolver internamente, pero que nunca, por ninguna circunstancia, puede ser el punto de partida para una crisis nacional, como se pretendía convertirla.

Desde que asumió el poder el 16 de agosto de 1978, el perredeísmo encontró en el recurso de las luchas internas, una excusa para desatenderse de los errores del Gobierno y apropiarse de sus triunfos. Sucedió cuando la ley de amnistía, la nacionalización de la Rosario y otras medidas que el PRD aprovechó para declarar una especie de júbilo nacional y recordar al país que eran demostracio- nes de las ventajas de un ejercicio democrático.

Los principales dirigentes de la entidad no fueron ajenos, además, a muchas de las decisiones trascendentales de los dos gobier- nos perredeístas. Ellos estuvieron presentes, avalando así políticas en el momento en que se hicieron públicas. Algunos dirigentes del partido, disgustados evidentemente con el grupo que controlaba el Palacio Nacional, podrían sentirse desplazados inconformes con las directrices oficiales del Gobierno, pero ese era el que ellos pre- sentaron al país, el que promovieron, por el que lucharon y que en infinidad de oportunidades llegaron a elogiar como un modelo democrático ejemplar.

Era inútil que dijeran que no pueden ser responsables por lo que el Presidente haga. Para la historia y el pueblo el PRD y el Gobierno del PRD eran como padre e hijo. No era justo que el país sufriera las consecuencias de una paternidad irresponsable.

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El presidente Jorge Blanco viajó a mediados de abril a Estados Unidos y los informes oficiales describieron su visita como “muy exitosa”. A su regreso cabía esperar la revocación de dos medidas que empeñaban la imagen de su régimen en lo que a respeto a la libre expresión se refería. Se trataba de la negativa de las autoridades a acatar una orden judicial disponiendo la inmediata reapertura de Radio Central, clausurada por vía administrativa en marzo pasado, y la supresión de un anuncio comercial de televisión sobre la presa de Madrigal.

En ninguno de los dos casos, los argumentos oficiales resistían los análisis legales. En adición a ello, las infelices medidas no servían a ningún propósito político gubernamental útil. Tanto el cierre de Radio Central como la supresión del anuncio televisivo del Senado, mientras se permitía la difusión del que originó la controversia, solo contribuían a promover protestas contra el Gobierno. La situación distraía la atención pública sobre el viaje presidencial en momentos en que todo el interés nacional debía centrarse, en los informes del presidente Jorge Blanco de sus gestiones en los Estados Unidos.

El mandatario dominicano fue objeto de muchos elogios por parte de su colega estadounidense y la prensa norteamericana más exigente reconoció también el apego del régimen del país a las normas y principios democráticos. Ese punto fue uno de los factores que más contribuyó al éxito de la difícil misión del Presidente du- rante su gira por Estados Unidos.

Sin embargo, el mantenimiento de dos medidas como las citadas empañaba ese esfuerzo loable y provechoso para no tan solo el Gobierno sino el país, razón por la cual el sentido común sugería que el jefe del Estado, tras una cuidadosa y serena ponderación de las ventajas y prejuicios de ambas disposiciones, dispusiera la reapertura de Radio Central y suspendiera la prohibición contra el anuncio del Senado sobre Madrigal.

Era difícil establecer en qué tales medidas arbitrarias beneficiaran la causa del Gobierno. El resultado permitía ver, en cambio, que de ellas tan solo sacaban provecho los perjudicados, pues se les hizo víctima de una intolerancia insospechada en una administración que decía valorar su apego a los principios y procedimientos demo- cráticos como uno de sus grandes aportes al país.

Además, los argumentos sostenidos para justificar ambas medi- das eran pueriles y cada vez más inaceptables. En el caso del anuncio de Madrigal lo que debían hacer las autoridades era descontinuar la propaganda contra uno de los poderes del Estado, como el Congreso, que originó el comercial objeto de controversia.

Era casi seguro que si el anuncio de televisión que presentó al Senado de la República como responsable de calamidades, por haber rechazado el proyecto de la presa de Madrigal, hubiese sido suspendido a tiempo, muchos de los malentendidos, que por su causa afloraron, no habrían tenido la repercusión de crisis que el caso cobró y, naturalmente, no se habría producido este segundo comercial que presentaba al Senado y al Gobierno enfrentados en una riña muy por debajo del nivel que el público esperaba de sus más altos poderes estatales.

El temor era que si pretextos tan baladíes y carentes de fundamentos como los que sostenían ambas disposiciones oficiales se imponían a la razón y a una orden judicial, los articulistas que con alguna frecuencia se referían a la incompetencia del partido en el poder para conducir los destinos del país, podrían correr el riesgo de que se les prohibiera escribir por la acusación de revelar secretos de Estado.

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Muy pocos dominicanos se sintieron sorprendidos esa semana, cuando el exsíndico del Distrito, Pedro Franco Badía, reveló a los diarios vespertinos El Nacional y Ultima Hora que durante su administración los recursos y los fondos municipales fueron empleados para sostener económicamente al Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y a muchos de sus dirigentes.

Tan franca y espontánea afirmación ponía al descubierto una de las más graves y penosas debilidades del defectuoso andamiaje democrático, ya que para ningún conocedor del trajinar político cotidiano era ajeno el hecho de que el ejercicio del poder conlleva siempre en nuestro país privilegios irritantes. Por no revelar nada nuevo, aunque si algo tremendamente grave, la declaración de

Franco Badía, terminó siendo apenas una reacción temeraria en un político de carrera con etapas accidentadas, que si bien pudo marcar el fin de su futuro en el partido oficialista, no movió ninguna in- vestigación seria ni acarreó consecuencias que no fueron las que sus “compañeros” lanzaron sobre el autor de la denuncia. Todo lo que generó fue un vendaval de injurias y acusaciones contra el exsíndi- co. Pero aun cuando se le castigase con la expulsión de las filas del PRD, como advertió la alta dirigencia partidaria, no podrá borrarse la mancha que su grave denuncia y auto confesión arrojó sobre un partido que en infinidad de oportunidades pretendió erigirse en “conciencia moral” del pueblo dominicano.

La posible expulsión de Franco Badía del partido en el poder, lo que no ocurrió, no libraba al PRD de ese estigma. Por el contrario, una acción disciplinaria de tal género solo contribuiría a despejar dudas en aquellos que, por ceguera, prejuicio o buena fe, dudaran de la veracidad de su afirmación. No se tenían razones para dudar o aceptar al pie de la letra las revelaciones del exfuncionario munici- pal, después secretario de Estado de Trabajo. Pero él aseguraba tener en su poder las pruebas de tales irregularidades y nadie en el partido osó emplazarlo a presentarla, como suele ocurrir diariamente en el medio político. Además, la controversia por el momento se limitó a las afirmaciones del exsíndico y las de aquellos que sopesaron las graves derivaciones políticas que ellas podrían representar no tan sólo para el partido, sino para algunos de los aludidos en la autoconfesión sin precedentes.

Franco Badía era un político muy avezado que había demos- trado dominio personal en períodos difíciles, como aquel que se vio forzado a enfrentar durante la crisis de la basura durante su ges- tión edilicia, como para asociar su revelación a un repentino brote de emotividad o de venganza partidaria. Primero, porque más que nadie sabía que a quien más perjudicaba tal aseveración era a él mismo. Tal vez mucho más que a aquellos a quienes favoreció con

fondos y recursos del Ayuntamiento. Y, después, porque no le era totalmente desconocida la clase de reacción que su temeraria decla- ración desataría en las filas de su partido.

No se abrigaron, sin embargo, ilusiones con respecto a la na- turaleza de las medidas disciplinarias en relación con las declaraciones de Franco Badía. Desde un punto de vista partidario no irán, probablemente, más allá de una eventual expulsión del autor. Pero la conciencia nacional tomó notas de ellas para sacar la terrible conclusión de que estábamos lejos de haber ganado la batalla más importante de la democracia: la del manejo pulcro del patrimonio público.

Con todo y lo cínico que pudiera parecer, en muchos sentidos tan increíble confesión constituía un aporte a la lucha contra ese cáncer de nuestra vida pública.

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El Miércoles Santo, 18 de abril, la moneda fue devaluada. El dólar comenzó a cotizarse a tres pesos, los precios de los alimentos y medicamentos subieron de precio. El lunes siguiente, 23 de abril, cuando los dominicanos regresaron a sus labores después del feriado de Semana Santa, estallaron las protestas.

El trágico balance en pérdidas de vida y bienes materiales de los violentos disturbios que sacudieron ese día y los siguientes en la capital y otras ciudades del país, no tenía precedentes. El miércoles, cuando la intervención de la policía se hizo ineficaz para sofocar las protestas, el Gobierno sacó el Ejército a las calles. Dos días después el número oficial de muertos superaba los 150. Informes extraofi- ciales situaban la cifra en más de 250.

Cuando las tropas, reforzadas por tanques y otras armas pesadas, regresaron a los cuarteles solo quedaron los escombros. Pocas veces en los últimos años, la incertidumbre había minado tanto la confianza nacional en el porvenir inmediato como en esos días.

A las calamidades económicas se agregó el sobresalto de desmanes callejeros.

Tal vez los desórdenes no fueran producto directo de un movimiento espontáneo de las masas afectadas por las medidas cuya aplicación anunciara el Gobierno. La verdad es que por mucho que el partido oficialista tratara de buscarle explicaciones antojadizas al estallido de violencia, muchos de los escollos que enfrentó el Gobierno se debieron a la inconsecuencia de su organización que en ocasiones le negó el respaldo que la gravedad de la situación económica y social requería.

El partidarismo, en efecto, fue la causa de esa falta de sostén por la cual las autoridades no encontraron la fuerza suficiente para acometer muchas de las tareas que el momento demandaba.

Las protestas callejeras tuvieron como pretextos los constreñi- mientos que las medidas económicas derivadas del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) provocaron en la población de ingresos fijos y bajos; entre los estratos de clase media y baja, principalmente. ¿Cómo podían las autoridades pretender que esa masa de población aceptara tranquilamente dichas medidas si todo lo que escuchó decir de ellos mismos era que ese acuerdo solo trae- ría sufrimientos, revoluciones y estallidos sociales al país?

Ahí residía el origen de algunas de las dificultades que enfrentó el sector oficial para obtener apoyo a esas políticas económicas. Las protestas fueron el precio que debieron pagar por sus propias incongruencias.

Por eso, el momento demandaba una reflexión serena de la si- tuación y, sobretodo, una ponderación cuidadosa de la retórica partidista. La tendencia de ciertos líderes de proteger su popularidad a expensas muchas veces del más caro interés nacional, solo genera mayores complicaciones. Afirmar públicamente en esos momentos por ejemplo, que esa violencia desenfrenada era fruto de una “justa indignación” no ayudó a los esfuerzos por controlar las pasiones desbordadas, aunque ese fuera incuestionablemente el caso.

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El momento era propicio para hacer algunas reflexiones. La primera que los líderes del partido oficial, tras el recuento de los sucesos tendrían que ruborizarse cuando hablaran de derechos hu- manos.

El intento de atribuirle a la derecha política y a sectores deter- minados la responsabilidad por los sucesos, solo contribuyó a empeorar las tensiones y a agravar las relaciones entre los grupos que tenían suficiente autoridad para imponer, a fuerza de persuasión, un proceso rápido y firme de restablecimiento de la normalidad en todos los aspectos de la vida nacional.

La gente que perdió la vida, fue arrestada, herida, golpeada o afectada de cualquier otro modo por los violentos estallidos de vio- lencia, ocurridos principalmente en las zonas altas de la ciudad, era en gran parte la misma que votó por las candidaturas del PRD e iba entusiasta a los mítines del partido.

Difícilmente el PRD de entonces podrá resarcir su imagen de la brutalidad con que se enfrentó las protestas por el alza en el costo de la vida. De manera que el gasto de retórica no debía dirigirse al empeño estéril de eludir su responsabilidad, sino a la tarea más encomiable de ejercer su influencia sobre sectores de la nación para restablecer la calma y aquietar las pasiones políticas desbordadas por tanta predica demagógica acumulada.

Cómo justificar, por ejemplo, que en medio de la peor violencia de los últimos años, y en momentos en que aun los adversarios de la administración instaban a la calma y a la reflexión, cuestionando el valor de la violencia y la agitación, en la propia esfera oficial se hablara de devolver “golpe por golpe”.

El futuro, la estabilidad misma de la democracia dominicana vive muy ligada al orden y a la paz pública, como para que se relacionara con el caos y el desorden. Esa debió ser la lección que el Gobierno y el PRD debieron extraer de esos días de protestas y violencia estatal.

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Las versiones oficiales acerca de las causas de los disturbios y protestas callejeras no podían ser más decepcionantes. Y no aportaron nada significativo a la reconciliación que el momento crítico que vivía el país exigía. En las propias esferas oficiales, del Gobierno y el partido, se había advertido sobre la posibilidad de estallidos de violencia como consecuencia de las medidas a ser aplicadas tras el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Era evidente que la idea de esas sombrías admoniciones era la de influir en el organismo financiero internacional con el fin de reducir sus exigencias al Estado. Por otra parte, sin embargo, toda esa predica infundió mayores temores a la población de escasos recursos, la cual tuvo el efecto de un detonante cuando la masa depauperada sintió el primer impacto del alza de precios en los artículos de primera necesidad.

De incongruencia a incongruencia se pasaba constantemente, pues apenas una semana antes del brote trágico de violencia callejera iniciado el domingo 22 de abril, algunas de las figuras más descollantes del oficialismo perredeísta que atribuían las protestas a una conspiración, se jactaban en declaraciones de prensa de la im- posibilidad de que en el país pudieran producirse motines, debido a que solo ese partido político estaba en capacidad de movilizar a las masas.

Si podía haber en ese momento algo más desgarrador y trágico que el monto de cadáveres, daños a la propiedad pública y privada, e incertidumbre que la ola de violencia desenfrenada provocó, lo fue sin duda el hecho de que toda la lección que sacaron de ella muchos de los dirigentes se dirigía a encender las llamas de un nuevo enfrentamiento político.

El país debía tratar de ver en esos episodios luctuosos, la terrible realidad de que en el curso de años se acumularon tensiones y frustraciones que por cualquier motivo político podían degenerar en explosiones de carácter social, verdaderamente amenazantes.

La importancia de que se aceptara esa verdad, clara a los ojos de la opinión pública, radicaba en que solo al través de un conocimiento perfecto de las causas y orígenes de dichas protestas, podía el país adoptar las medidas capaces de evitar nuevas ocurrencias. Un alto dirigente oficialista dijo, que las protestas eran el producto de una “justa indignación” por el alza en el costo de la vida y las restricciones anunciadas en el marco de la economía. Era condenadamente difícil, pues, conciliar esa afirmación con aquella según la cual los momentos estremecedores y preocupantes que se vivieron esa semana fueron el fruto de una conspiración, de una connivencia de las extremas derecha e izquierda, un fenómeno nunca antes pro- ducido en el país donde todos los indicios sugerían un antagonismo irreconciliable entre esas dos tendencias políticas.

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El miércoles 25 de abril, mientras tenían lugar las protestas y las tropas del Ejército masacraban a los manifestantes, se convocó a una reunión en el Palacio Nacional, en la que pudieron observarse algunas curiosidades que habrán de recordarse por algún tiempo.

La más divertida fue la reacción mecánica de varios destaca- dos empresarios que aplaudieron frenéticamente cuando Winston Arnaud, dirigente del PRD, hizo graves acusaciones al sector em- presarial, al cual responsabilizó en parte de la crisis y de los graves problemas que la misma generó.

En la transmisión por televisión se pudo ver aplaudir cuando el dirigente del partido oficialista, dirigiéndose a la heterogénea multitud congregada esa noche en el Palacio Nacional, tronó estas palabras terribles:

“Este nuevo aniversario del glorioso 24 de abril de 1965, en- cuentra al pueblo dominicano inmerso en una crítica situación política, que constituye aparentemente la manifestación de descontento espontáneo frente al impacto que han tenido en los artículos de primera necesidad, los ajustes exigidos e impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y frente a las maniobras de especulación y agiotismo de sectores inescrupulosos del comercio y la industria, pero que en el fondo, se evidencia como un plan conspi- rativo, atentatorio contra la democracia y la institucionalidad que tanto sacrificio han costado a los dominicanos”.

Y no faltó algún colega suyo, como la traicionera imagen de la TV lo dejó ver, esforzándose por dejar sentir sus palmadas por en- cima de las de los militantes del partido presentes en la manifesta- ción, cuando Arnaud a conspiración se refería y condenaba la gula de esos empresarios responsables de la crisis, que tienen “cuantiosas fortunas” en el exterior.

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En mayo, ya restablecida la calma, los productores tradicionales dominicanos seguían lejos todavía de recibir el valor real en moneda nacional de sus exportaciones. En el caso de la industria azucarera el problema era más grave debido a los altos costos de producción, muy superiores a los niveles del mercado internacional.

A causa de los controles de cambio, los productores tradicionales -azúcar; café, cacao, tabaco, etc-, debían entregar los dólares que generaban sus ventas al exterior al Banco Central. Este les reconocía ahora RD$1.48 por cada dólar. A simple vista parecería una justa compensación, suficiente para ayudarlos a sortear las dificultades en materia de costos crecientes y bajas en los mercados internacio- nales. Sin embargo, esa ilusión era engañosa. El incentivo no les permitía obtener un cambio real ni siquiera a la par de cada dólar que producían y entregaban al Estado. Si se calculaba el valor de la divisa norteamericana en el mercado paralelo, que oscilaba en las últimas semanas entre un 275 y un 250 por ciento, para lograr un canje a la par se requerían por lo menos entre RD$2.75 y RD$2.50 por cada dólar.

Muy a pesar del reciente incentivo otorgado por el Gobierno a los productores tradicionales, que generaban más del 50 por ciento de los ingresos nacionales de divisas, estos solo obtenían en términos reales alrededor de 55 centavos de dólar por cada dólar que entregaban a la economía.

Si se sumaba el hecho de que los precios de venta en el exterior, en el caso muy particular del azúcar, eran inferiores a lo que costaba producirlos, se tenía una visión dramática, pero real, de la situación que confrontaba el sector considerado el más dinámico de la economía. Había algo más. Para garantizar tasas aceptables de producción y rendimiento, el sector debía acudir al mercado paralelo y pagar allí las altas primas para obtener las divisas que requerían sus necesidades de importación de insumos y maquinarias y equipos.

De manera que muy a pesar de producir dólares, el sector recibía aproximadamente, en términos reales, la mitad del valor de sus exportaciones y luego debía convertir en divisas esos ingresos mutilados, pagando las tasas existentes del mercado paralelo para satisfacer sus requerimientos de importación. Por virtud de este complejo ciclo, producir un dólar costaba a esos productores algo más de eso, no obstante lo cual sólo obtenían por su esfuerzo un porcentaje real por debajo del 40 por ciento.

En parte esa situación explicaba el estado de letargo del sector más dinámico de la economía dominicana y el proceso de deterioro creciente en que algunos de esos productores estaban inmersos. El incentivo del 48 por ciento explicaba el interés del Gobierno por mejorar la situación. Pero un enfoque más realista de las posibilidades económicas nacionales habría llevado este tipo de incentivo a un nivel más acorde con las necesidades del sector.

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En situaciones de crisis, urgen las medidas heroicas. Una de ellas podría ser la reducción del precio de los medicamentos mediante la eliminación del impuesto ad-valorem. De todas maneras, la decisión del Gobierno de hacerse cargo de la importación de algunos medicamentos básicos conllevaba una medida similar. El Gobierno no podrá cobrarse a sí mismo ese gravamen. De hecho, la disposición implicaba una merma en los ingresos fiscales por concepto de importación.

Sin embargo, este enfoque parcial del problema no tendría los resultados esperados por las autoridades. La capacidad del Estado para garantizar una fiel y justa distribución de medicamentos a precios asequibles al público era muy reducida. Carecía incluso de mecanismos efectivos para hacerlo.

La situación demandaba, pues, que se ampliara la disposición eliminando el advalorem a la importación de los medicamentos, pues era imposible establecer categorías entre las diferentes líneas de medicinas para considerar básicas algunas y a otras no. Al final de cuentas, todas las medicinas resultan igualmente básicas. La insulina lo es para quien padezca de diabetes; pero también lo son aquellas recomendadas para curar las dolencias cardíacas, la gripe, los que sufren del páncreas o se retuercen de un fuerte dolor de muelas.

Cómo se le puede decir a un paciente que se muere del hígado que los medicamentos para otras enfermedades tienen prioridad y que por eso se les da a aquellas un tratamiento preferencial. Eso equivalía a establecer una escala de valores por causas de muerte, en la que ciertos tipos de enfermedades tendrían una mayor atención por parte del Estado. Así tendríamos los pacientes privilegiados del corazón, la diabetes, el cáncer y algunas otras, que irían primero o tendrían derecho a morir después que otros enfermos.

Aun dejando las medicinas en el mercado paralelo -decisión que probablemente el Gobierno no estaba en condiciones de modificar-, el costo final de estas al público no sería todo lo traumático que eran si las autoridades dispusieran su importación libre del ad- valorem. Esa medida fue la que realmente tuvo un impacto estre- mecedor sobre el costo de la vida en los últimos meses.

Un paso en esa dirección quitaría una tremenda responsabili- dad al Gobierno, sin afectar los legítimos intereses creados en esa área y asegurando de pasada la estabilidad de los mecanismos de distribución al público de esos artículos, amenazados por la situación surgida. Paralelamente, el Gobierno pudo impulsar su decisión de fortalecer los programas de ventas subsidiadas de medicinas a las clases de más bajos ingresos con la instalación de las llamadas “boticas populares” en los hospitales públicos del Estado, un programa que por razones nunca justificables la administración anterior del PRD eliminó sin mayores explicaciones.

El intento de hacerse cargo de la distribución general de ciertas líneas de medicinas, aparentemente de consumo elevado con relación a otras, en lugar de dejar que fueran quienes tradicionalmente lo han hecho, solo acarreó dificultades adicionales al Gobierno. Al final, como ha ocurrido en otros casos y oportunidades en que el Estado trata de suplantar la iniciativa privada, no hubo medicinas suficientes y tampo- co se vendieron más baratas o a precios tolerables.

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A mediados de mayo no se habían definido totalmente las ne- gociaciones con el FMI. Si las autoridades estaban total y absolutamente convencidas de la necesidad de un arreglo con el Fondo, como parecía que lo estaban, debieron haber hecho mayores esfuer- zos por agilizar la firma del acuerdo todavía en negociación. Eso le hubiera evitado al país, y al propio Gobierno muchos inconvenientes e incertidumbres. Todo lo que se logró con esa dilación en llegar a un acuerdo, fue acentuar las dudas respecto a sus virtudes, posponer las soluciones propuestas y ensombrecer el panorama político, económico y social.

Parecía que el estallido de violencia que sacudió el país en la última semana de abril, no hubiese sido posible meses antes. En parte, ocurrió por la acumulación de tensiones, frustraciones y dudas que la situación de aparente estancamiento fue haciendo posible en el ánimo de la gente. A raíz de su regreso de Estados Unidos, el presidente Jorge Blanco aseguró al país que en un breve término el Gobierno remitiría al FMI la famosa Carta de Intención, con la cual se darían por aceptados los términos para un segundo año del Acuerdo de Facilidad Ampliada con esa institución internacional. Sin embargo, las dilaciones posteriores causaron la impresión de que existían todavía diferencias fundamentales que dificultaban un entendimiento.

Demasiadas informaciones contradictorias, oficiales y extraoficiales, seguían publicandose en la prensa nacional, como para que tales coincidencias no condujeron a conclusiones sobre la existencia de obstáculos en las pláticas con el FMI.

Por eso, si el Gobierno estaba decidido a firmar y aceptar la inevitabilidad de ciertas “imposiciones” del organismo, debió apresurar la concertación de ese acuerdo. Igualmente, si había llegado tardíamente al convencimiento de que un arreglo en los términos negociados era perjudicial para los intereses de la nación, debió en- tonces denunciarlo. La situación del país no toleraba más dilaciones de este tipo.

Justificar esta tardanza en el pretexto de que se gestionaban modificaciones a las exigencias del FMI, era imposible porque el propio Gobierno admitía que las posiciones de la entidad eran en su mayor parte “inflexibles”. Tenemos, pues, que sólo habían dos caminos: la rápida aceptación de las condiciones negociadas o la denuncia inmediata. Al lucir poco factible esta segunda opción, no quedaba más alternativa, en apariencia, que aceptar la primera.

Si en el ánimo de los negociadores existía ese convencimiento, y todo hacía indicar que favorecían un arreglo con el FMI como fórmula para hacer frente a la situación económica y financiera del país y del Gobierno, cabía esperar que entonces se adoptaran medi- das para llegar a esa meta sin inconveniencias mayores que desper- taron más suspicacias en la población.

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Todas las medidas adoptadas de cierto tiempo hasta mediados de mayo parecían estar destinadas exclusivamente a rehabilitar la capacidad del Banco Central para atender las obligaciones del Esta- do con la banca internacional.

Si se cumplían los pronósticos oficiales, pudiera ser que en un plazo relativamente breve esas políticas económicas tuvieran como resultado, en efecto, un restablecimiento del crédito de la institución bancaria evitando, además, la quiebra general de la economía. No estaba claro, sin embargo, qué utilidad pudiera tener un Banco Central rehabilitado con el resto de instituciones en completo y virtual desahucio.

Los programadores oficiales parecían pasar por alto en todo esto un elemento fundamental, digno de ser considerado con cierto detenimiento: la tendencia, por ejemplo, de depositar en la actividad privada de la economía la mayor parte de la responsabilidad por la situación de crisis y escasez que padecía la nación. A fin de atraerle simpatías a esta tesis, tan audaz como peregrina, solía simplificarse la cuestión reduciendo el marco de dicha responsabilidad al afán de lucro de unos cuantos empresarios “poderosos”. Y como ocurre que hay ese tipo de empresario, principalmente entre aquellos surgidos al amparo de la actividad proselitista, algunos de los cuales se encontraban entre los más prósperos, se trató de asumir con ello que gran parte o la totalidad de los problemas actuales eran reflejo de esa realidad.

Como por regla general, la mayoría de quienes muchas veces deciden en todos los órdenes de la vida nacional prefiere el empleo de sustitutos más o menos cómodos de la indagación y la experticia, como fundamentos y bases de sus juicios o conclusiones, teníamos pues que no resultó difícil la difusión de tales vaguedades como ex- plicación de cuánto ocurría en el área de la economía dominicana.

De manera que aceptada la validez de los sustitutos, mucha gente en el país daba por aceptado el hecho de que la raíz y causa de los problemas económicos y sociales radicaba en la exagerada e incontrolable vocación de lucro de unos cuantos comerciantes des- preciables. No se prestaba por ello atención al hecho esencial de que el origen y causa reales de su nacimiento y permanencia estribaban, por el contrario, en equivocadas y demagógicas políticas fiscales que únicamente servían a intereses partidarios exclusivistas y natural- mente a unos cuantos sectores asociados.

Dentro de esa línea, se observaba con asombro cómo todo un engranaje de planificación económica, que gravitaba poderosamente sobre el comportamiento de la economía nacional, se sustentara en tales premisas falsas. Y lo que era peor, cómo su objetivo, pueril podríamos decir, se concentraba en consolidar casi exclusivamente el crédito de una institución como el Banco Central, en detrimento del porvenir de todo el resto de la actividad económica.

No hay dudas de que un Banco Central fuerte con amplio crédito y reputación internacionales, es un factor importante para el desarrollo económico nacional. Pero la idea de sustentar todo el proceso de recuperación y reactivación económica del país, sobre esa base, obedecía a un enfoque parcial y muy restringido de nues- tros males y posibilidades.

De qué servía, en efecto, un sólido Banco Central y una moneda relativamente estable, si todo eso se lograba sobre las cenizas de lo que una vez pudo ser una industria y un comercio prometedores, una clase media empobrecida y una total marginación de aquellos inmensos estratos de población que nuestros políticos suelen llamar de cuando en cuando “las masas irredentas”.

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En la última semana de mayo, el presidente Jorge Blanco anunció su decisión de reunirse con la oposición. El anuncio fue bien recibido por la generalidad de los medios. El país necesitaba cierto grado de conciliación política y en esa línea la decisión del presidente Jorge Blanco de reunirse con dirigentes opositores en la búsqueda de un consenso para enfrentar la crisis económica fue atinada. Sin embargo, fue inútil al marginar a sus dos principales líderes, los expresidentes Joaquín Balaguer y Juan Bosch, como ocurrió.

Ningún esfuerzo de esa naturaleza debía ser excluyente y en ese caso estuvo de antemano condenado al fracaso porque los contactos presidenciales se limitaron a dirigentes carentes de la capacidad de maniobra y decisión como para ayudar a encaminar proyectos e iniciativas gubernamentales. Balaguer y Bosch lideraban partidos con fuerte representación congresual y evidentemente eran quienes orientaban a la oposición. Pasarlos por alto en las circunstancias de entonces, como a la postre sucedió, solo contribuyó a restarle peso a toda iniciativa oficial dirigida al logro de alguna suerte de convenio nacional que tuviera por meta una salida de compromiso a la crisis, descrita por el propio Gobierno como la más grave de cuantas pa- deciera el país en los últimos años.

La posibilidad de que una idea tan prometedora como la anun- ciada por el Presidente, se empantanase en sus propios inicios a causa de lo que era un prejuicio enraizado en el temor a reconocer a dos grupos de oposición, o propiamente a dos líderes nacionales, un poder e influencia que incuestionablemente tenían en el plano político y social dominicano.

En todo caso, reuniones a ese nivel entrañaban más riesgos para los dos exmandatarios que para el propio Jorge Blanco. La crisis adquiría proporciones dramáticas y no se oteaban soluciones en el firmamento, por lo menos a corto plazo. De hecho, si las hubiera y fuera posible llegar a ellas, el Gobierno no estuviera en la búsqueda de consensos o apoyos extrapartido.

Una solución sobre la base de un compromiso Gobierno-oposición proporcionaría más méritos políticos al primero. En cambio, la eventual renuencia de los líderes opositores a la invitación presi- dencial pudiera dejar a estos sin excusas en la eventualidad de una solución o, en el peor de los casos, de una agudización de los problemas. Era evidente, sin embargo, que la exclusión de las dos importantes figuras públicas en el anuncio original de la Presidencia, les dio la oportunidad de desatenderse de algo que, a fuerza de los hechos, no arrojaría más resultados que la impresión en el público de que el jefe del Estado agotaba todos los recursos disponibles en la búsqueda de remedios a la crisis.

Ante la gravedad de la crisis, por su propio esfuerzo era poco probable que el Gobierno encontrara un camino adecuado. Por todo el largo y espinoso trayecto iniciado el 16 de agosto de 1982, cuando asumió el poder la administración Jorge Blanco, el partido en el poder no fue el mejor de sus aliados. Así, pues, uno de los errores tácticos del Gobierno era su insistencia en mantener las apariencias de regir a la nación con un pie en el Palacio Nacional y otro en el PRD. El sectarismo reducía precariamente su campo de ma- niobra política, mermando en la misma proporción su capacidad para aportar, dentro de tantas limitaciones de recursos, respuestas adecuadas a los problemas nacionales.

Si no fuera excluyente, la iniciativa presidencial de reunirse con la oposición pudo ser un buen paso hacia la búsqueda de solu- ciones de compromiso a muchos de los problemas que aquejaban y paralizaban a la nación. Pero esos encuentros nunca se dieron.

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De entre todas las alternativas a las que podía echar manos el país a finales de mayo y los meses siguientes, la del Fondo Monetario Internacional ofrecía mejores perspectivas. El Acuerdo de Facilidad Ampliada, cuyas negociaciones se encontraban suspendi- das, pudo ser firmado hacía tiempo. Eso le hubiera evitado al país mucha incertidumbre y esperas ansiosas e interminables.

La firma de ese acuerdo conllevaba un alto costo político. Pero la creencia de que el negarse a aceptar las condiciones planteadas por el FMI lo evitarían, era un espejismo como tantos otros que han dominado el quehacer económico y político de los años anteriores. Se decía, por ejemplo, que la interrupción de las negociacio- nes, cuando estaban ya en su etapa final, dejarían sin efecto la renegociación de la deuda externa con la banca privada internacional. Esto implicaba que el país fuera obligado a pagar de inmediato más de 500 millones de dólares a un conjunto de acreedores extranjeros que, al declararse a la nación en quiebra por la imposibilidad de ha- cer frente a tal responsabilidad, buscarían todos los medios posibles para recobrar su dinero.

Así correrían riesgos de embargo o confiscación todos los bie- nes dominicanos en el exterior, incluyendo los aviones de la CDA, los embarques de oro y el resto de las exportaciones.

Otras consecuencias derivadas de un rompimiento de las negociaciones con el FMI, que por fortuna solo estaban suspendidas, eran la posible anulación de los préstamos concertados con el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y los créditos aprobados por el Gobierno de los Estados Unidos al través de la PL480 y otros programas de ayuda.

Todo ello acarrearía graves problemas económicos y sociales con un enorme costo político. Si se agrega a ello el hecho de que tarde o temprano se haría necesario adoptar la tremenda decisión de traspasar las importaciones de hidrocarburos al mercado paralelo, porque la economía del país no resistía seguir un subsidio que alcanzaba los 500 millones de pesos anuales, se enfrentarían de todos modos a ese costo político tan temido. En lugar de un costo político serían dos: el resultado de las restricciones a que se verían obligados por efecto de la resistencia a aceptar un traspaso que a corto plazo será inevitable, y el que se derivará, de esta última y temida acción.

El Gobierno debió aceptar la realidad de que quedaban pocas alternativas y que un pronto arreglo con el FMI parecía ser la mejor o la menos impactante de las opciones. Ningún sector consciente del país, incluyendo los partidos de oposición, le negarían al Gobierno su respaldo en la eventualidad de una decisión de ese tipo. Había precedentes que permitían asegurarlo, pues en situaciones anteriores en que estuvieron en juego cuestiones de peso, aún acérrimos adversarios bajaron la guardia para si no apoyar a la administración, por lo menos reducir las dificultades políticas frente a las que debía desenvolverse.

No había razones para que a mediados de 1984 fuera distinto. El problema era saber si el Gobierno estaba dispuesto a asumir los costos enfrentando seriamente la realidad y ciñéndose, de una vez por todas, a las restricciones que por efecto de la gravedad de la si- tuación les ha impuesto a otros. Sólo así estaría el resto del país dis- puesto a cerrar filas en torno a él para hacer frente a las dificultades.

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El proyecto de la presa de Madrigal fue desde un principio un motivo de desacuerdo entre Jorge Blanco y Majluta y eso agravó las relaciones Gobierno-Partido. Jorge Blanco defendió personalmente el proyecto de Madrigal en la Cámara de Diputados. Pero su iniciativa, sin precedentes en la historia política reciente, implicó muchos riesgos, algunos de los cuales, en las circunstancias econó- micas de entonces tuvieron derivaciones perjudiciales a la imagen y crédito de la administración.

El Presidente dijo que no temía a los riesgos. Esa era una buena noticia para el país, porque la situación requería de ejecutorias que pusieran de lado cualquier temor a enfrentar sus probables consecuencias. Valía la pena reflexionar, sin embargo, si las eventuales ganancias del paso dado por el jefe del Estado al arriesgarse a un rechazo del Congreso, justificaban los riesgos políticos a que se ex- ponía en forma voluntaria a mediados de junio.

Las impresiones recogidas en la Cámara de Diputados no per- mitían predecir todavía si el discurso presidencial era lo suficientemente convincente y persuasivo para modificar las tendencias prevalecientes contrarias a la aprobación del proyecto de Madrigal. Esto no significaba necesariamente que el Presidente no ganara la partida. La cuestión que al parecer no se tomó en cuenta fue la de que aún en la eventualidad de una aprobación, todo el mérito no sería del mandatario.

Los líos internos del oficialismo, reflejados con sordidez en las relaciones Gobierno-Congreso, dejaron la llave de la solución de uno de los proyectos más importantes de la administración perredeísta como era el de Madrigal, en manos de la oposición. El caso era el siguiente: si prevalecían las rencillas partidarias, el Gobierno necesitaría del apoyo de los congresistas opositores para echar adelante a Madrigal. Tendríamos así que lo que podría haber sido una victoria total del oficialismo, en momentos de graves apuros económicos, se convertiría entonces en un triunfo compartido. Si la presa se daba finalmente en esas condiciones, el mérito será de ambos. Si fracasa el proyecto, le quedaría a la oposición el recurso de alegar que aún con su respaldo, le fue imposible al Gobierno del PRD llevar a cabo un proyecto de esa magnitud.

En cambio si la facción oficialista contraria al Presidente modificaba su actitud y daba sus votos para la aprobación, quedaría mal parada ante una parte de la opinión pública nacional, condicionada por sus propios argumentos contrarios a las virtudes del proyecto.

Esa posibilidad perjudicaría políticamente al partido en el poder, pues se sabe que el líder de esa facción, el presidente del Senado, Jacobo Majluta, era el candidato con mayores posibilidades hasta entonces dentro del perredeísmo. Todo eso conllevó a la pregunta de si bajo esas circunstancias valía la pena que el Presidente se sometiera a la tremenda prueba de un rechazo del Congreso a sus alegatos.

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En países de débiles instituciones y de escasa tradición democrática, los procesos de agudas crisis económicas conllevan por lo general retrocesos en materia de derechos humanos. Una serie de acontecimientos recientes mostraban a mediados de junio que en ese momento difícil, el país no constituía una excepción a esa regla. Los excesos de abril, la acción contra estaciones de radio y televi- sión y el arresto de ciudadanos sin ninguna justificación legal, eran evidencias palpables e irrefutables de una preocupante erosión en la imagen que se había logrado grabar al cabo de dieciocho años de ejercicio democrático.

El experimento dominicano nunca fue un modelo perfecto. En esa línea, las referencias periódicas de los líderes del partido en el poder a la existencia en la República Dominicana de un clima excepcional de libertades, no eran más que parte de una lógica partidaria, hasta cierto punto basada en realidades. Pero de manera al- guna constituían una interpretación fiel de los logros de un proceso sacudido en infinidad de oportunidades por nuestra propia incapa- cidad para adaptarnos a un sistema de real y efectiva democracia.

Sin embargo, era justo reconocer que con los años hubo avan- ces considerables en el campo del respeto a los derechos individuales y que algunas violaciones del pasado habían sido de hecho sepul- tadas. Por tanto, los márgenes de acción del abuso y la arbitrariedad se habían encogido en forma esperanzadora.

Por desgracia, todavía se detenía con extrema facilidad y bajo cualquier pretexto a ciudadanos, se les incomunicaba y se les mantenía en prisión o bajo arresto por tiempo legalmente injustificable, como para darse por entero satisfecho con el ritmo con que avanzaba la democracia dominicana en el campo de los derechos humanos.

El arresto reciente de decenas de personas, con el pretexto de un presunto complot para promover los disturbios de abril, sin la aportación formal de pruebas contra los acusados, era realmente preocupante. Lo fue todavía mucho más el confinamiento de algunos de ellos en solitarias y las denuncias publicadas sobre la práctica de brutalidad policíaca, situación que no se compadecía con el nivel de desarrollo democrático que se pretendía haber alcanzado.

Si una muestra bastaba, la descripción del presidente del Comité de Derechos Humanos, doctor Ramón Martínez Portorreal, respecto al trato recibido mientras estuvo bajo arresto sin que se le formularan cargos, ponía en entredicho toda razón esgrimida en favor de la existencia en el país de un estado formal de derecho. Todo eso sugería que todavía no se superaban aspectos sórdidos del pasado. Y que en el campo del sistema carcelario se estaba lejos de ser el ejemplo y modelo de democracia que se pretendía.

Mientras se matara, arrestara sin justificación o se golpeara im- punemente a las personas no podía hablarse de mejoría en la situación de los derechos civiles y por ende del ejercicio democrático. Y no estaba del todo demostrado que se hubiera podido superar todavía en 1984, ese lastre bochornoso de la dictadura.

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A finales de junio el anuncio de la compra de equipos militares, agitó el ambiente político. El secretario de las Fuerzas Armadas, teniente general Ramiro Matos González, informó en un programa de televisión de la compra de aviones y unidades navales para reem- plazar modelos obsoletos con más de 30 años.

Salvo las circunstancias inusuales en que se produjo el anuncio, la noticia no debía causar ninguna extrañeza. Uno de los temas preferidos del debate político nacional en los últimos años, había sido el de la necesidad de “institucionalizar” a los cuerpos castren- ses y elevar su nivel de profesionalización como una garantía sólida del proceso de democratización. A despecho de la crítica situación económica nacional, era evidente que todo intento real de “institucionalización” y “profesionalización” de las Fuerzas Armadas dominicanas solo era efectivo y posible en la medida en que se pudiera asegurar su modernización, a través de la compra de equipo nuevo y la aplicación de métodos científicos y novedosos de tácticas y estrategias militares. De manera que un Ejército moderno, democrático, institucional y profesional, garante del proceso político pluralista, requería la necesidad de dotarlo de los elementos indispensables con que asumir tan difícil y patriótica tarea.

Sería utópico pretender, a corto o mediano plazos, propiciar una verdadera y efectiva profesionalización de las Fuerzas Armadas del país, perpetuando su marginación de los adelantos militares. Ningún ejército mal dotado o preparado conserva la moral alta. Y esto era de suma importancia para asegurar un justo papel a esas fuerzas dentro del proceso de institucionalización nacional. La na- ción estaba sometida, además, a muchas amenazas externas, que solo podrían enfrentarse adecuadamente con un ejército moderno, con capacidad técnica y aceptable nivel de preparación académica y militar, lo que no era posible con suministros inapropiados y un equipamiento bélico obsoleto.

En momentos en que todos los países prestaban especial atención a la modernización de sus cuerpos militares, podía ser un error cuestionar la inaplazable necesidad de reequipar, en la medida en que fuera posible, a los diferentes cuerpos armados de la nación. Mantener un ejército mal equipado sería, de todas formas, peor a no poseer ninguno, pues significaría un gasto innecesario.

El hecho de que compartimos una isla y que por la misma razón que otras naciones del área han rehabilitado sus equipos militares, se debía hacer otro tanto. Esos eran los argumentos del general Matos González al justificar el rearme del país. Los aviones P-51 ya no eran suficientes para garantizar la seguridad de las fronteras te- rrestres y marítimas dominicanas y lo mismo decía de las unidades de la Marina de Guerra.

Quizá no fuera ese el mejor momento para invertir fuertes sumas de dinero en la compra de armamento y equipo militar, podía aducirse con cierto sentido de la lógica. Pero si no se hacía nunca existirá el momento oportuno o conveniente para hacerlo. Siempre podrán argüirse razones contra una inversión de esa naturaleza, en un país con tantas necesidades materiales.

Sin embargo, era imposible fijarle un precio a la seguridad nacional y si el país reconocía la importancia del proceso de vida política y asignaba a las Fuerzas Armadas el justo lugar que le correspondía, debía admitir que más tarde o más temprano se impondrá una modernización total y absoluta de esas fuerzas. Porque en definitiva no es posible un proceso de democratización e institucionalización nacional estable y permanente, marginando a una institución, que como las Fuerzass Armadas, está llamada a representar un impor- tante papel, aunque no deliberativo.

En lo que a mí concernía estaba plenamente convencido de que solo mediante esa modernización podría alcanzarse la anhelada profesionalización militar que terminará marginando de una vez por todas a esos cuerpos de la actividad política partidaria.

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La posición de la Iglesia Católica sobre los acontecimientos más recientes, fue fijada por el arzobispo de Santo Domingo, monseñor Nicolás de Jesús López Rodríguez, el 26 de junio. Si era grave la situación, dijo el prelado, era peor la aparente ausencia de salidas inmediatas y confiables a la problemática económica y social y mayor aún la carencia de una férrea voluntad nacional capaz de aglutinar a la nación y reencauzarla por un camino apropiado.

En otras palabras, se carecía de condiciones o de vocación para asumir esa tarea patriótica. No se trataba de liderazgo individual, si no en la falta de propósitos comunes donde se alimentaba la crisis. Nadie había tratado en público la relevancia de este asunto con la claridad, sinceridad y honradez intelectual con que lo hizo monse- ñor López Rodríguez, al hablar en un desayuno del Club de Corres- ponsales de Prensa Extranjera, Inc.

Lo que propuso monseñor López Rodríguez fue un gran diálogo nacional, para diligenciar por medio del consenso lo que no se lograba a través de las diferencias. No debía bastarles a los políticos y a otros líderes con decirle al país que marchamos por una ruta equivocada. Era preciso indicar el sendero correcto.

Esa era una responsabilidad que los dominicanos, en su mayoría, no hemos sabido comprender, dijo. Gran parte de las energías y recursos de los grupos organizados se diluían en vanas e inútiles tareas que no comportaban nada y que, en el caso del oficialismo, dejaban una impresión ingrata en la opinión pública nacional res- pecto a las posibilidades del proselitismo político. El país arribó a un punto en que precisaba de la madurez de algunos de sus dirigen- tes. Nuestro problema estribaba, precisamente, en que a una crisis madura oponemos actitudes de adolescentes.

Tras llamar a la reflexión, monseñor López Rodríguez formuló un reto a los políticos. Aun cuando no fuera ésta su intención, les recordó una misión ineludible. El pueblo esperaba de ellos algo más que muestras de su enorme capacidad para el debate en el plano estricto de la retórica superflua.

La sustancia en el fondo del llamamiento pastoral del prelado católico fue la de que había llegado el momento en que aquellos que aspiraban a dirigir políticamente a la nación, se dieran cuenta de que el diálogo era la vía adecuada y de que muchas veces se pre- cisa de más valor, moral e intelectual, para la conciliación que para la intransigencia.

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Las condiciones económicas del país imponían en julio una racionalización del gasto público y una estricta disciplina fiscal. Pero el Fondo Monetario Internacional (FMI) debía, a su vez, evaluar sus exigencias. El país difícilmente podía cumplir con sus obligaciones internacionales y encaminar programas de desarrollo económico y social, por tanto tiempo postergados, si no se lograban ambas cosas. Aunque el problema de la deuda externa era una de las causantes principales de la crisis se transformó de problema meramente eco- nómico en conflicto político.

Como bien expusiera el ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, Isidro Morales Paul, en su visita al país, una cosa era el análisis frío de un burócrata del organismo internacional sobre las estadísticas de los países en desarrollo del Tercer Mundo y otra el convencimiento de los líderes de esas naciones de que las duras recomendaciones del FMI podrían resultar socialmente más catas- tróficas que los males que se intentan corregir.

Existía la imperativa necesidad de conciliar los intereses de la banca internacional con las posibilidades de pago de las naciones deudoras. De otra manera estas no podrán hacer frente a sus compromisos y conllevaría a una quiebra, moral y financiera, de todo el sistema de cooperación internacional que ha prevalecido en todo el período de postguerra, a partir de mediados de la década de los 40.

La preservación de esos mecanismos eran vitales no solo para la supervivencia de los bancos y otros acreedores, sino también para los propios deudores, porque los países en desarrollo como la Repú- blica Dominicana, no pueden prescindir de las fuentes de financia- miento existente y sus necesidades de crecimiento económico y social precisan de la inyección de un flujo constante de recursos. De manera que un acuerdo sobre la manera de armonizar los intereses de la banca con las posibilidades reales de pago y los requerimien- tos de mayores nutrientes de recursos de las naciones deudoras, era cuestión vital del más alto valor para ambas partes.

Sin embargo, muchas de las condiciones impuestas por el FMI para ayudar a los países en desarrollo a enfrentar sus problemas de balanza de pagos y deuda externa, resultaban impracticables. En algunos casos, conducían a situaciones volcánicas, detonante de esa poderosa bomba social que significa en la mayoría de las naciones del Tercer Mundo, las enormes barreras entre pequeñas elites detentadoras de la mayor parte de la riqueza nacional y las vastas masas de población marginadas, desprovistas de empleos seguros y bien remunerados, sobre las que usualmente gravitan con mayor rigor los ajustes exigidos.

La necesidad de plantear al FMI estas realidades no le restaba validez a la creencia de que, en un plano del dominio de la voluntad nacional, el sector público debía ceñirse a las crudas limitaciones que imponían los tiempos, cortando el gasto corriente y estableci- miento controles estrictos y efectivos en toda la esfera fiscal.

Con ello aumentaría su autoridad moral para negociar con los acreedores y reclamarle al país los sacrificios necesarios para encarar la crisis.

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Los precios de las medicinas dominaron parte del debate en los meses siguientes, en los que además siguió agravándose el conflicto Gobierno-PRD. Las autoridades se resistieron a adoptar medidas para reducir los precios de las medicinas que continuaron aumentando. Este hecho constituyó uno de los factores de mayor intran- quilidad y descontento social, porque familias con ingresos de entre $300 y $500 mensuales, pagaban hasta $75 y $100 por un frasco de un medicamento para menos de una semana de consumo.

En buena medida, el encarecimiento de las medicinas se debía al alza en el nivel de la prima del dólar y el traspaso de estas importaciones al mercado paralelo de divisas. Pero también, en muy alta proporción, al impuesto advalorem sobre esa misma prima que se cobraba en las aduanas a las medicinas importadas. Otras medidas de carácter interno, como el Impuesto a las Transferencias de Bienes Industrializados (ITBI), se reflejaron negativamente por igual en los precios de venta de las medicinas al público.

Si las autoridades no podían continuar subsidiando la impor- tación de muchas líneas de medicamentos, entregando dólares a la par a las casas distribuidoras e importadoras, ya sea porque así se lo exigía el Fondo Monetario Internacional (FMI), con el que al final de cuentas no se llegaba a nada, o la falta de divisas para hacerlo, disponían de otros medios efectivos para influir sobre los niveles de precios al consumidor.

El suministro de medicamentos es parte integral de todo buen programa de salud pública. Si a los deficientes servicios hospita- larios y los costosos servicios médicos privados, se agrega una de- formación completa del abastecimiento de los medicamentos, en- tonces habría que esperar un empeoramiento del cuadro social en sentido general, con penosas consecuencias tal vez imposibles de predecir. Para un Gobierno y un partido populistas este asunto de- bía tener la mayor de las prioridades y gestionársele una solución urgente y efectiva. Sin embargo, una salida matizada únicamente por consideraciones de orden partidista, solo contribuyó a agravar el problema. Nada se lograba, por ejemplo, con una intervención más acentuada del Estado en el negocio, lo que afectaría los siste- mas normales de comercialización perjudicando intereses legítimos ya establecidos de larga tradición y experiencia en esos menesteres.

Valía la pena considerar la posibilidad de mejorar la situación con medidas que influyeran en una rebaja de los precios de las medicinas importadas, ya sea por medio de la eliminación del ad-valorem o algún tipo de cambio preferencial para este sector, en aras de la salud del pueblo dominicano y, por ende, de su propia estabi- lidad social y política.

Otra posibilidad pudo ser la creación de condiciones efectivas para la fabricación en el país de numerosas líneas de medicamentos que se importaban, a través de incentivos especiales o de una aplicación preferencial del ITBI, impuesto que tenía un efecto inflacionario demoledor sobre todo el cuadro económico nacional.

Al final de cuentas, ¿qué significa para el país que el Estado dejara de percibir ciertas sumas provenientes de impuestos, si éstas apenas servían para alimentar una burocracia incapaz y corrupta que crecía sin cesar y diariamente extendía sus tentáculos de pulpo sobre la economía?

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Sin necesidad de establecer en qué momento o quien empezó el enfrentamiento, porque de todas maneras nada de eso importaba, la verdad era que la crisis hubiese sido más llevadera para el Gobierno con el respaldo pleno de su partido, el Revolucionario Dominicano. A la administración instalada en el Palacio Nacional el 16 de agosto de 1982, se le hizo más difícil la tarea de aplicar remedios drásticos a los males económicos y sociales del país por el vacío encontrado entre sus propios compañeros de lucha.

No pretendo que por el solo hecho de tener el régimen el apo- yo total del partido, las cosas hubiesen marchado a la perfección. Pero es evidente que en algunos casos en que esa ausencia de respaldo se hizo notoria, los resultados hubiesen sido diferentes si la lucha de tendencia no alcanzara los niveles de temperatura que tuvo, en momentos en que precisamente el país por las características de la crisis, necesitó de coherencia y unidad de propósitos al más alto nivel político.

Con todo y que existían quejas acerca de la forma en que la oposición criticó a veces la marcha del Gobierno, del más acérrimo adversario político del PRD apenas había salido contra la administración una décima parte de lo que los mismos perredeístas decían sobre el Gobierno y la gente que lo formaban.

El partido en el poder, a lo largo de sus seis años de mandato, proyectaba una pésima imagen. Se le consideró falto de un gran propósito nacional. En tiempos difíciles, eso era fatal para un partido y un país.

Pudiera ser que el recrudecimiento de la “lucha de tendencias”, que tantas energías, tiempo y recursos exigían al partido y a la nación, se alimentara en un error de cálculo. Por ejemplo, que muchos partidarios de la facción contraria al régimen, favorecieran el distanciamiento en la creencia de que así las posibilidades de pagar una parte del fracaso administrativo se diluyera o desapareciera.

Eso pudo valer para algunos círculos de oposición, en especial aquellos siempre dispuestos a respaldar, sin tomar en cuenta programas o ideologías, a quien más propenso esté a preservar sus privilegios o intereses. Sin embargo, poco contaba para el gran resto del electorado nacional, que se manifestaba diariamente en la calle, cuando iba de compra a los supermercados o pulperías, abordaba un auto del transporte público o quedaba sin empleo por efecto de la crisis.

El error fundamental de la gente de Jacobo Majluta, por ejemplo, era creer que por su abierta actitud de desafío y oposición a su régimen, se liberaba por completo de responsabilidad ante el electorado. Olvidaban que los dominicanos que votaron por Salvador Jorge Blanco a la Presidencia de la Republica lo hicieron al mismo tiempo por él para el Senado de la Republica. Y que los cientos de miles de votantes que favorecieron las aspiraciones de ambos vota- ron por la fórmula electoral propuesta por un partido, que unió la suerte de los dos en una sola boleta.

Con todo y que la rivalidad del oficialismo alcanzó niveles sorprendentes, las posibilidades electorales de Majluta dependían mucho de los resultados de la administración. Lo único que lo desli- garía por completo es su postulación por otra fuerza política, como epílogo de un rompimiento eventual con el PRD. En el resto del año, tal posibilidad parecía tener sentido, en especial si llegara a imponerse la tendencia que favorecía una nominación presidencial del síndico José Francisco Peña Gómez.

En medio de las más agudas rivalidades internas transcurrieron los cinco meses finales del 1984.

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