Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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Capítulo XV
1984
Vendrán cosas peores
Al comenzar el 1984, una de las tareas más importantes que tenía el Gobierno era la de evitar que el país perdiera por completo la fe en su capacidad para abordar los problemas nacionales. En la medida en que tuviera éxito en lograr esa meta, superaría las dificultades de un año cuajado de pronósticos sombríos.
No debía confundirse la tan necesaria fe en nuestras propias fuerzas y habilidades, con la creación de falsas expectativas. Con frecuencia, los gobiernos pierden la noción de uno y otro concepto y tienden a alentar esperanzas allí donde la razón y el pragmatismo sugieren prudencia y sobriedad. En enero de 1984, era difícil con- vencer al país de que ese año representaba algo más que no fueran retos y estrecheces. La propia retórica oficial, cualquiera que haya sido su propósito, conducía a ello.
Visto en retrospectiva, lejos de constituir un escollo era, sin lugar a objeciones, una ventaja que las autoridades debían aprovechar para reencausar a la nación por senderos menos espinosos en el campo de la economía y el desarrollo social. Un país consciente de sus limitaciones no es necesariamente un conglomerado inmerso en el pesimismo. Las olas periódicas de optimismo exagerado que el proselitismo político promueve con tanto entusiasmo para sacar partido a plazos, después debe pagarlas la nación a un costo dolorosamente alto.
Muy pocos dominicanos creían que el 1984 sería mejor, en algún sentido, que el año anterior. Si el Gobierno aceptaba esa rea- lidad, se aseguraba un primer paso seguro y firme por el camino correcto. Pero ese no fue el caso.
La generalidad de los hombres y mujeres conscientes del país parecía convencido de que las pocas disponibilidades en moneda fuerte, unido a las pobres proyecciones de los mercados internacionales de nuestros productos en constante descenso, no ofrecían perspectivas lisonjeras. El país encaraba, además, las gravosas obligaciones de una deuda externa superior a su capacidad para hacerle frente sin problemas, y que la irresponsabilidad en el manejo de los asuntos públicos hipertrofió en el breve interregno de una adminis- tración.
La mejor de las consignas que podía esgrimir el Gobierno en esa hora de incertidumbre nacional era la de ajustarse a las restricciones que las condiciones económicas imponían. A pesar del costo político, la tarea podría resultarle sencilla a una administración for- mada por un grupo de hombres que juró que la reelección era uno de los males históricos de nuestra sociedad que debía quedar atrás.
Solo que era necesario predicar mucho más con el ejemplo. En demasiadas oportunidades, el país ha tenido la sensación de que los estandartes que blanden para consumo público, no son correspondidos con actitudes políticas capaces de crear esa fe indispensable en la capacidad de quienes dirigen para asumir las graves responsabilidades que exige cada momento.
La austeridad, por ejemplo, fue un concepto vacío para muchos dominicanos que veían demasiado boato y ostentación en ciertos predios oficiales. El país no pondría mucha resistencia a los sacrificios y restricciones que habrán de agregársele en 1984 a los que ya padecía, mientras esté convencido de que los de arriba, los que agarran esas consignas como banderas políticas, se sometan también a ellos como demandaban las circunstancias.
Como llegó a tener dudas acerca de esto, la tarea del Gobierno se hizo más difícil todavía.
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El 2 de enero, la divulgación por el Gobierno de un documento contentivo de los planteamientos del Fondo Monetario Internacional (FMI) contribuyó a despejar dudas con respecto a los términos de las negociaciones con ese organismo, pero no todas. Las informaciones ahora disponibles permitieron cuanto menos es- tablecer qué objetivos perseguía el Fondo de las autoridades domi- nicanas. No bastaron, sin embargo, para determinar hacia dónde esas exigencias conducían.
Como el país estaba atado a tales negociaciones, para entre otras cosas preservar las condiciones no muy favorables de una re- negociación parcial de la deuda externa, no se tenían muchas alternativas. El presidente Salvador Jorge Blanco reiteró que el Gobierno conduciría el resto de las negociaciones tomando en cuenta “el interés nacional”. La cuestión, empero, no radicaba ahí. A despecho de cuanta vocación exhibiera el Gobierno para defender los intereses dominicanos y establecer clara y definidamente los límites de la intervención del FMI en la economía nacional, era obvio que las condiciones de insolvencia en que se encontraba el sector externo de la economía no ofrecían muchas opciones. Por más que se in- sistiera en pasar por alto algunos de los planteamientos del FMI, el Gobierno tenía que ceder a la mayor parte de ellos, tal como ocurrió en 1983.
El elemento más intranquilizante fue, no obstante, la información de que el FMI no parecía del todo satisfecho con los resultados del primer año de aplicación del llamado Acuerdo de Facilidad Ampliada y que esperaba mayores restricciones y reajustes económicos por parte del Gobierno. Todo conducía a la conclusión de que el año sería de limitaciones y que una gran mayoría de dominicanos, en especial aquellos de ingresos fijos y de clase media, deberían so- meterse a privaciones adicionales, gravosas en extremo.
Las condiciones del FMI dejaron al Gobierno en libertad de poder emprender programas de desarrollo económico y social y que, al mismo tiempo, aspirara a progresos en el campo de la producción agropecuaria. La transferencia de la casi totalidad de las importaciones al Mercado Paralelo de Divisas, aumentaron las reservas monetarias del Banco Central y mejoraron así su capacidad para afrontar responsabilidades internacionales, pero dispararon los niveles de inflación.
La economía dominicana carecía de la flexibilidad para adap- tarse a los ajustes indispensables a fin de que el impacto de esa transferencia no alterara, en proporciones inmanejables el costo de la vida, ya difícil de asimilar para grandes segmentos de la población. Había que admitir, por ende, que el 1984 no fue un año fácil y que el país requerió de todos sus recursos y capacidad de constreñimiento para ceñirse a las imposiciones que tuvo necesariamente que aceptar el Gobierno.
Aunque al parecer existía cierto consenso nacional, no bastaba para que sus consecuencias libraran de problemas a la administración. Por eso se imponían demostraciones públicas y reiterativas de que las autoridades serían las primeras conscientes en que los sacrifi- cios vendrán primero en casa. Cabría esperar, por tanto, una reduc- ción del gasto público no prioritario o superfluo. Quizá la primera señal de que el sector oficial entendía la situación y se adaptaba a ello sea aceptando recortes a su propio proyecto de presupuesto. Mucha gente tenía la impresión de que el monto y proyecciones propuestos al Congreso no tomaron en cuenta las realidades nacionales.
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Sintiéndose olvidado por el Gobierno, el síndico José Francisco Peña Gómez pronunció en la primera semana de enero, una larga
letanía acerca de la interacción que, según él, existía entre la demo- cracia y el sosiego nacionales, por una parte, y el éxito de su gestión al frente del Ayuntamiento del Distrito, por la otra. Se quejó de la exclusión en el proyecto de Ley de Gastos Públicos sometido al Congreso por el Poder Ejecutivo, de partidas presupuestarias especiales para atender problemas urgentes del Cabildo, como el arreglo de calles y la construcción de otras obras municipales.
Inexplicablemente, razonaba el “máximo líder” del partido en el poder, el Gobierno que él hizo posible -y que duélale o no a sus adversarios celosos de sus triunfos internacionales- ha apuntalado en el exterior con su carisma y prestigio, no tomó en cuenta la importancia que su victoria personal tenía para el futuro del partido. Parecería como si se olvidara el Gobierno que si él, a quien las masas veneraban y seguían dócilmente, no alcanzaba a satisfacer las expectativas populares desde el Ayuntamiento, las perspectivas electorales del oficialismo en 1986 serán escasas y el país podría verse arrastra- do al desorden social.
Dejando a un lado el ejercicio de autoapreciación que implicó el razonamiento del líder perredeísta, y haciendo un poco de histo- ria, habría que convenir que el Síndico incurría en contradicciones. Las circunstancias que rodearon su gestión eran particularmente difíciles, contrarias a las que él mismo dibujara, magnificando la importancia de la ayuda internacional recibida por el Ayuntamien- to de sus amigos socialdemócratas europeos y latinoamericanos, o la sinceridad no era, definitivamente una de sus virtudes políticas.
Peña Gómez prestaba, por ejemplo, más relevancia a lo que los resultados de su administración significaban para el PRD -y para su propio porvenir en la política, naturalmente-, que lo que ella pudiera representar, en términos de realizaciones materiales, para los residentes en el Distrito. No habló de la necesidad de socorrer a la población por los problemas que la agobiaban, y que el Cabildo no resolvía, sino del peligro de que un eventual fracaso suyo destruyera las posibilidades del partido de permanecer más allá del 16 de agosto de 1986 en el Palacio Nacional.
Podría llegarse a la conclusión, sin muchos esfuerzos, que las prioridades del síndico del Distrito eran diferentes a las de la ma- yoría de la población, que esperaba de él acciones concretas en la dirección de los asuntos administrativos de la ciudad. Su queja consistía que se ignoraran en las partidas presupuestarias necesida- des perentorias del Ayuntamiento del Distrito y se consignaran sumas elevadas para un municipio del interior, porque era ahí donde estaba la fuerza del perredeísmo y donde, finalmente, se decidía la suerte política de los partidos.
Sin necesidad de analizar los elementos discriminatorios implícitos en este razonamiento, su protesta contradijo todo un historial de prédica político-social que proyectó a Peña Gómez durante años, como un crítico penetrante de la tendencia a concentrar todo el esfuerzo gubernamental en la capital y otras grandes ciudades, en detrimento del desarrollo del resto de la nación.
Sin embargo y pese a su pretensión, ni la democracia dominicana ni la estabilidad política y social del país estaban sujetas a los resultados de su gestión como síndico del Distrito. Todo lo que estaba allí en juego era su propio prestigio como político y su capa- cidad para administrar los bienes y los asuntos públicos. Que ello afectara o no las posibilidades electorales del PRD no era cuestión, en esos momentos de crisis nacional, del mayor interés para la ge- neralidad de la gente.
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A mediados de enero, Jorge Blanco asistió a una cumbre presi- dencial en Quito, capital de Ecuador. El documento aprobado en esa conferencia resumió la preocupación de los gobiernos latinoa- mericanos y caribeños por los efectos internos de la deuda externa y un creciente deterioro de los términos de intercambio. Subrayó también la voluntad política de esos gobiernos de gestionar condiciones más flexibles para el pago de las obligaciones contraídas al través del endeudamiento.
Al advertir que las exigencias particularmente duras planteadas por los acreedores, podría a la postre provocar un desmoronamiento del sistema financiero internacional, el texto final interpretó fiel y correctamente la situación que atravesaba la República Domini- cana.
Porque a despecho del excesivo monto de la deuda externa que alcanzaba en conjunto más de 325,000 millones de dólares, los países de América Latina y el Caribe, requerían de una creciente asistencia foránea para resolver los problemas del desarrollo, promover las exportaciones e incrementar la producción, como medios efecti- vos para encarar el desempleo y las desigualdades sociales existentes.
En sentido general, la declaración de Quito fue un documento realista, desprovisto de matices ideológicos y sectarismos, que en esos aspectos de la problemática continental constituyó un exce- lente punto de partida para la búsqueda de soluciones comunes a los problemas que les eran afines a la mayoría de los países del hemisferio.
Sin embargo, con la prisa natural a toda conferencia de unos cuantos días, el documento no profundizó en el origen y las causas de la mayor parte de esos problemas, con la idea de evitarlos en el futuro. El análisis de los factores casuísticos de la deuda externa y los déficits presupuestarios y la baja productividad, habría termina- do enjuiciando a los gobiernos.
Con honrosas salvedades, los temas abordados en Quito por varios jefes de Estado y representantes de todo el continente latinoamericano, fueron en buena parte herencia de años de desastrosas e irresponsables políticas gubernamentales. En el caso específico del país, las cargas de la deuda externa, la inflación, el debilitamiento del aparato productivo interno, el desempleo, los déficits presupuestarios, la burocracia excesiva y el deterioro de los servicios públicos, eran y son legados directos, casi monopólicos, del gigan- tismo estatal. Muchas de las limitaciones económicas nacionales de la América Latina surgían de un debilitamiento constante de sus términos de intercambio. Pero esa realidad no se daba únicamente en su trato comercial con el mundo industrializado. Los altos precios del petróleo contribuyeron a partir de 1973 a agravar esa situación. Por ejemplo, las relaciones del país con México y Venezuela, dos “hermanos” latinoamericanos y del Tercer Mundo, presentaban términos más perjudiciales que el de la mayor parte de los países con los cuales la República Dominicana mantenía un intercambio formal. Los precios del petróleo conferían al comercio con esas dos naciones características onerosas para el país. Con la sola probable excepción del Japón, el comercio dominicano con México y Vene- zuela presentaba los mayores desequilibrios, incluso superiores a los de cualquier época reciente en su trato con el mundo industriali- zado.
La Conferencia de Quito fue un esfuerzo por encontrar medios adecuados para enfrentar las dificultades de la región. Pero en lo referente a la deuda externa, el problema de la región era el fruto di- recto de gastos burocráticos desorbitados, erróneas e improvisadas políticas de planificación y, sobre todo, del escaso sentido del límite que exhibían los gobiernos de su propia capacidad. Nada ha resul- tado, en efecto, tan dañino a esos países como el intento, todavía en movimiento, de reemplazar la creatividad y el dinamismo de la iniciativa privada, por las decisiones de un poder central que en la práctica ha resultado históricamente desastroso. Este era el punto que los líderes reunidos en Quito no debieron pasar por alto.
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Cuando se juramentó en el cargo, el Presidente Salvador Jorge Blanco presentó al país una situación dramática de la economía diciendo que él y sus hombres tenían una receta apropiada para esos males. Un año y cinco meses después la confianza en la administra- ción como garante de la economía descendía aceleradamente.
El 16 de agosto de 1982, la gente presentía que las cosas no marchaban, que el conjunto de desatinos de una administración corrupta y carente de realizaciones, que le había precedido, se confabulaba para conducir al país a un abismo. Pero no se sentía al borde de él. En cambio, el país tenía en enero de 1984, la sensación de que bailoteaba precariamente al borde de ese abismo. Que un simple empujón le bastaría para caer en el fondo. La manera en que el peso perdía valor incrementaba el proceso de pérdida de fe en el futuro inmediato de la economía.
La crisis trascendía el marco físico de lo económico, debido a lo que algunos líderes nacionales describían como “falta de confianza”. De manera que para restablecer los asuntos se requería primero recuperar esa confianza. Era extremadamente importante para el país esa recuperación, porque era evidente que las medidas adoptadas con esos propósitos no daban resultados y muchas otras seguían la misma ruta. El Gobierno se resistía a un cambio de política. Pero tanto como una modificación de las directrices en el campo de la economía, se imponían algunas remociones en el equipo responsa- ble de llevar a cabo esas directrices.
Se creía imposible que aquellos que orientaban la economía, alejándola cada día de las metas trazadas, pudieran ya aportar so- luciones adecuadas. No era que fueran incapaces para hacerlo. Era que el país no tendría confianza en sus recetas, porque se hizo cargo de que el diagnóstico que ofrecieron estuvo equivocado desde un principio. Sería tonto pretender que un equipo nuevo de funciona- rios bastaría para solucionar la crisis, porque visto estaba que ella respondía en muchos de sus aspectos fundamentales a razones que escapaban a la voluntad y las decisiones del país. Pero una parte de la confianza perdida podría ser recuperada por esa vía.
Parecía tan precaria la situación, con el peso en su nivel más bajo de toda su historia, la producción en descenso y el desempleo en aumento, que un respiro de ese tipo, por muy temporal que re- sultara, sería ya una victoria, un tanto pírrica, pero en cierto modo alentadora.
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El 23 de enero se cumplió el plazo que el síndico les concedió a los vendedores ambulantes para retirar sus tarantines de las vías capitaleñas. La importancia de que Peña Gómez cumpliera su ame- naza de desalojarlos en esos momentos de crisis económica e incertidumbre en que operaban esos negocios, radicaba en determinar si los líderes políticos poseían entereza suficiente para hacer honor a sus compromisos con el electorado. Y José Francisco Peña Gómez hizo de su guerra con los tarantines una verdadera cruzada política personal.
Aunque el problema de los vendedores ambulantes carecía de trascendencia, en momentos en que otros asuntos, como la acumulación de basura, el deterioro de las calles y el descuido de las áreas verdes, cuestionaban la administración municipal, la preocupación del síndico no dejaba de ser interesante. En vista de que en oportu- nidades anteriores, se vio impedido de llevar a cabo su propósito de “liberar” a la ciudad de casetas ambulantes, existía expectación en torno a los resultados de esta nueva fase de su pequeña guerra con- tra esa gente. Como existía la creencia, un tanto expandida, de que muchos de esos negocios ambulantes eran propiedad de personas influyentes o íntimamente ligadas a militares, funcionarios o ami- gos de éstos, se le presentaba al síndico la oportunidad de demostrar que no existían barreras que su liderazgo fuera incapaz de perforar.
Su escaso éxito en desalojar a los dueños de tarantines había erosionado su imagen, forjada a través de años de victorias políticas acumuladas, ante cuyo influjo se dormían o se desvariaban las masas irredentas, que curiosamente conservaban esa condición no obstante dos administraciones consecutivas de su partido.
Lo que este asunto planteó a Peña Gómez era hasta cierto punto crucial. Si como jefe del Ayuntamiento le costara trabajo, y mucha retórica, resolver la reubicación de unos cuantos miles de vendedores ambulantes, cuál sería la suerte del país si él tuviera que decidir sobre cuestiones de mayor peso, digamos por caso, al frente del Gobierno.
Tal vez esta fuera la razón por la cual el síndico puso tanto em- peño en ese caso. Y quizá hasta justificara cualquier probable frustración provocada por su fracaso, hasta ahora, en lograr el objetivo de “limpiar” a Santo Domingo de casetas ambulantes.
Sin embargo, que tantos esfuerzos y vehemencias municipales no se orientaran a la solución de problemas capitales de la ciudad mientras se llenaba paulatinamente de basura, sus calles y avenidas se convertían en inmensos baches y desaparecían sus áreas verdes, conducían a la conclusión de que las autoridades edilicias o no co- nocían las prioridades o carecían del coraje necesario para enfren- tarlas.
A finales de enero, todo lo logrado por Peña Gómez en el asun- to inconcluso de los tarantines, fue ofrecer la impresión de poder demostrar a los sectores influyentes que en el ejercicio del poder él sabía en un momento dado hacia dónde se mueven las conveniencias.
Dentro de su aparente irrelevancia, sin embargo, la cuestión planteó embarazosas disyuntivas. Por un lado las presiones desde abajo, sensitivas a un político de extracción y militancia populista, y por el otro las que venían del ángulo opuesto del espectro social, igualmente importantes para quien había tejido a su alrededor fama de radical. Quizá ese conjunto de razones fuera la causa de que a despecho de las reiteradas amenazas de desalojo y la infinidad de plazos perentorios dados a los vendedores ambulantes, el “problema” de los tarantines persistiera por algún tiempo.
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El 28 de enero, el síndico del Distrito, liberó tramos de las avenidas Mella y Duarte de esa “amenaza social” que constituían los vendedores ambulantes, pero la ciudad estaba lejos de haberse salvado de los tarantines.
Para quienes pretendían ver en esta acción, casi de profilaxis social, como la definieran las autoridades municipales, solo un acto de fuerza contra grupos carentes de poder político o económico, valdría la pena recordar que ya el Síndico le había entrado a los po- derosos derribando verjas en el balneario de Boca Chica. A pesar de su confesada extracción popular, el síndico dio con los buhoneros demostración de que, contrario al pensar de mucha gente, él era capaz también de actuar contra los de abajo. Y para aquellos que dudaban de que no sería capaz de llevar a cabo su “promesa” de aca- bar con los vendedores ambulantes, fue interesante hacer notar que el uso de equipos pesados del Cabildo en la operación contra los tarantines, encerró la advertencia de que si el síndico no ha podido emplear eficazmente sus palas mecánicas en la recogida de basura, por lo menos era capaz de utilizarlas para desalojar a los buhoneros.
En caso de que se alegara en contra suya un empleo incorrecto de equipos, en su defensa podrá decirse siempre, o cuanto menos en este caso, que una subutilización es siempre preferible a una ocio- sidad completa. Al menos así se le evita el moho. Y en aras de su preocupación, casi obsesiva, por el ornato de la ciudad, inquietud que denotaba rasgos de evolución interesante en un dirigente más atento a cuestiones políticas como los problemas del Tercer Mundo y el proceso sandinista, era digno de comprobar si esa cruzada de “saneamiento” continuaría hasta ver a Santo Domingo completamente libre de tarantines, o se conformaría con los éxitos de las avenidas Mella y Duarte.
Era imposible regatearle al síndico el hecho de que frente a las realidades del poder, contrario a muchos otros dirigentes, sabía adaptarse a las circunstancias. Las contradicciones entre su postura de total preocupación por la suerte de los buhoneros, cuando se oponía a su desalojo mientras era un líder opositor, y la que ha adoptado ahora como Síndico, solo explicaban la naturaleza de la metamorfosis política que el ejercicio del poder le impuso.
Esa evolución, sin duda, parecía completa. Antes alegaba, para oponerse a acciones como las que ahora él mismo emprendiera, que no podían resolverse males sociales si antes no se atacaban sus causas. Para desalojar a los buhoneros, el Síndico no se detuvo en aquellos alegatos de que los vendedores ambulantes eran producto del medio social y que había que destruir las causas de su existencia antes que hacerlo responsables directos de los problemas que ellos con sus tarantines provocaban.
Nada de eso. Cuando fue necesario desalojarlos porque afeaban dos vías importantes de la ciudad, y eso molestaba a los turistas que traían dólares necesarios para la economía en crisis, los mismos argumentos que en el pasado se resistía a aceptar como válidos, simplemente envió las brigadas y sus palas mecánicas para hacerlo. Cuando no está de viaje, si había que actuar él actuaba. Por lo me- nos eso lo libraba de vez en cuando de las críticas tan comunes a las administraciones de su partido acusados frecuentemente de no hacerlo a tiempo.
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¿A quién le creo? La situación económica dominicana era tan complicada que ni los funcionarios responsables de guiarla coin- cidían en sus juicios. Así, en un mismo día, aparecieron el 23 de enero en la prensa pronósticos diametralmente opuestos respecto a las perspectivas económicas de la nación del secretario de Estado de Finanzas, José Rafael Abinader y del gobernador del Banco Central, Bernardo Vega los mas calificados funcionarios del área económica.
Mientras el primero vaticinaba una pronta recuperación por la vía de los beneficios inmediatos del Plan Reagan para la Cuenca del Caribe, el segundo advertía acerca de la inexistencia de soluciones a corto plazo. Este tipo de situación, curiosa si se quiere, sustenta por lo general la crítica de que no existían criterios definidos con respecto a qué se persiguía en el campo de la economía y la de cómo esa incoherencia era la causa de muchos de los problemas del país.
Era difícil encontrar, en efecto, puntos de coincidencia entre la idílica pero positiva afirmación del secretario José Rafael Abinader y la dramática realidad expuesta por el gobernador del Banco Central, Bernardo Vega. Y es todavía más aceptar que ambas fueran de dos de los más influyentes funcionarios económicos, directa e íntimamente comprometidos en las gestiones destinadas a presentar remedios a la crisis. En cambio sí pudiera explicar el por qué le resultaba tan cuesta arriba a los negociadores oficiales, arribar a una posición que permitiera al Gobierno concluir sus dilatadas pláticas con el Fondo Monetario Internacional (FMI), por cuya razón, lejos de dar soluciones contribuían a profundizar los problemas, por vía de la desconfianza y el temor que la ausencia de un acuerdo rápido planteaban. Cuanto permitía concluir en medio de esta confusión era que si los propios funcionarios económicos no presentaban puntos de vistas comunes sobre el alcance de la crisis sería poco probable pretenderlo del resto del país. Y era fácil de imaginar cuáles podían ser las derivaciones.
La impresión que dejaba en el ánimo público era desconso- ladora. Por lo general, la gente se siente inclinada a creer que los funcionarios, por más antipáticos que le resulten, poseen recursos para enfrentar situaciones frente a las cuales se siente ella impoten- te. Cuando adquiere otra noción de la capacidad de esos burócratas, comienza un proceso de erosión de la fe de la comunidad nacional en sus dirigentes.
Esos dos enfoques extremos de la realidad económica nacional -el de Abinader y el de Vega-, no eran, por lo tanto, tranquilizadores aportes a la comprensión popular de la crisis. Y mientras esa com- prensión no llegara a la generalidad del público, era difícil esperar el respaldo que las autoridades requerían para acometer la enorme tarea de enderezar la situación. Por lo demás, y mientras esos dos importantes y competentes funcionarios se ponían de acuerdo res- pecto a la verdadera realidad económica dominicana, cabía perfec- tamente aquí la expresión tantas veces escuchada en esas calles de Dios: “¿A quién le creo?”
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Cuando se analizaban los elementos de la crisis, no llegaba a entenderse la insistencia del Gobierno de Concentración Nacional en atribuirle tan solo influencia externa a la situación y eso apenas servía como consigna partidaria. Se admitía que elementos ajenos a la voluntad nacional incidían sobre el mal de nuestra economía. Pero también se aceptaba que esos factores habían estado presentes en la vida económica nacional con carácter permanente.
El empeoramiento de las tendencias económicas es mayor- mente el producto de políticas erradas, mala administración, falta de pulcritud en el manejo de fondos públicos y escasa visión de conjunto y del futuro por parte de quienes han tenido la responsabilidad, o la carencia absoluta de ella, de decidir la marcha del Estado en los últimos años. Los factores externos adversos que tan reiteradamente citaban como justificación de las enfermedades eco- nómicas los burócratas del Gobierno y los dirigentes del partido oficialista, no eran nuevos en la historia dominicana. El desequilibrio en los términos de intercambio constituía siempre un elemen- to restrictivo del desarrollo económico y social.
Los altos precios del petróleo, que el PRD vitoreó en 1973, mientras estaba en la oposición, como una reivindicación del Tercer Mundo y los cíclicos descensos de las cotizaciones de las materias primas y los renglones básicos de exportación del país, gravitaban penosamente sobre la economía desde antes de que el PRD asumie- ra el poder. Este disfrutó, en cambio, de alzas en los mercados que no se dieron en otros tiempos, como era el caso del oro y el café, y parcialmente el azúcar, durante las administraciones del Partido Reformista.
De manera que si bien las condiciones existentes en los mer- cados internacionales proyectaban una sombra en la economía dominicana, esta era solo parcial y estaba ahí por mucho tiempo. El problema tenía también otras causas distintas y mayores.
La calamidad que confrontaba el país, el viacrucis del peso, el encarecimiento de los artículos de consumo diario y esa amplia secuela de efectos que padecía la población, venían principalmente de los excesivos compromisos de una deuda externa superior a la capacidad nacional de pago.
El endeudamiento comenzó a constituir un problema real para la nación a partir del momento en que la administración de Antonio Guzmán, se valió de él casi como el único recurso para enfrentar las limitaciones de una economía pobre y en desarrollo. De las fuentes disponibles de financiamiento externo fue a la única que se acudió durante ese período constitucional transcurrido de 1978 a 1982.
El país debía destinar en 1984 una parte considerable de sus ingresos en divisas por concepto de comercio exterior para saldar sus obligaciones relacionadas con esa deuda, superior a los 1,600 millones de dólares. A causa de ello, el Gobierno se vio inducido a adoptar medidas restrictivas que repercutieron dramáticamente en el valor del dólar debido a su virtual desaparición del mercado.
No se crea, sin embargo, que todos los padecimientos de en- tonces eran herencia de aquella administración o de las que les precedieron. El Gobierno de Concentración Nacional encontró la casa en completo desorden, es cierto, pero fueron sus decisiones y polí- ticas las que terminaron por minar sus bases. Una de las conductas más censurables del Gobierno de Guzmán, la creación artificiosa de empleos en la administración pública que hipertrofió el gasto fiscal a niveles extravagantes, era imputable a su sucesor en una propor- ción igual o tal vez mayor, con los mismos resultados desastrosos.
No podía negarse el hecho de que la crisis económica mundial impactara desfavorablemente a la República Dominicana. Pero tampoco ignorarse que las dos administraciones perredeístas concatenaron esfuerzos, sin proponérselo tal vez, para apresurar la banca- rrota. El único punto en discusión era el de si esto había sido adrede, como sostenían algunos críticos, o por ausencia de capacidad o pragmatismo, a lo que se inclinaba la mayoría. Al final de cuentas los resultados hacían el debate irrelevante.
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En la última semana de enero, el conjunto de medidas adoptadas por la Junta Monetaria logró superar un impasse entre sus miembros, pero distó de haber planteado solución a la crisis económica. Tomadas en interés de forzar una baja en la carrera as- cendente de la prima del dólar, los primeros efectos la alejaron de ese propósito. Los días de la paridad, no obstante las seguridades presidenciales de que no habrá devaluación en el presente mandato constitucional, pertenecían ya al pasado.
La decisión de pasar las materias primas industriales al mercado paralelo, tuvo inexorablemente efectos inflacionarios adicionales muy elevados. Las autoridades, a pesar de su declarada intención de evitar que así fuera, carecían de los mecanismos y elementos para lograrlo. De manera que la prima del dólar seguía subiendo. A raíz del anuncio de las disposiciones de la Junta, tuve oportunidad de preguntar a un miembro del organismo si creía que las cotizaciones en el mercado paralelo se estabilizarían a los niveles de entonces, alrededor de 250 por ciento, a lo que me respondió: “Ojala se de- tenga en un tres por uno (300 por ciento)”.
La continua depreciación del peso, alentada por los criterios de política económica prevalecientes, influyeron decisivamente en los costos de vida. Las afirmaciones gubernamentales de que los niveles de inflación eran los más bajos de la América Latina, con la sola probable excepción de Cuba, no fue más que otro de esos malaba- rismos retóricos con que se intentó adormecer a la opinión pública para inocularle las “verdades oficiales”, que la realidad nacional rechazaba instintivamente.
Pretender que el agravamiento de las condiciones de vida, como resultado directo de la crisis económica, no se reflejara por tanto en acciones de masas era iluso. La semana anterior se produ- jeron los primeros indicios inquietantes de un período de agitación social, con una manifestación muy concurrida de protesta por el alza del costo de la vida.
Dentro de ese ilusionismo caía el fascinante juego de retórica de las autoridades económicas, las que no obstante proclamar a todos los vientos la existencia de una crisis, “la peor en 50 años”, se engañaban a sí misma en la creencia de que esa crisis no afectaba al pueblo dominicano con la misma intensidad de su fuerza interna. Las medidas adoptadas por la Junta Monetaria fueron el resultado de cinco días de sesiones que se prolongaron, en algunos casos, has- ta entrada noche. No fue lejana la fecha ese mismo año en que vol- verían a reunirse con idéntico propósito de encontrarle una salida a la crisis de la moneda y la economía, en sentido general. Aunque la predicción privada de uno de sus miembros de que “ojala” la prima se estabilice en un 300 por ciento, no permitió alentar muchas es- peranzas respecto a la marcha de la economía.
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En febrero, con el alza de los insumos, los costos del sector exportador tradicional aumentaron en una proporción mayor al de los precios del mercado de sus productos. La situación, que llevaba ya varios años, planteó una inquietante interrogante: ¿Podría sobrevivir por mucho tiempo?
Las penalidades del sector provenían no solamente de las tendencias depresivas del mercado internacional, sino también de las distorsiones introducidas por políticas y directrices monetarias y domesticas de otra índole, que obligaron a los productores a vender por debajo de sus costos de producción. Esas directrices nunca tomaron en cuenta el concepto esencial de la rentabilidad, indispen- sable a toda operación comercial e industrial, independientemente de su naturaleza e intensidad. Pero arrastraron a muchas empresas y actividades económicas a una situación de inestabilidad de reper- cusiones dramáticas en el desenvolvimiento económico general del país.
Se hablaba con insistencia ya en febrero de la posibilidad del cierre o paralización de algunas actividades dentro del sector. Lo curioso era que el sector público al parecer estaba consciente de las necesidades y calamidades de los exportadores tradicionales, que generaban la mayor parte de las divisas que ingresaban al país por vía del comercio exterior.
El hecho de que el Gobierno reconociera la necesidad de retribuir al sector exportador con parte de las divisas que producía, era prueba de que tenía conciencia de los problemas. Pero ese “reconocimiento” era insuficiente. Aun cuando se les entregaba a los exportadores el equivalente en pesos dominicanos de un 20 por ciento del monto de sus ventas al exterior, el nivel era considerablemente muy por debajo de sus requerimientos de importación de insumos y equipos, imprescindibles para el mantenimiento de índices de rendimiento vitales para su propia existencia.
Esta forma de “incentivo”, que inicialmente se otorgaba en moneda extranjera, no alcanzaba a satisfacer las necesidades básicas del sector exportador. Incluso, el Fondo Monetario Internacional (FMI) favorecía un incremento considerable e inmediato de los in- centivos cambiarios a los exportadores tradicionales, como única vía para estimular la producción, mejorar las perspectivas del co- mercio exterior dominicano y preservar sus actividades, y planteó al Gobierno la conveniencia de adoptar medidas inmediatas en ese sentido. En su conjunto, el sector tradicional generaba más del 60 por ciento del monto de los ingresos nacionales por concepto de sus ventas al exterior. La quiebra de empresas del sector no solo produ- cía una merma en los ingresos de divisas, sino que agravaba aun más el problema del desempleo.
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Si como afirmara en la primera semana de febrero el gobernador del Banco Central, licenciado Bernardo Vega, el alza de la prima del dólar no reflejaba “aspectos reales” de la economía dominicana, el país registró la tasa de crecimiento más alta con la sola probable excepción de Cuba de toda América Latina el año anterior y el nivel de inflación era apenas de un siete por ciento, el más bajo del he- misferio, era preciso convenir entonces que los problemas eran más graves de lo que aparentaban.
Sus causas tendrían que buscarse en el grado de confiabilidad que las autoridades lograron forjarse en la opinión pública y los círculos económicos y financieros nacionales. Cualquier análisis en ese sentido conducía irremediablemente a la conclusión de que existía, en efecto, una “crisis de confianza”.
No podría haber otra explicación racional de nuestros males económicos, de la caída estrepitosa del peso, del incremento espasmódico de una mayor parte de los artículos de consumo, fueran de primera necesidad, frívolos o propiamente suntuarios. De suerte que tratando de ocultar un mal, a la vista de todo el mundo, el gobernador del Banco Central coincidiera en otorgar la razón a quienes veían en la falta de una línea coherente de conducta, el germen de las dificultades que padecía nuestra estructura económica. Nadie podía negarle la razón cuando afirmó, por ejemplo, que el alza de la prima, no obstante y a despecho de las medidas adoptadas por la Junta Monetaria, se debía principalmente a una sobredemanda. Pero era esa circunstancia precisamente la que pulverizaba las con- clusiones.
Si las causas de esa desorbitada búsqueda de dólares no reflejaba, como el licenciado Vega adujo, “aspectos reales” de nuestra problemática, una causa de fuerza mayor impulsaba a la gente a tratar de protegerse de un peligro que nadie alcanzaba a definir, pero que indudablemente se palpaba, y cuya sola amenaza de aparición era capaz de despertar incertidumbre.
Para el crédito de las autoridades económicas, responsable en todo caso de llevar a feliz término los programas en ese campo, esto último era peor, porque la única explicación posible de extraer de ella era que tras año y medio de ejercicio no crearan un clima de confianza en sus medicinas para la crisis.
El gobernador del Banco Central pudo haber parecido muy elocuente, en su comparecencia por televisión, pero no tuvo éxito en convencer a la gente de que sus problemas familiares, resultantes de un peso en progresivo proceso de depreciación sin la fuerza del pasado para adquirir bienes o pagar servicios, eran apenas una ilu- sión y que, por el contrario, todo marchaba bien con posibilidades aun más optimas a corto plazo.
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¿Qué andaba mal entonces? Después de una prolongada reunión en el Banco Central, la Asociación de Bancos de la Republica Dominicana, Inc., emitió un comunicado muy cauto acerca de la prima del dólar. En apariencia, y analizado superficialmente, la declaración de los bancos comerciales coincidía con los planteamientos del gobernador Bernardo Vega, en cuanto a que los niveles explosivos que alcanzara la prima de la divisa norteamericana no reflejaban la realidad económica dominicana.
Mucha gente en este país, comenzando por la del Gobierno, parecía estar de acuerdo en un punto: el potencial de la economía era grande y no existían razones para un deterioro como el que se padecía. Sin embargo, y este era el factor clave, los empresarios no inviertían como debían hacerlo, todo el que tenía posibilidades pagaba las altas tasas del dólar para sacar sus ahorros, los comer- ciantes importadores, victimas del pánico, adquirían más divisas de las que necesitaban para financiar sus compras y los precios de los artículos, de casi todos, se disparaban a niveles intolerables. Nada de esto parecía lógico. O la gente se volvía loca, como resultado de alguna paranoia colectiva, o los argumentos oficiales sobre la eco- nomía carecían de fundamentos. Una tercera opción podría ofrecer, sin embargo, una explicación más ajustada de lo que ocurría. Tal vez fuera correcta la interpretación oficial de que las medidas co- rrectivas anunciadas, o puestas ya en vigor por el Gobierno, abrían el camino hacia una paulatina recuperación, pero los funcionarios económicos responsables de su aplicación y vigilancia no estaban a la altura de las circunstancias.
En otras palabras, que aun reconociendo la validez de algunas de las iniciativas gubernamentales, el país, o una gran parte de él, desconfiaba de la habilidad de las personas que tenían a su cargo la tarea de llevarlas a término.
En última instancia, de todas las posibles explicaciones a la cri- sis, esta sería la menos costosa para el país, pues bastaría un decreto para ponerse en camino de una rectificación alentadora.
Con todo y coincidir con algunos de los planteamientos básicos del gobernador del Banco Central, el comunicado de los bancos comerciales encerró críticas veladas a la política monetaria y, en sen- tido general, a los lineamientos globales de la política económica.
Esa crítica podía observarse en la parte de la declaración que aboga- ba por el “mantenimiento de una política fiscal y monetaria balanceada” para disminuir presiones sobre el mercado libre de divisas. Y también, si se le interpreta en su justo contexto, en la afirmación de que “la mejor coherencia en la política económica de parte de los diversos organismos responsables de su implementación, es y será siempre de inestimable valor para el éxito de la misma”.
Así, estando las cosas bien y en orden como persistía en sostener el equipo económico del Gobierno, la conclusión entonces era que los responsables de la conducción de las directrices económicas no estaban en su justa posición. Es decir, se tenían buenas políticas, pero no técnicos capaces de implementarlas eficazmente.
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La renuncia de José Rafael Abinader como secretario de Finanzas, sacudió al Gobierno. Con una carta, el aspirante presidencial, puso en la tercera semana de febrero fin a su desempeño como miembro del gabinete. A excepción de las murmuraciones de salón naturales a estos hechos la renuncia tuvo escaso impacto en el desenvolvimiento económico del país, no así en el Gobierno por tratarse de uno de los miembros mas importantes y eficientes del gabinete.
Su salida del Gobierno alentó esperanzas de que con su sucesor se encontrara el camino de enmendar los costosos errores del pasado y del presente. En apariencia, su alejamiento fue el resultado de su decisión personal de dedicarse a tareas proselitistas en la búsqueda de la nominación presidencial, tan acariciada por otros dirigentes que se creían con más arraigo y antigüedad en el partido en el poder. Ese hecho no reducía sus posibilidades de ser finalmente candidato. Al contar con un partido propio, Abinader tendría el recurso de autonominarse, como ya ocurrió en 1982. Esa posibilidad le garantizaba una vigencia permanente, un enorme campo para la “negociación” y una puerta siempre abierta a cualquier gabinete de “coalición” o de “compromiso”, tan usuales al quehacer político nacional.
De suerte que a pesar de su renuncia a las ventajas innegables aun en períodos de crisis, de una Secretaría de Estado, Abinader se situó de antemano en mejor posición con relación a otros probables aspirantes presidenciales.
Su renuncia, como explicó en el texto de su misiva al Presi- dente, era con el objeto de luchar por la nominación perredeísta. Desde un prisma político la iniciativa era inteligente. A poco más de dos años de la fecha de los comicios, en los cuales él habría de lidiar, parecería que para la fecha, correspondiendo a esa proverbial ausencia total de memoria de los electores dominicanos, nadie osa- ría relacionarle con la crisis económica nacional, de la que no era en realidad responsable.
Sus logros políticos, a pesar de los pocos votos recibidos como candidato en 1982, igualaban sus aportes en la administración pública, pues en su paso por importantes departamentos en el Gobierno bajo las dos últimas administraciones del PRD, se vio precisado a enfrentar políticas causantes de malestares económicos posteriores de la nación, lo cual era una inequívoca señal de coherencia y un punto a su favor. La renuncia de Abinader fue una pérdida para el Gobierno, porque el sustituto no reunía sus cualidades y experiencia.
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Las dilatadas negociaciones con el Fondo Monetario Interna- cional (FMI) tuvieron el encanto de promover un debate de los problemas nacionales al grado de interesar con idéntico entusiasmo a los expertos, los profanos, los indiferentes y los oportunistas de siempre.
La gravedad de los problemas económicos sociales del país no permitían, sin embargo, esperar otra cosa. Y esa misma situación de precariedad hacía inaplazable, a despecho de cuales pudieran ser las reservas a las condiciones planteadas por el FMI, un rápido acuerdo con ese organismo, al que se acudió como un recurso extremo.
Más que por cualquiera de las otras consideraciones de fuer- za mayor, lo que hacía impostergable un arreglo inmediato fue el destino final de la renegociación de la deuda externa con la banca privada internacional, firmada en diciembre de 1983. El Gobierno había aceptado la obligación de formalizar un acuerdo por segundo año consecutivo con el FMI, como un requisito indispensable para la ratificación de los términos acordados en esa renegociación, que incluyó solamente una parte del monto de los compromisos financieros externos dominicanos.
Presumiblemente, el plazo acordado para esa ratificación automática estaba a punto de agotarse o se había ya agotado a finales de febrero. De manera que si la fecha límite expiraba a finales de febrero, el financiamiento de la banca internacional privada al Banco Central por un monto de US$546.0 millones pudo haber sido para todos los efectos anulado, con lo cual el país habría entrado en mora con su deuda y hacer frente a una obligación de pago inmediata.
Aunque cabría presumir una extensión del período de espera por parte de la banca internacional, no era aventurado hacerse la presunción de que estas dilaciones alentarían un nerviosismo justificado en esos círculos financieros, muy perjudiciales a la estabilidad y el crédito monetario dominicano.
En tales circunstancias nada podría resultar más dañino que una postergación indefinida de un acuerdo con el Fondo. Por perjudicial que en caso extremo pudiera resultar, con sus dolorosas cuotas de sacrificios que a la postre deben pagar siempre las clases menos pudientes, a todos los efectos el acuerdo era un mal menor.
Evidentemente, había razones de peso para sostenerlo. Los es- collos que entorpecían un arreglo inmediato, se relacionaron con la evaluación en términos políticos de las medidas económicas plan- teadas al Gobierno. Las autoridades temían que la aplicación de las sugerencias formuladas por el FMI promovieran una ola de descontento. Pero un enfoque más realista de la situación llevaba sin muchas dificultades a la conclusión de que ese proceso de erosión de los niveles de popularidad gubernamental estaba en marcha des- de hacía tiempo.
En esa línea, las prioridades oficiales no debían encaminarse a preservar una popularidad no existente, sino a tratar de reconquistarla. Y no era posible siquiera pretenderlo sin una plataforma económica que le permitiera hacer frente a los graves problemas que sacudían la economía y que a las claras se acentuaban, con una mo- neda nacional cada vez más despreciada y un proceso inflacionario de dimensiones alarmantes.
Había aspectos definitivamente positivos en un acuerdo con el FMI, como la posibilidad de que por efecto de las obligaciones contraídas, el Gobierno se impusiera restricciones en el gasto fiscal, moderara la voracidad de una burocracia hipertrofiada hasta el límite de las capacidades nacionales y, de una vez por todas, aceptara las normas de una disciplina económica esperanzadora.
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Llegó marzo y la situación empeoraba. Al Gobierno no le quedaba mejor opción que llegar a un rápido acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y los líderes de su partido le rendían un magro servicio advirtiendo sobre desastres y hecatombes sociales en el caso de que se aceptaran las condiciones impuestas por el orga- nismo financiero. Porque de todas maneras el Gobierno y el partido tenían en sus manos los mecanismos para hacer que los efectos de un acuerdo fueran lo menos traumáticos posibles.
Un arreglo con el FMI, vistas las cosas con objetividad y sin aspavientos partidarios, forzaba de una vez por todas a adoptar medidas de saneamiento económico. Disciplinaba la tendencia oficial, afín a todas nuestras administraciones, a hipertrofiar la burocracia. La causa principal de nuestros males económicos y financieros era el desorbitado gasto público. En esa línea, el FMI, de acuerdo con lo revelado por los negociadores gubernamentales, le pidió al Gobierno el cese de la emisión de pesos inorgánicos.
Esa restricción suprimía la perniciosa práctica de financiar los gastos excesivos del Estado. La reducción o eliminación del crédito al sector público quitaría presión sobre la prima del dólar, lo que unido a la adopción de una serie de medidas dirigidas a dinamizar la actividad económica, terminaría bajando la prima a los niveles de años anteriores.
Era muy fácil decir no se aceptan las condiciones del FMI por- que llevar al mercado paralelo las importaciones de petróleo, dispararía los niveles de inflación a alturas insoportables que desatarían explosiones sociales incalificables. Pero distaba de ser el modo más responsable de plantear la cuestión.
El deber del partido en esos momentos difíciles era, por el contrario, contribuir a encontrar salidas a la crisis y una de ellas, la más practica e inmediata era un arreglo con el FMI. En lugar de allanar el camino a soluciones y preparar la conciencia nacional para un arreglo que, a despecho de su alto costo político sería defi- nitivamente saludable, lo que se hizo fue crear condiciones para que el país lo rechazara en la eventualidad de que fueran restricciones inaceptables para los intereses partidarios y no tanto para la pobla- ción, que de hecho estaba sometida a ellas desde hacía tiempo.
La situación era el resultado de medidas gubernamentales adoptadas en los últimos siete u ocho años, las cuales contribuye- ron a depreciar aceleradamente el valor del peso. Ahora los políticos usaban esto para rechazar la posibilidad de una paridad oficial con el mercado paralelo, cuando pudieron adoptar medidas para rescatar el valor del signo monetario nacional, reduciendo la prima a los niveles anteriores. Al través de ello se reduciría, sin duda, el impacto de las condiciones del FMI, porque si en lugar de costar un dólar tres pesos dominicanos, costara RD$1.50 o RD$1.80, su impacto en el costo de la vida sería menor. Bajar pues la prima pudo ser el objetivo inmediato de una política económica gubernamental liga- da a un acuerdo con el FMI.
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Mientras persista la tranquilidad y se mantuviera el orden público, los problemas económicos y sociales podrán sobrellevarse. Esa era la esperanza del Gobierno. Pero el intento de transformar las protestas por el costo de la vida, las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la “intervención” de Estados Uni- dos en Centroamérica en demostraciones callejeras, no auguraba nada bueno.
Existía evidentemente un esfuerzo de la izquierda dominicana por capitalizar el descontento por la situación de estrechez económica y ganar con ello adeptos y ventajas políticas. En parte ello era posible por el vacío producido por la ausencia de actividad de otros grupos partidarios. Ciertas declaraciones emanadas del sector oficial con respecto a las negociaciones con el FMI, por ejemplo aquellas de que el traspaso del petróleo al mercado paralelo traería revoluciones, cataclismos y no recuerdo cuantos otros demonios, contribuyeron a agitar el ambiente y a enardecer los ánimos, ya irritados por los efectos de las directrices económicas.
Los enfrentamientos callejeros conducirían a una situación de calamidad política de efectos catastróficos. Obviamente las consignas que se esgrimían resultaban atractivas para muchos sectores, e incluso encajaban a la perfección dentro del cuadro de incertidumbre económica. Pero a los incitadores que se escondían detrás de esas “movilizaciones estudiantiles” los movían otros propósitos. A sus fines, la perspectiva de un alivio en la crisis, sería una verdadera tragedia. Los problemas sin soluciones aparentes les resultaban más gratos, por cuanto mantenían vigentes las condiciones propicias a un desorden o a cierto tipo de confrontación del que obtendrían siempre excelentes resultados
La vuelta a los tiempos de zozobra por la agitación y las de- mostraciones callejeras terminarían asestando un golpe adicional al endeble clima de confianza que arropaba a la sociedad dominicana, como consecuencia de los males económicos y los altos niveles de inflación en constante aumento.
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La exasperación puede llevar a balances trágicos, con bajas irreparables, tanto de un sector (los manifestantes), como del otro (la fuerza pública), porque a juzgar por lo que uno pudo ver en las fílmicas que transmitió la televisión de las “movilizaciones” de me- diados de marzo, tanto los estudiantes como los policías estaban en vías de recuperar la antigua forma, aquella que exhibían ambas partes en los tiempos en que las protestas callejeras eran parte del quehacer cotidiano. Con la diferencia de que ahora los manifes- tantes parecían mucho más diestros, en conocimiento de técnicas nuevas de protestas, reflejadas en la facilidad con que muchos de ellos devolvían las bombas de gases lacrimógenos, desprovistos de máscaras y guantes, e incluso con el tratamiento que se permitieron dar a un policía que mantuvieron de rehén, con motor y todo, por espacio de varias horas.
Antaño, los períodos de demostraciones callejeras comenzaban con débiles movilizaciones en los predios de la universidad estatal o en unos cuantos planteles públicos en forma simultánea. La violen- cia no empezaba hasta tanto los protagonistas entraran en calor y se hallaran en condiciones, para las duras faenas y los choques con la fuerza pública. Ahora, sin embargo, se obviaba esa rutina.
La responsabilidad de los líderes era evitar en esos momentos difíciles que las pasiones llegaran a desbordarse. Por tanto, cabía esperar que en lugar de “invitaciones” a las protestas, surgieran voces advirtiendo del peligro que ellas representaban.
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El 15 de marzo, las declaraciones del presidente del Consejo Nacional de Hombres de Empresa (CNHE), Hugh Brache, acerca del impacto del traspaso de las importaciones al mercado paralelo, arrojaron más confusión a la que ya existía en torno a las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional. Tampoco contri- buyeron a allanar el camino hacia un arreglo rápido que atenuara las presiones sobre la prima del dólar, que el dilatado período de incertidumbre respecto a ese acuerdo con el FMI ejercía sobre los niveles de cotización en el mercado paralelo.
Al afirmar que el traspaso de una gran cantidad de importaciones por un monto millonario al mercado paralelo de divisas produ- ciría un impacto severo sobre la prima, Brache obvió el punto fun- damental respecto al cual giraban las conversaciones con el FMI. Sabido era, dado lo dicho por los negociadores oficiales como por la misión del organismo internacional, que el traspaso al mercado paralelo de una cantidad determinada de importaciones, conllevaría el traspaso simultáneo de ciertas exportaciones, en un esfuerzo por evitar la ruina de los productores tradicionales. Es decir, una suma similar de dólares proveniente de la venta de productos dominicanos en el exterior haría un efecto de equilibrio sobre la prima, asegurando con ello un nivel aceptable en la comercialización de la moneda norteamericana y asignando al peso dominicano un valor más próximo al real.
Además, la transferencia de importaciones al mercado paralelo tendría la ventaja de reducir el monto, especialmente aquellas fastuosas, contribuyendo así a quitar presión sobre la balanza de pagos, cuyo déficit constituía uno de los factores de más penosa gravitación sobre la crisis económica.
Las declaraciones del presidente del Consejo de Hombres de Empresa podían resultar simpáticas a mucha gente y responder a intereses legítimos de determinados sectores empresariales, pero no fueron de manera alguna un aporte al entendimiento de la situación, ni tampoco una vía de escape por la cual podría encontrarse un objetivo final esperanzador; un remedio a los problemas.
El FMI dijo al Gobierno que por años los sectores más dinámicos de la economía, los que producen divisas, financiaron importaciones de otros sectores. Esta distorsión tenía efectos perniciosos sobre la economía, al fomentar cierto grado de parasitismo sobre el que se erigía toda una fuerza económica nacional, a costa de la estabilidad y el futuro de los sectores más productivos, entre los que destacan los exportadores tradicionales.
La idea de conceder a estos parte de las divisas que ellos gene- raban, dentro de un programa económico que conllevaría el traspaso de importaciones al mercado paralelo, resultaría en beneficio no solo de quienes padecían el peso de las distorsiones, sino de la economía en sentido general, pues su efecto estabilizador sobre la prima estaría fuera de toda duda.
Las declaraciones de Brache surtieron diferentes efectos. A nivel gubernamental cierto tipo de frustración, por cuanto no constituyeron un punto de apoyo para un eventual acuerdo con el FMI. Y a nivel empresarial, desconcierto por cuanto pudieran interpretarse como por- tavoz de una posición oficial del consejo que en el fondo no lo era.
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El 20 de marzo, el Gobierno dispuso el cierre por vía administrativa de Radio Central. Con ello las autoridades se procuraron molestias innecesarias. De todo cuanto se podía acusar a la emisora era de difundir una información falsa. Y no existía en la legislación dominicana nada que justificara una acción como la adoptada por la Dirección General de Telecomunicaciones contra dicha empresa.
La mentira era, además, un recurso muy empleado en la activi- dad política. Algunas de las mentiras más colosales y costosas, desde diferentes puntos de vista, han emanado del sector oficial, en épocas distintas del quehacer doméstico. El presidente Antonio Guzmán reunió en una ocasión al Consejo de Gobierno para anunciar al país, por radio y televisión desde el Palacio Nacional, el hallazgo de petróleo. La noticia resultó falsa y a nadie se le ocurrió pedir que por eso se le impidiera el ejercicio del poder.
Los partidos políticos han recurrido a la mentira como un recurso cotidiano, con excelentes resultados. En una oportunidad, al relatar detalles de una entrevista con Guzmán, el Secretario General del partido oficialista, José Francisco Peña Gómez, informó de la construcción en un solo año de 100,000 viviendas, como parte de un programa gubernamental para reactivar la industria e impulsar la economía. Algunos diarios, tan abiertos siempre a las versiones oficiales por mas propagandísticas que parezcan, acogie- ron con grandes titulares esa noticia, sin detenerse a analizar que a un precio promedio de diez mil pesos cada una, la construcción de esas viviendas de “interés social”, demandarían buena parte del presupuesto nacional de ese año bendito. Tampoco los editores que celebraron la “buena nueva” se molestaron en deducir que en el supuesto improbable de que el país contara con esos recursos -por obra y gracia de alguna caritativa donación o la súbita aparición de petróleo-, no existía capacidad suficiente, ni humana ni material, para cumplir tales objetivos en el plazo de un solo año.
Como era lógico esperar, no se hicieron las viviendas pero nadie pretendió que por ello se castigara al partido en el poder cerrando por un tiempo las puertas de los locales de esa organización, que dicho sea de pasada, solía entonces jugarle de cuando en cuando alguna travesura a su propio régimen. No hay una sola época en el proceso de desarrollo democrático nacional, en la que hayamos es- tado exentos de mentira oficial. Ninguno de nuestros gobiernos ha despreciado la oportunidad de valerse de ella. Me parece, por tanto, que tomando en cuenta esa realidad, las autoridades pudieron ha- berse ahorrado los disgustos que le trajo el cierre por vía adminis- trativa de Radio Central, y los que siguió sufriendo por esa causa.
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Sin enjuiciar las razones que movieron al Gobierno a dar a conocer a finales de marzo los textos del intercambio epistolar entre el presidente Salvador Jorge Blanco y su colega norteamericano Ronald Reagan, y mucho menos el contenido de ambos mensajes, valía la pena reflexionar acerca de una observación hecha en la suya por el ejecutivo estadounidense. “…consideramos”, dice Reagan a Jorge Blanco, “que un proceso de estabilización y ajuste (de la eco- nomía) es inevitable y que las dificultades a corto plazo se agravarán si el proceso es demorado”.
Si se analizaba con ecuanimidad la economía nacional en los últimos tiempos, especialmente en el sector oficial, tendríamos que convenir en que Reagan seguramente sin proponérselo se limitó a recordarnos una realidad que muchas veces, en medio de la euforia en que nos envuelve nuestra propia retórica solemos olvidar con una facilidad pasmosa.
La cuestión fundamental es que reconocemos su gravedad, solo cuando ello responde a una necesidad partidaria. Es entonces cuan- do se recurre al manido expediente de atribuirla a una falsedad: aquella de que nuestros problemas son el fruto de la inveterada inclinación nacional a vivir por encima de sus posibilidades, cuando la verdad es que la mayoría de los dominicanos, incluyendo una gran parte de la clase media, subsistía precariamente y nunca ha gozado de privilegios sociales de ningún género.
Muchas veces esto no es más que un pobre pretexto para ocul- tar el hecho de que si en algún lugar se “vive como rico”, con la excepción natural de donde existen abundantes recursos materiales, habría que buscarlo en la propia esfera del burocratismo oficial, en contradicción con las predicas de sobriedad del gasto público que a fuerza de escucharse han comenzado a perder fuerza y encanto entre los que ven en la práctica otras cosas.
Tal y como lo observó Reagan, y no precisamente porque de él se tratara, el problema era que se requerían “ajustes inevitables”, cuya posposición solo acarrearía mayores dificultades económicas.
Anegados forzosamente en un mar de activismo retorico, pare- cíamos en camino de desdeñar tan cruda realidad. Ante la disyuntiva de actuar y disciplinarnos para reencauzarnos correctamente, se optaba por el sendero más cómodo, el que exigía menos sacrificios. Mientras se le demandaban esos sacrificios a la población, se justi- ficaban las alzas de precios, las congelaciones de salarios, los nuevos impuestos, etc., el sector público no se imponía a si mismo restric- ciones. Y era imposible, ni siquiera por efecto de un milagro, poder aspirar a una recuperación estable y promisoria si no se lograba un nivel aceptable de austeridad en el gasto fiscal.
La clave estaba, pues, en restringir la voracidad de nuestra hi- pertrofiada burocracia. Y aun cuando la intención de Reagan no fuera recordarlo, no se podía negar que era una enseñanza su afir- mación de que “las dificultades (dominicanas) a corto plazo se agravarán” si se postergaban los ajustes necesarios. Porque sobre cual- quier consideración o prejuicio, esa era una verdad irrefutable.
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En mi columna del 30 de marzo, enviada desde San Juan, Puerto Rico, escribí que el FMI “ha estado sentado en estos días en el banquillo de los acusados del juicio de las economías latinoamericanas. Pero muchos gobiernos deberían ocupar ese lugar por él”.
En efecto, el FMI, a despecho de los duros términos de sus exigencias a los regímenes que acudían a su auxilio, no era responsable de los achaques que sacudían a la mayoría de los países de la región. El cúmulo de los problemas tenía su origen en un manejo irrespon- sable y dispendioso de los recursos, no muy abundantes por cierto por parte de los gobiernos que se sucedían en el curso de los últimos años en esos países.
La dificultad principal que parecía obstaculizar un arreglo entre el organismo internacional y países como la República Dominicana, no radicaba tan solo en la impracticabilidad de los severos planteamientos de la entidad financiera, sino más bien en la resistencia de los gobiernos a ceñirse a las restricciones por temor a las derivaciones políticas más que a las consecuencias sociales y económicas.
Sin embargo, era evidente que la República Dominicana no tenía mayores alternativas. Una alta deuda externa, estimada en una cifra similar al presupuesto general de la nación de los dos últimos años, una merma de sus ingresos de exportación por efecto de una caída de los niveles de precios de los mercados internacionales, y un aumento de las facturas de sus importaciones por un petróleo cada vez más caro, redujeron drásticamente su capacidad para desenvol- verse dentro de la crisis de entonces.
De manera que la dilación en llegar a un arreglo solo imponía mayores restricciones a la movilidad de un Gobierno que a solo cuatro meses de la mitad de su mandato de cuatro años, estaba urgido de ofrecer respuestas convincentes a problemas económicos, que todavía no era capaz de dar. Lo peor era la incertidumbre que rodeaba las infructuosas negociaciones con el FMI para un segundo año del Acuerdo de Facilidad Ampliada. Ello mantenía la actividad económica en virtual estado de paralización, pocas inversiones y una especulación que llevó los niveles inflacionarios a extremos intolerables para la mayoría de la población.
Un elemento que bien podría haber convencido al Gobierno dominicano de la necesidad de propiciar alguna fórmula aceptable para un acuerdo rápido con el FMI lo daba la aseveración del presi- dente Ronald Reagan en su carta a Jorge Blanco, de que el Gobierno de los Estados Unidos solo desembolsaría los recursos de préstamos ya otorgados por la Agencia Internacional Para el Desarrollo (AID), vitales para la economía, a condición de que se firmara el acuerdo con el organismo financiero. Pero no había en marzo indicios que permitieran asegurar que ese convencimiento existía.
El Gobierno se mostró inflexible en su decisión de no aceptar ciertos planteamientos, como el de traspasar todas las importaciones al mercado paralelo, incluyendo las del petróleo, por estimar que una medida de este tipo repercutiría muy severamente sobre los niveles de inflación, de hecho ya difíciles de sobrellevar.
Sin embargo, el punto fundamental era si el Gobierno podía encarar la situación de crisis sin el auxilio del FMI. Si fuera así, las negociaciones debían darse por terminadas, librando de esta forma a la economía de la zozobra en que estuvo sumida en los últimos meses. Pero si no podía hacerlo, lo sensato era allanar el camino a un acuerdo que pusiera al país en el lugar adecuado para iniciar el proceso de recuperación que todos deseaban.
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Marzo llegó a su fin y aun quedaba sin respuesta la pregunta vital. ¿Cuál es la causa de que el país, más de año y medio después de haberse iniciado las negociaciones con el Fondo Monetario Inter- nacional e incluso firmado ya un acuerdo, se encuentre confundido con respecto a las finalidades y virtudes, si las tiene, de esa iniciativa gubernamental? ¿Por qué resultaba tan cuesta arriba unificar a la nación en torno a los objetivos perseguidos con tales negociaciones? Esa mezcla de incertidumbre e incredulidad existente en torno a los objetivos y consecuencias de un nuevo arreglo con el FMI ¿a qué se debía?
Para responder objetivamente a estas y otras interrogantes, era preciso remontarse al inicio de las pláticas con el organismo finan- ciero internacional. Si se acudía a los archivos de los periódicos de esa época, resultaba fácil advertir cómo la retórica oficial contribuía a alentar esa confusión.
Durante meses se le estuvo hablando al país por diversos con- ductos de la necesidad de un acuerdo con el FMI. Los términos de esa negociación, se afirmaba categóricamente, aportarían solucio- nes a problemas acuciantes. Los temores que entonces asomaban en algunos círculos de opinión carecían de justificativos porque el Gobierno aseguraba condiciones apropiadas y de manera alguna la soberanía económica sería puesta en duda jamás.
La situación económica y financiera del país no permitía alternativas. La precariedad de las reservas nacionales, más la urgencia de las demandas de pago de intereses y capital de la deuda externa, forza- ban al Gobierno a acudir a cierto tipo de financiamiento que solo el FMI, en las condiciones descritas, estaba en capacidad de ofrecer. Esa prédica fue paulatinamente condicionando a la opinión pública na- cional que, a despecho de las objeciones y advertencia de economis- tas y políticos, parecía proclive a aceptar las explicaciones oficiales.
De pronto, en las postrimerías del año anterior, las autoridades comenzaron a dar señales de volver sobre sus pasos. Una versión oficial, muy difundida en la prensa, presentó al Gobierno sinceramente preocupado par los efectos de la aceptación de algunas de las condiciones formuladas por el FMI. El traspaso de las importaciones al mercado paralelo de divisas, sin excepción, acarrearía consecuencias políticas, económicas y sociales indescriptibles. Las voces más agoreras del ámbito oficialista dejaron escuchar sus cantos de advertencia. Habría una catástrofe social si eso llegara a ocurrir, dijeron algunos.
El público, naturalmente, se alarmó. Conociendo el curso de las negociaciones con el FMI solo al través de las esporádicas co- municaciones gubernamentales, no podía reaccionar de otra forma. Si el Gobierno, consciente y en conocimiento de las interioridades de esas platicas, temía los efectos de ciertas medidas de las que sería directamente responsable, ¿qué podía esperarse de la gente común, situada al margen de las decisiones y expuestas abiertamente a sus consecuencias?
Este historial hacía endemoniadamente difícil un consenso de opinión favorable a cualquier paso que pudiera adoptar al respecto el Gobierno. Después, como para añadir más confusión, se produjo la revelación de los términos de un intercambio epistolar entre los presidentes dominicano y norteamericano, que alejó toda posibilidad, acariciada cándidamente en las esferas oficiales, de una gestión especial del Gobierno estadounidense en favor de un ablandamien- to de las condiciones exigidas por el FMI al país.
Y como era lógico y sensato presumir que el Gobierno disponía de la información que ahora objetaba desde los mismos inicios de las negociaciones, ya que tales exigencias no pudieron haber surgido de la noche a la mañana, no había por qué extrañarse de que la gente se preguntara ¿hacia dónde nos conduce todo este malabaris- mo negociador?
Porque la verdad era que si el Gobierno estimaba más perju- dicial para la economía un acuerdo bajo los términos planteados por el FMI, la única opción digna era romper de una vez y por todas el trato con el organismo internacional y buscar sus propias soluciones a los problemas nacionales, sin más tardanzas. Pero si estaba decidido a firmar, a pesar de sus propias objeciones, lo lógico era que lo hiciera, echando a un lado la insistencia de algunos funcionarios y dirigentes del partido que parecían encontrar diversión en ese interminable juego de palabras en que se hallaban inmersos desde hace tiempo.