Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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Capítulo XIV
1983
Nuevos impuestos aumentan la incertidumbre en medio de la creciente rivalidad en el PRD
El 10 de septiembre, el vespertino Ultima Hora denunció la existencia de una cuenta de la Secretaría Administrativa de la Presidencia en la que se emitían cheques al portador con cargo a una cuenta de “emergencia”, hasta entonces secreta.
El Gobierno interpretó la denuncia como un golpe directo e intencional a la parte más sensitiva de la administración, relacionada con el manejo pulcro de los fondos públicos. En realidad el diario jamás hizo acusaciones directas de corrupción a la Secretaría Administrativa de la Presidencia. Todo lo que pudo haber estado oculto en la serie de publicaciones sobre el tema era una velada insinuación, que las autoridades estaban en condiciones de soslayar si no hubiesen sido copadas por una especie de histerismo publi- citario que todo lo que hizo fue intensificar el debate, involucrar a poderosos adversarios y arrojar un enorme cúmulo de suspicacias con respecto a los argumentos oficiales.
La decisión del mandatario de disponer una inmediata inves- tigación, que incluyó una auditoría sobre el uso de fondos de la Presidencia a partir de 1966, pudo haber sido suficiente para acallar las voces y zanjar la cuestión sin mayores consecuencias. Pero todo el mundo decidió que tenía algo que hablar. Entonces comenzó el chorro de comunicados defendiendo la honestidad del secretario administrativo, Rafael Flores Estrella, aparecieron infinidad de ar- tículos con aparatosos ejercicios de alabanzas a la personalidad del funcionario y los compañeros indignados de siempre por la ofensa hecha al viejo amigo. Todo, naturalmente, se convirtió en una ma- deja imposible de desembrollar.
La Presidencia dijo que la emisión de cheques al portador no era más que la continuación de una práctica común a otras administraciones. Hubiera bastado una conferencia de prensa para poner fin al affaire en sus mismos comienzos. Luego su responsabilidad por el uso dado a esos fondos hubiera quedado aclarada del todo con los resultados de la auditoría.
Pero en lugar de eso, algunas autoridades prefirieron dilucidar la cuestión a través de un debate público en el que tampoco tenían necesidad de incluir a otras administraciones, porque el resultado natural de esa actitud fue el de auspiciar alianzas tácticas momentá- neas contra el propio Gobierno. Y, acentuar las ya serias disidencias internas en el partido oficial.
Siempre será extremadamente difícil de entender cómo cierto sectores allegados al Gobierno eran tan proclives a las controversias, cuando sabido era que las oportunidades de una administración de salir airosas por completo de ellas son de hecho inexistentes. Los gobiernos tienden por lo común a perder o a salir mal parado de las polémicas públicas. Por regla general, los problemas económicos y sociales pendientes de solución, indisponen a la gente frente a los funcionarios.
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A mediados de septiembre, los problemas internos del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) eran mucho más profundos de lo que se veían en apariencia. Los últimos acontecimientos, preci- pitados con las severas quejas del presidente de la organización y del Senado, licenciado Jacobo Majluta, por el trato que recibía de sectores del Gobierno, subrayaban la naturaleza de la crisis.
Las perspectivas de una avenencia en la reunión del Comité Ejecutivo Nacional celebrada ese mes no se dieron. El secretario ge- neral José Francisco Peña Gómez reconoció en forma dramática la gravedad de la situación, advirtiendo sobre una nueva escisión que peligraría las posibilidades electorales de la entidad en los comicios de 1986. Aun cuando el presidente Salvador Jorge Blanco y él li- cenciado Majluta, estaban al frente de las dos facciones en pugna, el reto mayor quedaba en manos del Secretario General.
Hasta entonces su autoridad para hacer de árbitro en las que- rellas internas no se cuestionaba. Pero él mismo reconoció cómo el poder de decisión final se le escapaba de sus manos. “Hoy en día”, dijo a El Nacional, “los compañeros de la dirigencia media del par- tido están firmemente alineados, ya no son peñagomistas, sino que responden a otros intereses partidarios”.
Majluta se consideraba el candidato natural para 1986. Y para ello creía contar con el apoyo de Peña Gómez. En un momento dado, sin embargo, el presidente del Senado dudó de la sinceridad de las promesas del Secretario General de auspiciar su candidatura y esas dudas crecían. Eso y no otra cosa explicaba la existencia de La Estructura y otros aprestos electorales prematuros de sus seguido- res. En la eventualidad de un intento de promoción de una candi- datura del Secretario General, Majluta estaba decidido a toda costa a mantener la suya.
Si Peña Gómez llegaba a la conclusión de que la espera hasta 1990 era demasiado larga y arriesgada, con un partido en franco proceso de división y frente a un descontento creciente por las ma- gras labores gubernativas de las administraciones perredeístas, una crisis interna derivada de la “lucha de tendencias” favorecería sus planes. Esos alegatos contribuyeron a acentuar las diferencias en la reunión de septiembre.
Los seguidores de Majluta denunciaron que Peña Gómez sus- tentaba públicamente las políticas del Gobierno, lo que no hizo con la administración de Antonio Guzmán. Y alegaron que así aban- donó la imparcialidad indispensable para actuar como mediador y juez de las disputas internas. De manera que si él se ponía del lado de la línea oficial cuando el asunto fuera abordado por el Comité Ejecutivo Nacional, agitaría más las aguas en ese importante sector del PRD. Pero también no saldría airoso poniéndose de lado de Majluta, porque significaría despojar la administración de un res- paldo interno muy necesario en las circunstancias de entonces.
Tenemos pues que el Secretario General enfrentaba una disyun- tiva. La mejor de las salidas, desde su punto de vista personal, la que más favorecería sus planes futuros, era pretender seguir siendo neu- tral, dejando descontenta a ambas facciones en pugna.
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En medio de la pugna interna en el PRD, el expresidente Joa- quín Balaguer ordenó a los legisladores de su Partido Reformista retirarse de las Cámaras cuando el Congreso abordara el tema de la renegociación de la deuda externa. La falta del apoyo de la opo- sición significó un duro traspiés para el Gobierno, en vista de las graves desavenencias que afectaban sus relaciones con facciónes de su propio partido, el Revolucionario Dominicano (PRD).
Majluta amenazó con retirarle el apoyo al Gobierno, en repre- salia por la hostilidad con que, según afirmó, era tratado en altas esferas oficiales. Esta decisión dejó al presidente Jorge Blanco en una posición difícil que hizo más complicada la renegociación de la deuda pública pendiente aún con los países que integraban el llamado Club de París.
Pero Majluta incurrió en un error al no advertir a tiempo del peligro de arrastrar las “luchas de tendencias”, a aspectos tan sensi- tivos de los asuntos de Estado. Si bien la administración sería conducida a una situación embarazosa, que reduciría sensiblemente su capacidad de negociación internacional, no había forma de que Majluta pudiera salir bien librado del embrollo resultante.
En cierto sentido, la actitud de Balaguer se justificaba. Como líder de un grupo opositor sobre el cual las autoridades pretendían echar la culpabilidad de los problemas de la deuda externa, él no tenía por qué servir de catapulta al Gobierno para resolver el rom- pecabezas. En situaciones normales, la mayoría oficialista en ambas cámaras era suficiente para la aprobación de las condiciones en que el Gobierno renegoció el pago de su deuda con los bancos comer- ciales extranjeros. Así que este pequeño pero sutil detalle numérico salvaba, en cuanto a forma, su responsabilidad ante una eventual negativa del Congreso de respaldar dicha renegociación.
Difícilmente la facción de Majluta podía aferrarse a lo mismo. En lo que concernía a Balaguer, no aprobaba totalmente la inicia- tiva. Por el contrario, criticó las condiciones sobre la que actuaron los negociadores oficiales. Sin embargo, no era el caso de Majluta. Con reservas o sin ellas, la opinión generalizada dentro del partido en el poder era la de que si bien no implicaba una solución de los problemas derivados de la onerosa deuda externa, la renegociación parcial constituía un respiro para la economía dominicana.
En esa situación le fue extremadamente complicado a la facción “majlutista” del Congreso regatearle un voto decisivo al Go- bierno de su partido en un momento crucial no solo para la admi- nistración sino para el grupo político mismo. Quizá las razones que llevaron al presidente del Senado a adoptar una actitud de abierta oposición al Palacio Nacional pudieran entenderse. Pero incurría en un tremendo error de cálculo al permitir que las rencillas internas le ensombrecieran las perspectivas de asuntos muy por encima de esos intereses partidarios.
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Desde el momento mismo en que reconoció la disminución de su liderazgo dentro del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), era obvio que el Secretario General, José Francisco Peña Gómez, había dado la señal del gradual retiro de su respaldo a cier- tas ejecutorias del Gobierno. En parte, se dio cuenta que el encanto que una vez ejerció sobre toda la militancia y dirigencia partidaria, se esfumaba como consecuencia del alejamiento que esa vincula- ción estrecha con la administración propiciaba con el resto de las facciones del partido no comprometidas con las directrices emana- das del Palacio Nacional. Y, naturalmente, con aquellas hostigadas desde esos predios.
Cotejando las informaciones parciales de la maratónica reu- nión del 20 de septiembre en la Casa Nacional del PRD, se llegó a ciertas conclusiones. Una de ellas que el Secretario General comen- zaba a calibrar con mayor exactitud las ventajas de una posición in- termedia, frente a las desventajas de una asociación permanente con el sector oficial. Hasta entonces, encontró compensación por sus servicios al Gobierno: subsidios especiales, avales para préstamos internacionales y un trato de consideración en las esferas palaciegas con acceso a las reuniones del Gabinete y del Consejo de Gobierno. Pero a la vez ello servía a la otra parte.
Al proyectar la imagen de una estrecha asociación con el “máxi- mo líder”, las autoridades se diligenciaron un apoyo en sectores del partido que, de otra forma y como estaban las cosas allí dentro, resultaría imposible incluso de pensarlo. El PRD no era pródigo en dispensar apoyo a los gobiernos que él mismo llevaba al Palacio Nacional. Las rencillas internas influían en sus políticas nacionales.
Pero también la dirigencia partidaria conocía de las inclinacio- nes de sus gobiernos a desligarse de los lineamientos generales del partido. La mejor prueba de que eran motivaciones mutuas las que por lo general propiciaban los distanciamientos en ese grupo políti-
co, es el hecho de que en la crisis, como en otras del pasado, ambas partes atribuyeron a la otra la responsabilidad por cuanto ocurría. De ahí que las críticas formuladas en la reunión por el secretario ge- neral a las “cancelaciones masivas”, de perredeístas en la Secretaría de Obras Públicas y otras dependencias gubernamentales, consti- tuía la inequívoca señal de que su período de luna de miel con la administración llegaba a su fin por su propia decisión.
Peña Gómez era un dirigente con pocas alternativas, contrario a lo que la generalidad de sus críticos y partidarios creían. El partido lo era todo para él. Por eso necesitaba de un PRD fuerte y activo más que ningún otro dirigente de la organización. Todo lo que él representaba, tanto a nivel interno como externo, se vinculaba al partido. Un análisis de su trayectoria política permitía llegar a la conclusión de que él no vacilaría entre la suerte de un Gobierno del PRD y el PRD mismo. En otras palabras, Peña podría subsistir fuera del Gobierno pero no sería el mismo sin el partido. Esta era una realidad que nadie en torno a él soslayaba.
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La velocidad con que el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) se encaminaba a una división, planteó a finales de septiem- bre una interrogante: ¿Qué sector podría beneficiarse de ella?
El punto central de la crisis era el choque de las dos principa- les tendencias de la organización, la encabezada por el presidente Salvador Jorge Blanco y la del presidente del partido y del Senado, Jacobo Majluta. Pero ninguna de las dos facciones resultaría bene- ficiada de un desmembramiento del partido. La tendencia de Jorge Blanco necesitaba del partido para sortear las dificultades econó- micas y sociales. Cuestionada su política económica en diferentes e influyentes sectores, se produciría un vacío en torno a la acción ejecutiva si en medio de tal gravedad ocurriera una división que le separara definitivamente del partido.
Majluta requería tanto del PRD como el Gobierno. Como as- pirante a la nominación presidencial estaba forzado a luchar por la preservación de un partido fuerte y unido, aunque fuera solo en apariencia. Era poco probable que fortaleciera sus planes pre- sidenciales y llevara a cabo una campaña promisoria sin la ayuda del PRD. De manera que resultaba difícil hallarle explicación a la inquebrantable decisión con que el partido oficialista se dirigía, a paso acelerado, a una crisis que tendría como probable salida la se- paración inevitable de sus dos facciones principales.
No era aventurero pretender, por tanto, que los líderes de am- bas facciones perdieran el sentido de sus propias posibilidades o que alguna otra fuerza interna tomara parte en el juego. Naturalmente, era infantil la insinuación del Secretario General, repetida con algu- na reiteración en otros predios oficialistas, de que grupos e intereses contrarios al partido se movían para dividir al PRD. Podría ser verdad en un sentido. Toda acción política de un partido tiende a granjearse simpatías y a reducir las del contrario. Probablemente los grupos que terciaban en la vida política nacional verían con agrado una crisis insalvable en el partido de Gobierno. Como de seguro pasaría también en esa organización si una cosa parecida ocurriera en el Partido Reformista o en el de Liberación Dominicana.
Pero esto no significaba que esas organizaciones estuvieran en septiembre de 1983 en condiciones de propiciar, y ni siquiera de alentar, una división en el PRD. Las afirmaciones del Secretario Ge- neral en ese sentido podrían tener un efecto en la militancia perre- deísta y a lo mejor resultaran tema adecuado para Tribuna Demo- crática. Para el resto de la opinión pública, sin embargo, carecían de sentido porque el historial de los problemas internos del partido en el poder y las semillas de la crisis fueron sembradas, abonadas y ahora cosechadas por la propia organización.
La anunciada renuncia “irrevocable” de Peña Gómez a la Se- cretaría General, como parte de una propuesta de arreglo a la crisis
interna, podría ser parte de un juego cuyas finalidades sólo él en esos momentos era capaz de definir. Porque la posición de “máxi- mo liderazgo” del partido significaba demasiado para él para que renunciara a ella en esa forma. Quizá tuviera relación con lo que él mismo dijera de su propio liderazgo disminuido. Mucha gente pensaba que con su dimisión, Peña Gómez sólo trataba de mover algunas ramas para revivir su popularidad. Y esto no sería nada nue- vo. Ha pasado en el propio PRD y en otros grupos políticos y con otros líderes nacionales en el pasado. Con buenos resultados.
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El presidente del Senado y del Partido Revolucionario Domi- nicano (PRD) era un crítico del Impuesto a las Transferencias de Bienes Industrializados (ITBI), que él mismo contribuyó a implan- tar desde el Congreso. Según Jacobo Majluta, este impuesto al con- sumidor tendrá efectos catastróficos sobre la economía, amén de las enormes dificultades a que se enfrentará el Gobierno para lograr su efectiva aplicación.
Cabía esperar, pues, que para conjugar la acción con las pa- labras, el licenciado Majluta impulsara alguna suerte de iniciativa encaminada a lograr la modificación de ese instrumento legal o, cuanto menos, a una posposición de su puesta en vigencia, como había sido solicitada por amplias capas de la población nacional. Difícilmente podía el presidente del Senado eludir su responsabi- lidad de los efectos de la aplicación de esta ley, si esta entraba en vigor en la forma en como fue sancionada a comienzos de año por el Congreso. Los alegatos de Majluta de que aprobó ese proyecto a regañadientes y con el solo propósito de no entorpecer la política económica del Gobierno, entonces en sus comienzos, no le exone- raba de responsabilidad.
¿Cómo podría justificar el aspirante a la nominación presiden- cial por el partido en el poder que frente a sus convicciones, que le dictaban actuar contrario a como lo hizo, interpuso los intereses
partidarios imponiéndole una ley al país que él mismo consideraba ya entonces como lesiva a la economía nacional y contraria al inte- rés colectivo?
Majluta se enfrentaba a una delicada disyuntiva. La reiteración de sus críticas al Gobierno, acentuadas como consecuencia de la profundización de los conflictos internos dentro del PRD, en el caso específico del ITBI cuestionaban su proceder como legislador y líder de la Cámara Alta.
Si él estaba realmente convencido de los males de esta ley, que sería puesta en vigencia a partir de noviembre, debía actuar desde su posición para evitarle esos dolores a la República. En una compa- recencia televisiva, Majluta habló de la conveniencia de un acuerdo Gobierno-Congreso, para remediar la crítica situación surgida ante la proximidad de la aplicación de este instrumento legal impositivo.
Sin embargo, era obvio que el Gobierno de su adversario de partido, Salvador Jorge Blanco, cifraba demasiadas expectativas en el ITBI como para acceder voluntariamente a un arreglo, confiado además de que los ingresos fiscales provenientes de esta legislación mejoraban las disponibilidades financieras de la administración. Habría que esperar por tanto una iniciativa senatorial, aupada por Majluta, con vista a la derogación, la suavización o, en última ins- tancia, la posposición de una ley que él estimó peligrosa y de vas- tas y consecuencias económicas para el país. En el caso contrario, tendrían asidero algunas de las objeciones que se le formulaban de que actuaba en forma inconsistente con lo que predicaba. Y, na- turalmente, eso no ayudaba sus aprestos presidencialistas, ni con- tribuía a consolidar su posición fuera del ámbito del oficialismo perredeísta, donde sus partidarios cifraban gran parte de sus posibili- dades electorales frente a la gravedad de la lucha interna en el PRD.
Sus expresiones en torno al ITBI fueron el único elemento am- bigüo de su presentación televisiva, a finales de septiembre en la que presentó un cuadro dramático de la lucha interna en el sector oficial
y formuló planteamientos económicos dignos de ser analizados con un mayor detenimiento y ecuanimidad. Pero como no actuó con respecto al ITBI con la misma franqueza y decisión con que se refi- rió al mismo, Majluta proyectaba una imagen de inconsistencia pú- blica sobre un asunto respecto al cual toda la nación estaba atenta.
Finalmente, sin que Majluta presentara objeciones adicionales, la ley entró en vigencia un mes después en noviembre, como estaba previsto.
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En cierto modo, el arte de gobernar no es más que la habilidad de poder sopesar con claridad y precisión los pro y los contra de cada acto político y actuar conforme a las conclusiones.
Dentro de este contexto, una de las más graves equivocaciones del comportamiento gubernamental fue la manera cómo la pro- paganda proyectaba la imagen pública del Gobierno en sí y de sus dirigentes, en especial la figura del Presidente. Así teníamos que en el afán de preservar siempre la popularidad del mandatario, y la del Gobierno se les presentaban por igual como llenos de buenas inten- ciones. En realidad lo que el país necesitaba no era un presidente bueno, sino un presidente justo. En todo caso, es más fácil lo pri- mero. La bondad puede arrastrar a un jefe del Estado en momentos críticos que requieran decisiones imparciales libres de prejuicios, a ser a pesar de todo injusto.
En cambio, en aras del interés común, el sentido de la justicia puede obligarle a adoptar medidas o abstenerse de tomarlas cuan- do resulten impopulares o perjudiquen a sectores o individuos en favor de los cuales pudieran existir ciertas simpatías oficiales. Por eso, cuando asuntos del interés nacional, o de una comunidad o institución de prestigio, se hallan envueltos en una controversia, se necesita más de un presidente justo que de un presidente bueno, pletórico de las mejores intenciones.
Todo esto viene al caso, con las advertencias que formuló la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) contra la posibilidad de que, escudados en el pretexto de beneficiar a un grupo de familias campesinas desposeídas de Najayo, el Gobierno la despojara de 4,000 tareas sometidas a una intensa, científica y productiva explotación ganadera en predios de la hacienda Nigüa, de su propiedad.
La intención oculta en este intento de expropiación podría ser muy altruista, pero las consecuencias políticas, económicas y socia- les de una acción de esa naturaleza, eran tremendamente perjudi- ciales para el Gobierno. El daño a la UNPHU sería incalculable. Pero sobre todo, se asestaba un golpe demoledor a los esfuerzos del propio Gobierno dirigidos a alentar las inversiones en el área rural, a fin de incrementar la producción y los índices de productividad, y mejorar al través de ello la oferta de empleo en las zonas rurales.
Era dudoso, además, el argumento de que un asentamiento campesino en esas tierras bajo uso óptimo, arrojaría beneficios en el orden social. La experiencia de la reforma agraria permitía anticipar algunas conclusiones desalentadoras con respecto al futuro de un asentamiento colectivo o la entrega de esas tierras a campesinos de la región.
Dos proyectos agrarios vecinos a la finca de la UNPHU, es- tablecidos en tierras de mejores condiciones para la producción agrícola que las que estaban en poder de la universidad, bastaban para sepultar las tentativas de expropiar dichos terrenos. El índice de deserción en los proyectos de la reforma agraria era alarmante, porque se basaba, casi exclusivamente, en la simple entrega de tí- tulos de propiedad, sin el debido asesoramiento técnico y la ayuda financiera que garantizaran el éxito de los ensayos.
Ya una vez se cometió una arbitrariedad contra la UNPHU, al enajenar los predios del Parque Zoológico para permitirle a la
Fábrica Estatal de Cemento extraer caliche y salvar así uno de los ejemplos más penosos de mala administración estatal.
Finalmente la Presidencia desistió de expropiar la finca univer- sitaria.
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En noviembre, sin importar lo mucho que la publicidad oficial trató de demostrar lo contrario, resultó evidente el efecto inmediato inflacionario de la puesta en vigencia del Impuesto a las Transferen- cias de Bienes Industrializados (ITBI).
En momentos en que la prima del dólar, con todas sus conse- cuencias sobre el comportamiento de la economía nacional, alcanzó el nivel sin precedente del 100 por ciento, la nueva carga impositiva surtió inevitablemente un impacto demoledor en el costo de los bienes y servicios.
El hecho de que se limitara su aplicación, excluyendo a varios sectores de su aplicación en el primer año, no cambió la percepción en el público. Un motivo de preocupación era la falta de controles efectivos. Careciendo de estos mecanismos, las autoridades con- frontaron dificultades para evitar que la aplicación del impuesto no se reflejara en el costo final de una inmensa gama de productos de consumo popular.
Con todo y como se afirmara que “la prima del dólar no se come”, los dominicanos, pobres, ricos y de clase media, se la co- mían todos los días. No existía un solo producto auténticamente dominicano, ni siquiera el precio del plátano escapaba al influjo de los vaivenes de la divisa norteamericana. La agricultura nacio- nal tenía un alto componente de importación que se adquiría con dólares: herbicidas, abonos, tractores, etc. La transportación de los productos del agro se hacía en vehículos importados, operados con combustible que también se extrae del petróleo comprado en el exterior.
De manera que por mucho que se tratara de minimizar el im- pacto del alza de la prima en la estructura de la economía domini- cana, los resultados en la práctica decían lo contrario. Era posible que el Gobierno careciera de alternativas viables al ITBI. Pero su aplicación probablemente acarreaba mayores efectos que aquellos a los que estabs llamado a resolver. Y esa fue la primera impresión que dio al entrar en vigencia la ley.
El ITBI fue descrito como un elemento fundamental de la po- lítica económica del Gobierno. Sin él, se alegó, el Estado se verá imposibilitado de afrontar algunas de sus tareas fundamentales por la falta de recursos.
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A mediados de noviembre, la Cancillería ofreció al país dos muestras ilustrativas de la nueva política exterior dominicana. Con un acto desconsiderado hacia un país amigo en las Naciones Unidas y un ataque contra la utilidad de la OEA, en su propia sede en Washington, quedó definitivamente sellado el carácter “tercermundista” de la diplomacia perredeísta.
No era oficial si la ausencia de la delegación nacional en la se- sión en que agotaba un turno en la Asamblea General, el presidente de Israel, Chaim Herzog, fue premeditado. Pero dos cosas insinua- ron que el país cedió a la tentación de unirse al bloque comunista y del Tercer Mundo en un boicot contra la intervención del jefe del Estado judío. Primero, no hubo un esfuerzo real y serio de la Can- cillería para desvirtuar los temores israelíes de que esta ausencia fue debidamente planificada. Y, segundo, la coincidencia de que otras 69 delegaciones se ufanaran del éxito de su boicot a la intervención del presidente Herzog.
Con todo y lo novedoso que este gesto tan poco diplomático pudo parecerle a mucha gente, no queda claro que una nación en desarrollo como la República Dominicana necesitaría ser descortés
para mostrar su “independencia” en materia de política exterior. Y como resultó extremadamente difícil demostrar que esa ausencia fue involuntaria el afán por el no alineamiento, de Estados Unidos, naturalmente, se incurrió en el error de ofender a un país amigo.
Por mucho que el “tercermundismo” le resultara atractivo a la Secretaría de Relaciones Exteriores, fue evidente que marcaban actitudes contrarias al mejor interés nacional. Israel, por ejemplo, a pesar de sus problemas económicos y su condición de país asediado por vecinos beligerantes, le había dado a los dominicanos mayores pruebas de amistad y cooperación que la mayoría de las naciones que, guiadas por razones exclusivamente ideológicas o políticas, inspiraron el boicot contra el Estado israelí.
Otra indicación de la nueva política exterior, la mostró el pro- pio canciller José Augusto Vega Imbert, en un discurso en la sede de la Organización de Estados Americanos en Washington. El funcio- nario criticó a la entidad y le restó capacidad para cumplir las fun- ciones para la cual fue concebida. La OEA, dijo, es un organismo inoperante. Y, en cambio, elogió la factibilidad de modelos como el Grupo de Contadora -integrado por Venezuela, México, Colombia y Panamá-, para hacer frente a las crisis que sacudían al hemisferio.
Pero se olvidó al canciller dominicano decir que si la OEA era inoperante se debía, simple y llanamente, a que los Estados que la forman lo son. La OEA no es otra cosa que el conjunto de las vo- luntades políticas de los países que la integran. El fracaso del orga- nismo frente a cualquier situación específica que pueda presentarse en el Continente, es en definitiva el resultado de la incapacidad de los gobiernos de la región para plantearle salidas adecuadas, prácti- cas y honorables a las partes involucradas en esos conflictos.
Hablar de la OEA en términos independientes o ajenos a los gobiernos americanos, es una ilusión en la cual no debió caer jamás la Cancillería dominicana. Además, la historia y la experiencia de
los conflictos internacionales de las últimas décadas, establecía que la OEA no era más ineficaz e inoperante que Naciones Unidas para enfrentar las crisis bajo el ámbito de sus responsabilidades.
Era iluso pensar en Contadora en términos ajenos a la OEA, porque los gobiernos envueltos en esa gestión eran partes de la enti- dad y responsables directos de que esta se haya hecho inoperante. Si la organización hemisférica era tan anacrónica como la Cancillería creía, no debería entonces cifrarse tantas esperanzas en programas económicos que el Sistema Interamericano ofrecía al país al través de sus muchos mecanismos de cooperación regional, de los cuales el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) es solo uno.
¿Qué valor moral y práctico puede tener una política exterior que apenas en sus comienzos ofende a una nación amiga y denuesta a un organismo que a despecho de cualquier imperfección pasada y presente, le ha dado al país reiteradas muestras de solidaridad?
¿En aras de qué renunciabamos a toda una tradición en materia de política extranjera?
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Dentro del paquete de medidas concebidas y aplicadas a fina- les de noviembre por el Banco Central para reactivar la economía y salvar el peso, se observó una desconfianza absoluta en el futuro del signo monetario dominicano y de la economía en sentido general. Apenas un año después de haber establecido el Certificado de Abo- no Cambiarlo (CAC), en favor de los exportadores tradicionales, modificó sustancialmente la disposición para otorgar la compensa- ción en moneda nacional y no en divisas.
Esos dólares los negociaría el banco para obtener los pesos sufi- cientes para pagar el valor de la prima que en lo adelante se aplicaría a los CAC. Así, de hecho, el Banco Central, tuvo que apostar al alza del dólar. Mientras más alta se cotizara la prima de la moneda norteamericana más disponibilidades tendrían las autoridades eco- nómicas para hacer frente a sus compromisos con el CAC.
Si la prima descendía, como sería lo ideal, el Banco Central tendría que recurrir al desprestigiado expediente de mayores emi- siones de pesos inorgánicos, algo que la economía no toleraría. Y por virtud de las reglas de su propio juego el Banco Central se con- vertiría por fuerza en un “cambista” adicional, que en momentos de aprietos por escasez o incertidumbre se verá forzado a hacer lo que en idéntica situación hace cualquier canjeador, especular con la divisa estadounidense.
Lo más triste del caso, sin embargo, fue la circunstancia, desde todo punto de vista deplorable, de que una institución como el Banco Central, que no produce dólares, se beneficiara de su co- mercialización en detrimento de aquellos sectores dinámicos de la economía que los generaban. Por ejemplo, si en lugar de ir a poder del banco el producto de las ventas de azúcares del Consejo Estatal (CEA) va a ese complejo industrial, mejorarían notablemente sus posibilidades de recuperación económica e igualmente aumentaría su capacidad para hacer frente al desafío que constituía el mejorar las condiciones de vida de sus miles de trabajadores a través del programas sociales.
En las condiciones existentes era insensato reclamarle al CEA el cumplimiento de esas metas, aunque era innegable que la estabi- lidad de ese complejo agroindustrial y su futuro mismo, dependían de las respuestas que pudieran darse a corto plazo a esos retos ina- pelables.
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La ponencia presentada a mediados de diciembre, a nombre del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y la Internacio- nal Socialista, por el exdiputado Abraham Bautista Alcántara, en la Conferencia sobre la Paz y Centroamérica, celebrada en Santo Domingo, ubicó al PRD en una posición militante de izquierda en materia de política extranjera.
La cuestión que quedó por aclarar era si esas posiciones las compartía la Cancillería y constituían directrices del programa ofi- cial de Gobierno. En apariencia, habían diferencias fundamenta- les entre los criterios que movían a una y otra parte. Pero ambos, Gobierno y partido, lucieron en ocasiones interesados en proyectar una imagen de absoluta coincidencia en asuntos básicos, lo cual creaba confusión a la hora de sacar conclusiones.
Últimamente, además, se dieron pasos que constituían indicios de cambios sustanciales en las concepciones que guiaban la política exterior dominicana. Algunos de los más resonantes y recientes fue- ron el voto condenatorio en Naciones Unidas a la intervención mi- litar de Estados Unidos en Granada, y la “ausencia” de un delegado dominicano en la Asamblea General mientras hablaba el presidente de Israel, Chaim Herzog.
Se trataron de justificar con posterioridad ambas actitudes. Sin embargo, las satisfacciones que, según se afirmara, se ofrecían a los gobiernos de ambos países no parecían muy convincentes. Fue difícil aceptar que el delegado dominicano votara contra Estados Unidos por “error” y que por pura casualidad no hubiera nadie presente durante la intervención de Herzog, porque se ha venido a saber que, anticipándose a un boicot, la delegación israelí en Na- ciones Unidas contactó a todas las representaciones amigas para que estuvieran presentes ese día en la Asamblea.
La ponencia de Bautista Alcántara reveló posiciones definidas sobre la crisis centroamericana. Atribuyó a la política norteameri- cana responsabilidad por la situación en esa región, condenó las guerrillas antisandinistas como fruto de esa política, y asumió po- siciones contrarias al régimen salvadoreño, con el cual el Gobierno dominicano mantenía cordiales relaciones diplomáticas y comer- ciales.
La ponencia fue presentada como una versión oficial de las po- siciones del PRD y la Internacional Socialista. Como existió coinci-
dencia -partiendo de cómo fue el voto de la Cancillería en Naciones Unidas- en el caso de Granada, quedó por dilucidar todavía en dón- de realmente se detenían las coincidencias.
Si las diferencias existían -y en mi opinión en realidad las ha- bía-, no se hacía mucho por aclararlas. Tenemos por ejemplo, que durante su reciente gira por Europa, Estados Unidos y América Latina, el “máximo líder” del partido, José Francisco Peña Gómez, formuló declaraciones de política exterior que en su condición de “embajador representante” del Gobierno, pudieron interpretarse como enunciados de políticas oficiales.