“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero
“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero

Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí

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Capítulo XIII

Junio-Agosto, 1983.

Junio-agosto 1983.

Las diferencias internas afectan la política exterior del Gobierno de Jorge Blanco. La censura y la represión contra medios reviven el pasado.

El documento sandinista entregado a mediados de junio en Washington a las autoridades norteamericanas por el secretario general del Partido Revolucionario Dominicano, José Francisco Peña Gómez, obligaba a estas reflexiones:

¿Dónde terminaban los intereses de la política exterior del Gobierno y dónde los del partido en el poder? ¿Respondían ambas a los mismos objetivos o existan realmente diferencias de propósitos?

Todo esto surgía por la circunstancia de que si bien actuó en su condición de vicepresidente de la International Socialista, el dirigente del PRD se encontraba en Estados Unidos en misión oficial, en compañía de otros funcionarios del Gobierno. Si Peña Gómez, al actuar como vocero sandinista lo hizo asumiendo una actitud personal, prestó un mal servicio al Gobierno de su partido, porque escogió para ello un momento inapropiado. Si lo hizo adrede aunque se sabe fue personal la iniciativa, es asunto que él sólo podía responder, si bien revivió algunas interrogantes.

No estaban del todo definidas las razones por las cuales el síndico del Distrito fungiera de “embajador” del régimen sandinista, a pesar de sus abiertas simpatías hacia el proceso revolucionario en Nicaragua. Me refiero, naturalmente, a los objetivos, porque de acuerdo con la carta del comandante Bayardo Arce, que Peña dis- tribuyó en los Estados Unidos, fue el propio dirigente dominicano quien ofreció sus servicios al Gobierno sandinista, informándole además con anticipación de su viaje a Norteamérica.

Una cosa, sin embargo, fue evidente: la delicada situación militar que confrontaba el ejército sandinista. La resistencia tenaz de rebel- des en dos frentes, norte y sur, inducía a los nueve comandantes de la Dirección Nacional a buscar con desesperación ciertas fórmulas y vías de compromiso con el propósito de detener el avance de las guerrillas. El objetivo era de mucho mayor alcance de lo que aparentaba. Una victoria militar del Gobierno eliminaría por muchos años toda forma de oposición organizada en Nicaragua. Este sería un paso importante y decisivo que acentuaría el curso marxista de la revolución.

Los débiles vestigios de pluralismo que aún quedaban en Nicaragua constituían el precio que los líderes marxistas de la revolución debían pagar para fortalecer el proceso de consolidación en que todavía se encontraban inmersos. Desaparecida la resistencia, por virtud de la eliminación física de las guerrillas, no tendrían por qué continuar consintiéndolos.

La derrota de las guerrillas, o la interrupción de cualquier ayuda exterior, que era lo que evidentemente perseguía la iniciativa diplomática puesta en manos de Peña Gómez, dejaría a los sandinistas con mayor libertad de acción para intensificar su apoyo a los insurgentes izquierdistas de El Salvador.

Estas eran apenas algunas de las razones que sustentaron las dudas surgidas con respecto a qué perseguía Peña Gómez al ofrecerse a actuar como enviado sandinista en tales circunstancias y el de por qué los responsables de la política exterior dominicana no se preocupaban de aclarar con la premura necesaria, si dicha actitud se enmarcaba dentro de los objetivos y lineamientos oficiales en ma- teria de relaciones internacionales. Porque mucha gente se sentía inclinada a creer que, a pesar de la austeridad, nos gastábamos una cancillería paralela.

***

En junio, el Gobierno filipino pidió al Congreso de los Estados Unidos modificaciones en el sistema de cuotas, que reducirían en su provecho las asignaciones fijadas a la República Dominicana en el mercado azucarero norteamericano. La petición estaba dirigida también a lograr cambios en la iniciativa para la Cuenca del Caribe del presidente Ronald Reagan.

La apelación filipina era, desde todo punto de vista, la más injusta acción contra la República Dominicana ante el Congreso estadounidense en muchos años. En ella se invocaban razones de tipo histórico y las relaciones especiales que habían normado los nexos entre Estados Unidos y las Filipinas, ignorando a propósito el mismo tipo de relación existente entre Washington y el país.

El objetivo del régimen de Ferdinand Marcos, acusado reitera- damente de violaciones a los derechos humanos y de corrupción, era el de suplantar al país como primer suplidor extranjero de azú- car a Estados Unidos. Marcos no solo se oponía a las asignaciones por países, dentro de la cuota global de importación del mercado norteamericano, sino que, además, era opuesto a la aprobación del plan del Caribe en la forma concebida por Reagan por cuanto mejoraría la participación dominicana en dicho mercado.

El Gobierno de Manila, frecuentemente envuelto en escándalos de corrupción había adquirido una importante refinería en Estados Unidos. Ahora temía que la Iniciativa para el Caribe reforzara la posición dominicana como abastecedor del mercado norteame- ricano. Y por eso denunciaba ante el Congreso como “una grave injusticia” la cuota asignada a este país y al Brasil.

A pesar de los alegatos filipinos, la República Dominicana era un suplidor más confiable. Aun cuando su cuota era la más alta, un 17.6 por ciento del total de importación del mercado norteamericano, representaba apenas unas 492,000 toneladas al año, alrededor de 300,000 toneladas menos que la capacidad nacional de suminis- tro a dicho mercado.

El planteamiento filipino fue hecho ante el influyente Comité de Medios y Arbitrios de la Cámara de Representantes, por el cabildeador profesional del régimen de Marcos, Ralph R. Harding. Entre otras cosas, buscaba obstaculizar la aprobación del Plan del Caribe, pues afirmaba que aunque no se le oponía y simpatizaba con los objetivos de promover el desarrollo y una mayor estabilidad en la región, sus cláusulas azucareras causaban verdadera preocupa- ción a la industria azucarera filipina”.

Una mayor participación de Filipinas en el mercado de Estados Unidos reforzaría la posición de Marcos en el plano interno. Pero su régimen no era el mejor ejemplo de democracia ni de honestidad administrativa.

Una de las acusaciones contra el Gobierno de Manila se refería a su alto grado de desmoralización y corrupción. La prensa nortea- mericana había desplegado a grandes titulares y con fuertes críticas a Marcos, las fastuosas bodas de su hija. Este capricho del dictador filipino le costó a ese país varios millones de dólares. Fue, en efecto, una fiesta comparable a aquella de que hizo gala el Sha de Irán que recordó al mundo el boato y esplendor de los cuentos de Las mil y una Noche.

Por mucho que la industria azucarera representara para las Filipinas no desempeñará jamás el papel que la misma jugaba en la economía y en la vida de la República Dominicana. Por eso, el planteamiento de su representante ante el Comité del Congreso norteamericano constituía una acción inexplicable.

Marcos estaba en todo su derecho de gestionar mayores concesiones azucareras y de cualquier otro tipo por parte de Estados Unidos. Pero no se justificaba que lo hiciera a expensas de los derechos adquiridos por el país. Además, cada centavo que la República Dominicana obtenía por la venta de su principal producto de exportación se destinaba a la solución de problemas vitales. Y Marcos no parecía tan necesitado de ello si era capaz de pagar una recepción como la que siguió a las bodas de su hija.

La solicitud elevada al Congreso de los Estados Unidos para que se le redujera la cuota azucarera en el mercado de ese país, no había sido la única acción filipina contra los intereses nacionales. En los úl- timos años, el Gobierno de Manila frustró varias iniciativas dirigidas a fortalecer las tendencias del mercado, con el consiguiente perjuicio para la industria del dulce de ésta y otras naciones latinoamericanas.

La primera y más sorprendente de todas ocurrió en marzo de 1976, en ocasión de una conferencia del grupo de exportadores de Azúcar de América Latina y el Caribe (GEPLACEA), en Cali, Colombia. El régimen del dictador Ferdinand Marcos asistió a esa reunión en calidad de observador. Pero existían ya muy fuertes compromisos de Filipinas con el grupo.

Manila había manifestado su disposición de colaborar entonces con los esfuerzos de GEPLACEA para estabilizar el mercado y los países exportadores allí reunidos habían comunicado al Gobierno de Marcos su intención de adoptar medidas extremas para lograr sus propósitos. Una de esas medidas era fijar los lineamientos de una política de almacenamiento, que mejorara por virtud de una disminución de la oferta las perspectivas del mercado internacional.

Filipinas había expresado su respaldo a esta política, pero mientras los delegados de GEPLACEA perdían horas de sueño en una suite del hotel Intercontinental trabajando hasta entrada la madru- gada para darle forma a su estrategia, Marcos acudía presurosamen- te al mercado vendiendo 800,000 toneladas en una sola partida.

Esta acción tuvo un efecto terrible sobre el comportamiento del mercado, deprimiendo los precios del dulce a niveles extraordi- nariamente bajos. El anuncio de que los productores latinoamericanos se encontraban a punto de arribar a un acuerdo de almacenamiento había alentado las cotizaciones. Así, Marcos, traicionando la confianza de otros países exportadores, aprovechó la situación para sacar ventajas económicas.

Sus ventas unilaterales abarrotaron el mercado tumbando los precios del nivel de 14 centavos libra, que habían alcanzado, has- ta poco más de siete centavos. Las tendencias bajistas continuaron dominando el comportamiento del mercado mundial por mucho tiempo.

Marcos y su esposa Imelda convertían la industria azucarera filipina en una fuente personal de riquezas. A causa de ello, los inte- reses generales de la industria dejaron de ser los intereses azucareros filipinos. La pareja Marcos acudía al mercado con criterios muy particulares. En los años recientes, su política de venta e inversiones en materia azucarera no se compadecía con la realidad del mercado.

Por ejemplo, en momentos en que las tendencias generales del mercado recomendaban otra cosa, Ferdinand e Imelda Marcos hi- cieron elevadas inversiones en obsoletas refinerías de azúcar en Es- tados Unidos. Las más recientes habían sido la compra de las refine- rías de Sucrest y Revere, en Boston y Nueva York, respectivamente. La familia presidencial filipina adquirió también la mayoría de las acciones de una firma corredora de azúcar. Estas inversiones en su conjunto tuvieron un efecto adverso sobre el mercado.

También era de muy triste recordación, la actitud asumida por Filipinas en Ginebra en 1977, mientras se discutían las cláusulas del Convenio Internacional, todavía vigente. En una medida que aún resulta difícil de explicar, Marcos cedió a Cuba 50,000 toneladas de las que se le habían fijado como cuota de exportación.

Esa decisión y el pedido reciente al Congreso de Estados Uni- dos para que se redujera la cuota dominicana en el mercado nor- teamericano, para mejorar la filipina, reflejaban una enorme con- tradicción en la política azucarera del régimen de Manila. No se encontraba justificación al hecho de que habiendo accedido hace apenas un lustro a una reducción voluntaria de su cuota en el mer- cado mundial, tratara ahora de quitarle a la República Dominicana posiciones justamente ganadas en el mercado de Estados Unidos.

A menos que no se tratara de una nueva travesura de Marcos. Sólo que en esta oportunidad jugaba con el futuro de una actividad básica de otra nación, la República Dominicana.

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A mediados de junio, a la Cámara de Diputados le había faltado tiempo para considerar a fondo un proyecto de resolución pi- diendo al Gobierno de Cuba la salida de Andrés Vargas Gómez, nieto del generalísimo Máximo Gómez. Por lo visto, la premura que esa cámara exhibió al aprobar resoluciones relativas a la situa- ción en Centroamérica no existía ahora.

Sin embargo, Vargas Gómez carecía de tiempo. Su débil salud, agravada por años de soledad y maltrato físico y mental en las cár- celes del régimen castrista, le conducían al borde de la muerte. Su petición de que se le permitiera abandonar la isla era el ruego de un moribundo. Después de haber guardado prisión bajo acusaciones infundadas, el nieto del prócer fue sometido a una nueva reclusión, solo que esta vez fuera de los barrotes. Pero la isla era otra gran cárcel para él.

El poeta cubano Armando Valladares, quien también sufrió los rigores de las ergástulas comunistas, apeló a la solidaridad del Con- greso dominicano, a fin de que intercediera ante el Gobierno de La Habana para permitir a Vargas Gómez reunirse con su esposa e hija en el extranjero. Para que se le permitiera, en otras palabras, estar en paz en lo poco que le quedaba de vida.

Valladares informó al Congreso Nacional, por medio de un telegrama desde Madrid al diputado Ercilio Veloz Burgos, que la policía política cubana había cometido otro acto de tortura contra Vargas Gómez, al comunicarle que nunca se le permitiría abandonar Cuba.

Motivado por esta apelación dramática de quien sufrió como Vargas Gómez las crueldades del confinamiento cubano, Veloz Burgos presentó un proyecto de resolución que designaría una comisión de la cámara encargada de gestionar frente a las autoridades cubanas, vía la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, la salida de Cuba del nieto del prócer cubano nacido en la República Dominicana.

El proyecto no pudo conocerse por falta de apoyo en la Cámara Baja. A pesar de haber sido incluido en la agenda de la sesión del jueves anterior, esta fue clausurada antes de que pudiera considerar- se el tema. La falta de interés en este asunto hacía temer se repitiera la experiencia de un proyecto muy similar, presentado en esa misma cámara. Se pedía entonces al Gobierno de Castro la puesta en liber- tad de Vargas Gómez, quien había cumplido la pena de prisión a la que había sido condenado, bajo los cargos de “subversión”, y cuya salud era extremadamente precaria.

En forma inexplicable, dicho proyecto fue remitido a estudio de una comisión especial que nunca rindió un informe al pleno de la Cámara. Esto contrastó con el interés prestado luego por los diputados a iniciativas relacionadas con la situación en Centroamérica y respecto a otros asuntos que no tenían, de ninguna manera, el interés que la delicada situación personal de Vargas Gómez, por razones históricas y sentimentales, debería tener para la mayoría de los dominicanos y, por ende, de los congresistas.

Algunos diputados, según pudo establecerse, trataron de restarle méritos al proyecto de resolución, aduciendo que el condenado no era nieto de Máximo Gómez, sino un simple pariente. En el fondo, esto solo añadía una injusticia más a la larga cadena de vicisitudes a que era sometido.

Por lo demás, la represión contra Vargas Gómez decía cuánto apreciaban los líderes de la revolución la memoria de uno de los forjadores de la independencia cubana.

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El 20 de junio, con motivo de cumplirse un año del estallido de una granada en las oficinas de la Junta Central Electoral (JCE), la prensa, casi sin excepción, instó a las autoridades a esclarecer este hecho que dejó un saldo de cinco muertos y una cifra más elevada de heridos. La preocupación por el silencio oficial era comprensi- ble, por cuanto se había cubierto con el manto de la impunidad uno de los episodios más trágicos de la vida política dominicana de los últimos años.

Sin embargo, la solución de este caso no parecía complicada. Existía ya un voluminoso informe rendido por una comisión investigadora designada por el Gobierno del entonces presidente Antonio Guzmán, que podía servir de punto de partida, sino de conclusión, a cualquier acción encaminada a dejar en claro ese bo- chornoso acontecimiento. La seriedad de la comisión nunca estuvo en duda. El general que la presidía, José de Jesús Morillo López, era de la plena y absoluta confianza de las autoridades gubernamenta- les. Los líderes más connotados del partido en el poder, incluido su secretario general, José Francisco Peña Gómez, le habían mencionado varias veces como un ejemplo de hombre de uniforme.

Morillo López no sólo conservó su puesto de director general de Control de Precios durante casi todo el trayecto de la administración de Guzmán, sino que, incluso, sobrevivió a la purga de oficiales de alta graduación que siguió a la instalación de ese régimen perredeísta. De manera que la posibilidad de que su informe estuviera viciado contra el partido en el poder quedaba de antemano descartado. Esta era una de las razones que hacían desconcertante la apatía oficial, no únicamente de la administración sino de la Jus- ticia, por dejar de una vez y para siempre aclarado este luctuoso acontecimiento de graves repercusiones políticas.

Nunca se ofreció una explicación de las causas reales que motivaron la caída en desgracia del general Morillo López, quien a raíz de su informe evidentemente perdió los afectos que disfrutaba en los círculos del Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Su in- forme, basado en interrogatorios y pesquisas en el lugar del hecho, no fue nunca refutado por una investigación paralela o posterior. Así pues, era el único documento oficial y confiable sobre el hecho.

Resulta sorprendente, por lo tanto, que no solo se hiciera caso omiso de las conclusiones de ese relato, sino que se separara poco después al general Morillo López de sus funciones en la administración y se le pasara a retiro. Todo esto robusteció la creencia de quienes pensaban que en efecto existió el deliberado propósito de desdeñar el trabajo de esa comisión investigadora.

Al estallido de la granada se le dio una connotación que de acuerdo con el informe del general Morillo López aparentemente no tenía. Las insinuaciones sobre la culpabilidad del Partido Reformista en este hecho de sangre no fueron confirmadas por los resultados de la investigación oficial.

Por el contrario, lo que esta determinó y sus miembros sostuvieron en una conferencia de prensa ampliamente divulgada por la radio, la prensa escrita y la televisión, fue que la granada se le había caído a uno de los miembros de la escolta del dirigente perredeísta Vicente Sánchez Baret. A raíz de dicho informe, que pudo haber contribuido a sentar un buen ejemplo de justicia, todo lo relaciona- do con este hecho quedó sumergido en un profundo silencio oficial.

Todo lo cual indicó que los tiempos de impunidad sobrevivían a los cambios políticos.

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Para finales de junio, La Estructura era ya prácticamente un partido político y el propósito era convertirlo en una fuerza electoral en la eventualidad de que se tratara de poner obstáculos a una no- minación de Jacobo Majluta como candidato presidencial del Par- tido Revolucionario Dominicano (PRD) a las elecciones del 1986.

Su fundador, Andrés Vanderhorst, dijo que existía en efecto una gran preocupación de que se tratara de imponer la candidatura del secretario general y líder del partido, José Francisco Peña Gómez. Frente a eso sería muy poco lo que podrían hacer en una convención los seguidores del presidente del Senado.

Peña Gómez le prometió que no se interpondría en su cami- no hacia la Presidencia en las elecciones venideras. Pero él mismo sembró recientemente dudas al sugerir en los Estados Unidos que nada en política es absoluto. Además, estaba el precedente de su nominación a síndico del Distrito en la culminación de una larga y agria lucha entre varios aspirantes entre los que él no figuró hasta el último momento.

Los partidarios de Majluta más conscientes del control de Peña Gómez sobre la maquinaria del partido, admitían en privado que su hombre tendría serios problemas si cobraba fuerza un mo- vimiento para postular al secretario general. Y ese aparato parecía estar en marcha. Cotejando algunos indicios era fácil llegar a la conclusión de que mucha gente en el partido, y en el Gobierno, favorecía la nominación de Peña Gómez en 1986. Estos sectores se planteaban la cuestión sobre la base de que la espera hasta 1990 era demasiado larga y riesgosa. Peña Gómez había dicho que el PRD gobernaría al país hasta el año 2000. Pero el desgaste políti- co en solo cinco años de administración había superado todos los vaticinios.

Un análisis frío de los resultados de los comicios de 1982, mostraba un retroceso en materia de popularidad y sostén político para el PRD. Incluso en el Distrito Nacional, baluarte tradicional del perredeísmo, el número de votos obtenidos por el partido fue infe- rior en términos absolutos a los alcanzados en 1978, no obstante el hecho de haber encabezado sus candidaturas municipales con la del Secretario General para la Sindicatura de la ciudad y haber aumentado sustancialmente la población electoral.

La crisis económica y las riñas internas debilitaron en el último año todavía más al partido. Sobre este reconocimiento, algunos seguidores del Síndico creían que la espera hasta 1990 podría ser fatal a sus aspiraciones políticas. Este mismo razonamiento guiaba las actuaciones de los estrategas de Majluta y a los líderes de grupos y congresistas se le dieron instrucciones precisas de respaldar deci- didamente las labores de La Estructura. Se consideraba, además, que los partidarios del Presidente, que una vez se prepararon para un rompimiento mediante la formación de la no totalmente disuel- ta Avanzada Electoral, se inclinarían por una postulación de Peña Gómez.

Esto último era visto como parte de la acentuación de las divergencias internas y la creencia de que la llegada de Majluta a la Presidencia pondría a los seguidores de Jorge Blanco en una situación de inferioridad, tal y como quedaron los de Majluta y los del finado presidente Antonio Guzmán, a raíz del triunfo electoral del mandatario. No resultaba fácil predecir el rumbo de los acontecimientos en el partido oficialista. El problema estribaba en que los dos lle- garon a la conclusión de que esa fecha sería muy tarde para ambos.

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Los resultados a finales de junio del primer encuentro nacional de dirigentes del grupo La Estructura, que promovía la candidatura presidencial de Jacobo Majluta, desconcertaron a la alta dirigencia del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y a mucha gente en el Gobierno. Más que el número de asistentes, parte de los cuales fueron evidentemente llevados utilizando los propios mecanismos de movilización del PRD, el motivo de la inquietud fue el tono de los discursos.

Contrario a lo que creían o aspiraban los adversarios de Majluta, el encuentro no siguió la tónica de las exaltaciones acostumbradas en ese tipo de reunión. Hubo parquedad incluso en los elogios, normalmente desmesurados en los predios afines al presidente del

Senado y del partido oficialista. Al parecer los sectores contrarios a Majluta, esperaban discursos críticos contra la política oficial. Como ha habido tan estrecha vinculación entre el Palacio Nacional y la Secretaría General perredeísta, estaban esperanzados en que brotaran algunas insinuaciones dolosas contra la conducta y el manejo de la economía y otros asuntos públicos por parte de la administración.

Para todos los efectos prácticos, ese tipo de crítica, en el marco de una reunión perredeísta, cualquiera fuera su propósito, habría equivalido a una rebelión y un desafío a la autoridad jerárquica de la organización. Ahora que comenzaban a soplar tempranos aires electorales en algunos sectores del oficialismo, un reto a la máxima autoridad del partido implicaría mayores riesgos que una provocación abierta a la Presidencia. Esa era la clase de bravata que nadie parecía dispuesto a hacer, y muy pocos se atrevieron a lo largo de los últimos años de historia democrática del partido en el poder.

Era de conocimiento público la ya no tan velada intención de algunos dirigentes del PRD y del Gobierno, opuestos a Majluta, de enfrentarle en 1986 a una probable postulación del secretario general, José Francisco Peña Gómez. Sabían que nadie en sus cabales osaría, por lo menos en esos momentos combatir una postulación del “máximo líder”. De manera que ni aún ciertos elementos comprometidos con el presidente del Senado serían capaces de llevar ese compromiso tan lejos.

Aparentemente conscientes de todos estos vericuetos, los auspi- ciadores del encuentro de La Estructura optaron por un tono conci- liatorio. Le sería muy difícil ahora a sus adversarios en el Gobierno y en el partido promover una confrontación y profundizar las rivalidades, sobre la base de lo tratado en esa reunión política. Además, resultó extremadamente curioso el contraste entre la moderación de que alardeó el grupo encabezado por Andrés Vanderhorst y el tono agrio y menos conciliador de quienes se le oponen desde una posición en el aparato burocrático.

¿Cómo desautorizar un acto en el que los oradores hicieron verdaderos malabarismos retóricos para exhortar a la unidad y el esfuerzo común Gobierno-partido, en aras de una mejor gestión administrativa? Como no estaban, al parecer, preparados para esta eventualidad, los “antimajlutianos” fueron tomados de sorpresa.

Sin lugar a dudas, los partidarios de Majluta trabajaban con seriedad con miras a sus objetivos en 1986. Sin apoyarlos públicamente el presidente del Senado les daba su bendición, lo cual significa que la “lucha de tendencias”, un recurso verbal perredeísta para describir la brega por el poder, apenas había comenzado.

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Los legisladores estuvieron tan activos en las semanas finales de la Legislatura que concluyó en junio, aprobando leyes y concibiendo reformas constitucionales de una gravedad tal, que obligó a la gente a preguntarse si no era más saludable el ocio al que muchos de ellos estaban acostumbrados. Una de las enmiendas sugeridas prolongaría el período constitucional en un año.

Los partidarios de esta enmienda, que por fortuna no contó con muchos adeptos en el Congreso, se basaban en la presunción de que un quinquenio daría oportunidad a los gobernantes de ade- lantar planes y programas que se ven impedidos de realizar por falta de tiempo.

La extensión del período constitucional intensificaría, además, la lucha política interna, de la que tanto se lamentaba el país en los años recientes, y por regla natural alentaría demasiadas impacien- cias. De manera que la propuesta formulada al Congreso por una comisión especial no pudo haber sido más desafortunada.

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A comienzos de julio, la Federación de Estudiantes Domini- canos (FED) publicó un comunicado con motivo de la visita del Presidente de la República a uno de los recintos de la universidad estatal. El texto del documento era casi un ultimátum. Tras analizar la historia de los conflictos, entre esa institución y las autoridades, y enumerar una serie de necesidades físicas cuya urgente atención reclamaba por parte del Estado, la Federación exigió en términos que no daban lugar a concesiones “un cambio de actitud del Gobierno frente a la UASD”. Y advirtió, en un tono no menos conminatorio: “Pues de lo contrario para nuestra Federación de Estudiantes resultaría ingrata la presencia en nuestros terrenos de quien es la repre- sentación máxima de un Gobierno que está en el deber de ofrecer educación al pueblo dominicano en pro del bienestar del pueblo mismo y de toda la humanidad”.

El comunicado planteaba un concepto errado de lo que es el fuero y la autonomía universitarias. Cuando, por ejemplo, la Fede- ración se refirió a la posible visita del mandatario a los predios de ese centro de estudios, dio la impresión de que se trata de un feudo cerrado, sin acceso al público, con sus propias leyes y reglamentos de circulación y en donde las leyes y la Constitución dominicana, que consagran la libertad de tránsito no cuentan nada. Esta ha sido la causa de muchos problemas universitarios, desde el día en que hacía más de 20 años, el entonces presidente Joaquín Balaguer concedió la autonomía y el fuero a dicha universidad.

Autoridades académicas y estudiantes coincidían en tremendo error. La autonomía es el privilegio de manejar con criterio propio los recursos puestos a su alcance y generados por ella misma. Pero eso no exime a la universidad estatal de rendir cuentas, claras y pe- riódicas, de la forma en que emplea esos fondos, en última instan- cia recursos públicos. El fuero tampoco hace del recinto un lugar restringido, no obstante el hecho de haberse convertido, en virtud del sectarismo ideológico que prevalecía y regía el comportamien- to universitario, en un coto cerrado a las personas y pensamientos contrarios a las corrientes políticas que controlaban, con fines muy divorciados de los objetivos académicos puros, ese centro de estu- dios superiores.

A pesar de la innegable realidad de estrechez que afectaba el desarrollo de esa universidad, no era menos cierto que muchos de los problemas económicos y financieros, y como consecuencia de los mismos, los de carácter docente, eran responsabilidad del propio centro. La universidad, empeñada en obtener recursos superiores a las disponibilidades del país, no era capaz de someterse a restric- ciones.

Mientras sus limitaciones económicas recomendaban auste- ridad y programas de gastos rígidos, abría sus puertas a miles de nuevos estudiantes sin disponer lugares adecuados donde alojarlos. Paralelamente daba apertura casi sin control y muchas veces en des- acuerdo con los dictados de una buena administración universitaria, a nuevas carreras profesionales, procreando y alimentando así una burocracia docente y administrativa voraz, tan solo comparable a la que se gastaban las empresas del Estado.

Durante años la universidad protagonizó infinidad de protes- tas y reclamos, por medios violentos en su mayor parte, para hacer valer su opinión de que era acreedora de mejor trato por parte del Gobierno.

El comunicado de la Federación de Estudiantes abortó los planes de Jorge Blanco de visitar el recinto de la UASD.

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La transmisión de un programa de radio contrario al Gobierno de Fidel Castro patrocinado por el movimiento Cuba Independiente y Democrática, que dirigía Húber Matos, desató una polémica nacional. Muchas de las voces que se alzaron para protestar por la difusión de ese programa aducían su presunta ilegalidad y una violación del principio que prohibía a los extranjeros inmiscuirse en política doméstica. Ninguna de las argumentaciones era válida.

Y no era la primera vez que en el país, o en cualquier otro, se di- fundían noticiarios o se realizaban programas contra un Gobierno extranjero.

En la propia esfera oficial se incurrió en el mismo pecado. El Partido Revolucionario Dominicano (PRD), o dirigentes de la organización, formulaban exhortaciones radiales y auspiciaban otras actividades públicas contra infinidad de gobiernos, algunos de ellos con relaciones diplomáticas formales con la República Dominicana. El caso más conocido y reciente era el de las guerrillas de El Salvador.

En la Casa Nacional del PRD se realizaron conferencias de prensa, con la asistencia de altos dirigentes de ese partido oficia- lista, para dar a conocer actividades contrarias a muchos regímenes. Guillermo Ungo, líder político de la coalición izquierdista que combatía al Gobierno de El Salvador, participó en actos oficiales del partido en el poder y formuló exhortaciones dirigidas al derro- camiento del régimen salvadoreño.

La única diferencia entre esas manifestaciones semioficiales y las consignas anticastristas del programa radial de Cuba Independiente y Democrática (CID), era que con respecto a las primeras podría aducirse cierta ausencia de tacto político por el hecho de que el país mantenía relaciones con El Salvador, lo cual no se daba en la segunda.

Además, las transmisiones de radio dirigidas a Cuba no viola- ban ninguna ley ni mucho menos ningún principio del derecho que rigen las relaciones entre los estados. Durante casi toda la dictadura de Trujillo, los exiliados dominicanos tuvieron acceso en Cuba, Venezuela, México, Costa Rica y otros países a programas y espacios de radio y televisión en los que se hacían exhortaciones para derro- car a la tiranía.

Lo único que se podría alegar en contra de las transmisiones anti-castristas difundidas desde Santo Domingo es que irritaban a Fidel Castro y a muchos de sus aliados y paniaguados locales. Si este fue definitivamente el caso y la influencia política de esa gente subía al extremo de poder decidir sobre la suerte de un programa de radio, entonces podría ser un buen argumento para pisotear el derecho de los exiliados cubanos a manifestarse desde el país contra la tiranía comunista que esclavizaba desde hace un cuarto de siglo a Cuba.

Pero era insólito que se invocaran disposiciones legales y se ha- blara del programa como “de transmisiones clandestinas”, cuando las mismas se originaban abiertamente desde Radio Clarín como parte de su programación oficial.

El escándalo surgió, definitivamente, por el impacto de las transmisiones. Y por la intolerancia de quienes creían que el mode- lo cubano era la panacea de los problemas del desarrollo y se oponían a que el pueblo dominicano tuviera una visión real de lo que ocurría en Cuba. Tal actitud no era más que el fruto de un miedo terrible al debate libre de las ideas.

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El intento de boicotear un programa de radio del movimiento revolucionario Cuba Independiente y Democrática (CID) contra el régimen comunista de esa isla, y el recibimiento de héroe dispensado al canciller nicaragüense, Miguel D’Escoto, no encajaban dentro del marco de una política de no alineamiento y de imparcialidad ante conflictos internacionales, como se pregonaba con insistencia.

No se explicaba, por ejemplo, que las autoridades permitieran diferentes tribunas al canciller D’Escoto para hacer desde el país, en ocasión de una reciente visita a Santo Domingo, severos pronuncia- mientos contra Estados Unidos y no se produjera ninguna aclara- ción de que los mismos constituían puntos de vistas contrarios a la política internacional dominicana. Tampoco parecía coherente con los lineamientos de esa política exterior, que la Cancillería condecorara al depuesto embajador nicaragüense, Manuel Zambrano, al fi- nalizar su gestión en el país, el mismo hombre a quien el presidente Salvador Jorge Blanco reprendió por declaraciones formuladas en el Palacio Nacional, que el Gobierno entendió trascendían el ámbito de la soberanía nacional.

Las declaraciones de D’Escoto contra el Gobierno norteame- ricano constituyeron una mala jugada contra las autoridades do- minicanas, empeñadas en la aprobación por parte del Congreso de Estados Unidos del Plan de Recuperación para el Caribe del presidente Ronald Reagan. Dadas las especiales características de nues- tras relaciones con Estados Unidos, el ministro nicaragüense debió tomar en cuenta los intereses locales, cuando utilizó el territorio nacional para lanzar sus duros ataques contra Washington. Por lo menos debió advertir que podían crear, como sin duda lograron, una situación delicada a la Cancillería dominicana.

Era inexplicable que el ministro sandinista fuera reincidente en este asunto, actuando de ese modo dentro del marco de una visita oficial, que comprometía por igual a sus anfitriones.

También se observaban contradicciones frente a las denuncias de que exiliados cubanos se proponían “desestabilizar” al país, al través de transmisiones de radio contra Fidel Castro originadas en una estación local, Radio Clarín. La propia Cancillería cubana des- mintió que hubiera protestado por esas transmisiones ante las auto- ridades dominicanas, aunque sí elogiaron la decisión del Gobierno nacional de investigar dichas transmisiones.

Era difícil de entender qué es lo que iba a ser investigado, por- que no se trataba de transmisiones clandestinas, sino de un pro- grama contra el régimen cubano difundido por una emisora legal dentro de su programación ordinaria. La versión de que ese pro- grama violaba disposiciones legales dominicanas no se sostenía, y lo mismo pasó con el intento de atribuirle a sus patrocinadores el haber violado el principio que veda a los extranjeros tomar participación en política doméstica, por cuanto, a lo sumo, lo que hacían esos exiliados era ejercer su derecho de intervenir desde lejos en política de su país, porque en Cuba se lo impedían las autoridades comunistas de la isla.

Todo esto inducía a pensar que el entusiasmo “tercermundista” de la nueva política internacional dominicana carecía, en algunas cuestiones básicas, de una brújula que la orientara.

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Ninguno de los dirigentes del PRD con méritos para aspirar al cargo esperaría hasta el 1990 para impulsar sus ambiciones po- líticas, por mucho que esa fecha pareciera muy distante a finales de julio de 1983. No lo hará el expresidente Jacobo Majluta ni el secretario general, José Francisco Peña Gómez. Las perspectivas económicas y políticas del país eran demasiado inciertas como para quien pueda llegar a ser presidente en 1986 posponga su turno para cuatro años después.

La decisión final estaría determinada por circunstancias difí- ciles de 1983, pero que irán modelándose en la medida en que se aproxime la fecha crucial de las elecciones. Hacía unas cuantas semanas, la prensa destacó con amplitud el texto de una carta del Secretario General dirigida a Majluta. El contenido de esa comu- nicación no dejaba lugar a muchas confusiones, por su redacción precisa en términos claros y determinantes. Resultó fácil deducir de ella la conclusión de que, al prometer su exclusión del proceso electoral de 1986, Peña Gómez sellaba implícitamente su respaldo a la candidatura de Majluta.

Más de una razón había en esa misiva para sostener este criterio. Sin embargo, Peña Gómez, de cuya eventual candidatura se ha- blaba con marcada insistencia, aclaró a un matutino que él no había dicho que respaldaba la nominación de Majluta. Esta declaración contradecía las versiones periodísticas, en la que coincidieron más de un periódico, que atribuyeron haber afirmado al propio Peña Gómez, tan solo el sábado anterior, que Majluta ganaría la nomina- ción presidencial de su partido.

El Síndico del Distrito era lo suficientemente perspicaz para comprender que una espera demasiado prolongada podría echar a rodar sus aspiraciones presidenciales. “Tarde o temprano yo seré Pre- sidente de este país”, dijo el Secretario General perredeísta, en una autovaloración de sus posibilidades corno líder político nacional.

Los resultados de los comicios generales del año anterior mos- traron una tendencia muy pronunciada al desgate político del PRD. Las riñas internas aceleraron ese proceso de descomposición e inexorablemente afectaban las perspectivas electorales del partido, no importa cuán sólidas perecieran.

Era evidente el esfuerzo del “máximo líder” orientado hacia dos puntos. El primero, dar la impresión de un total desprendimiento, con lo cual se aseguraba la posibilidad de surgir, en última instancia, como una fórmula conciliadora frente a un desacuerdo respecto a la fórmula presidencial a la hora decisiva. Y el segundo, para no comprometer su apoyo a ninguna opción de manera concluyente, con el propósito de evitar enajenarse la aceptación de aquellos sec- tores que se opondrían, dentro del partido, a esa fórmula. Vistas con objetividad, ambos esfuerzos, lejos de bifurcarse, se concatenaban y tendían a impulsar las aspiraciones del secretario general, a costa de las de cualquier oponente.

El hecho de que continuaran las actividades del grupo La Es- tructura por la candidatura de Majluta dentro y fuera de la orga- nización oficialista, indicó por encima de muchas otras consideraciones partidarias y a despecho de las sanciones aplicadas a sus miembros dentro del PRD, que los estrategas de la fórmula “Proyecto Jacobo”, estaban conscientes de esta realidad y se preparaban para hacerle frente.

Las protestas del Síndico en el sentido de que él prometía echarse a un lado en el proceso venidero, no tenían importancia excepcional. Consideradas como lo que son, es decir, promesas de un político en permanente actividad proselitista, muy poca gente se atrevía a apostar que se trataba de una decisión única y definitiva.

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Peña Gómez anunció a comienzos de agosto que se proponía renunciar a la Secretaría General del PRD, que desempeñaba por 17 años, y de inmediato se especuló en los medios que tal decisión podía responder a varios objetivos políticos. Según dijo, el propósi- to de su decisión era el de consagrar todo su tiempo a la sindicatura del Distrito Nacional descuidada según podía colegirse de sus pro- pias palabras, por sus numerosas obligaciones con el partido.

Su prematuro anuncio, formulado con varios meses de anticipación a la fecha en que habría de producirse la renuncia, podría tener también el propósito de medir su nivel de popularidad en las bases del partido y determinar así la solidez de un liderazgo una vez a prueba de toda sublevación, pero últimamente cuestionado con una frecuencia y franqueza sorprendentes.

Su situación era bastante delicada. A pesar de la ayuda conseguida, tanto de fuentes domésticas como externas, y del respaldo del Gobierno, su labor municipal no tenía resultados concretos más allá del valor de la propaganda y de los logros naturales de una administración aceptable. La acumulación de basura continuaba siendo una calamidad para los residentes de una gran parte de los sectores residenciales de Santo Domingo y el deterioro de las calles y avenidas era notorio y creciente. Todo ello a pesar del hecho de que la ayuda gubernamental contribuía a despejar el panorama mu- nicipal, reduciendo sus obligaciones y aislándole de las demandas de empleo por parte de la militancia perredeísta.

Consciente de que no tenía adversarios en la máxima jerarquía del partido, Peña Gómez podría haber llegado a la conclusión de que le resultaba más conveniente entregarse por entero a las tareas municipales, con el fin de consolidar sus posibilidades electorales futuras, antes de que los problemas del Cabildo y el deterioro de los servicios públicos bajo su responsabilidad erosionaran.

Su renuncia de la Secretaría General podría ponerle también en camino de saber quiénes aspiran a sucederle, ambiciones proba- blemente mantenidas bien ocultas y disimuladas. Pero sobre todo, obligaría a sus adversarios potenciales, aspiren o no a la nominación presidencial, a mostrar sus cartas y a descubrir hasta qué punto po- drían estar en condiciones de oponerse a sus directrices partidarias.

Evidentemente la anunciada dimisión del Síndico del Distrito como Secretario General del partido en el poder, encuadraba a la perfección dentro de la lucha interna que se libraba en esa organiza- ción y, aún más, se perfiló como uno de los tantos recursos a los que Peña Gómez podría echar mano en el caso de que las circunstancias le indicaran que podría lanzar su candidatura en 1986.

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El Gobierno de Concentración Nacional celebró el 16 de agosto su primer año de ejercicio, enfrentado a graves problemas eco- nómicos. Las medidas adoptadas para frenar la inflación, reducir los altos índices de desempleo y mejorar la economía, en sentido general, resultaban insuficientes.

A pesar del optimismo oficial, manifestado en reiteradas afirmaciones de funcionarios del equipo económico, las perspectivas lucían inciertas. Las autoridades parecían haber comenzado a dar señales de que así lo entendían. Días antes se informó que el pa- quete de medidas económicas auspiciadas por el Gobierno estaban siendo evaluadas. Y poco después, el Secretario General del partido oficial, José Francisco Peña Gómez, hizo veladas críticas a la política económica del Gobierno sugiriendo la necesidad de un cambio en su orientación.

El tecnicismo y erudición en materia económica y financiera exhibidos por las autoridades del Banco Central y por otros funcio- narios del equipo responsable de manejar la economía, abstraían al Gobierno de la realidad despojándole del necesario pragmatismo para hacer frente a los problemas. Y el alza de la prima del dólar, que días antes del 16 de agosto, superó el llamado “nivel de pánico” del 60 por ciento, era una muestra.

El primer aniversario del Gobierno alentó la esperanza de cam- bios. El jefe del Estado descartó, empero, la posibilidad de una reestructuración sustancial en la composición del equipo burocrático. Pero los cambios que el país esperaba eran de otra naturaleza. Era cierto que una política nueva, o una simple reorientación tendría más credibilidad y mayores posibilidades de éxito con figuras nue- vas responsables de su ejecución. Pero aún con las existentes, era factible alentar mejores perspectivas si se ofrecían al país pruebas fehacientes de la intención de modificar el rumbo de la economía.

La cuestión a establecerse con claridad era si las autoridades es- taban conscientes realmente de la necesidad de esos cambios. Si no era posible definir con exactitud esa situación no se podían alentar expectativas con respecto a la posibilidad de alguna mejoría. Uno de los principales defectos de la administración era la terquedad con que algunos de sus voceros más importantes se aferraban a la defensa de ciertas medidas aún frente a las evidencias irrefutables de su poca utilidad práctica, actitud que usualmente corta las posibili- dades de una corrección a tiempo.

Fue precisamente lo que sucedió con el Banco Central y otras áreas de la acción gubernamental en el campo de la economía. El país, por ejemplo, era escéptico con las estadísticas. A diario se le informaba de avances en la lucha contra la inflación pero el presupuesto familiar se reducía cada día más y más difícil de manejar porque el dinero rendía menos.

Muchos de los problemas económicos tenían un origen ante- rior al ascenso de las autoridades. Pero estas cometerían un serio error al seguir actuando sobre la base de que el público toma esas sutilezas en consideración. Lo que cuenta para él es la habilidad de quien ejerce el poder para sortear las dificultades, sean viejas o nuevas.

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La franqueza con que se dirimió públicamente la disputa per- sonal entre los dos principales funcionarios de la Cancillería, indicó que ni siquiera el manejo de las relaciones internacionales escapaba al criterio de “compañero” con que algunos dirigentes asumían los asuntos públicos.

Una carta del vicecanciller Cotubanamá Dipp al diario vespertino Ultima Hora, con agrias alusiones a su superior, el canciller José Augusto Vega Imbert, confirmó claramente el fin de una era de tradición diplomática. Muy pocas veces en la historia de una Canci- llería se había visto cosa igual. La idea que la generalidad de los ciudadanos se forja de las relaciones exteriores es la de la prudencia y el tacto prevaleciendo a toda costa. La imagen común del diplomático era la de un hombre mesurado, temeroso de incurrir en una equi- vocación pública, por aquello de que una palabra inadecuada puede conducir a una crisis. Esta norma se aplica tanto a la conducción de los asuntos externos como al manejo interno de una Cancillería.

Desde los albores de la administración de Jorge Blanco, fue fácil observar diferencias notables de opinión entre las dos princi- pales figuras puestas al frente de las relaciones exteriores. Pero era permitible pretender que los criterios personales fueran supeditados a las líneas generales trazadas por el Gobierno.

A fin de cuentas, cuando un funcionario no está de acuerdo con los lineamientos oficiales de una política determinada su obligación es tratar de enmendar por las vías permitidas lo que estima un error o, en caso contrario, dimitir por estar en desacuerdo con dichas directrices. Pero la reacción pública del vicecanciller Dipp, estaban muy lejos de ser la conducta lógica de un diplomático de tan alto nivel.

Era inexplicable que desavenencias de orden estrictamente administrativas, sobre la forma en que debían manejarse los asuntos internos de la Cancillería, trascendieran la luz pública en la forma en que ocurría y a través de aquellos que se suponía los más inte- resados en mantener en secreto esas diferencias. Un análisis de los hechos permitió llegar a la conclusión de que detrás de todo ese aspaviento se escondía, sobre todo, una sorda lucha de personali- dad. Pero la solución acordada para tratar de conciliar las posiciones en conflicto afectó sin duda la imagen de las relaciones exteriores dominicanas y obstaculizó los esfuerzos emprendidos con la inten- ción de dar a la Cancillería un rol de relevancia en la diplomacia latinoamericana.

La decisión de poner en licencia por un mes al vicecanciller Dipp, provenía de la lógica de evitar desautorizar a un alto dirigente del partido frente a alguien, el Canciller, que con la excepción de su íntima amistad con el Presidente de la República, no podía invocar mayores méritos partidarios. Pero la decisión planteó la interrogan- te de hasta qué punto los intereses del partido pueden influir la marcha de asuntos que, como los de la Cancillería, se suponen al margen de consideraciones proselitistas.

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Días antes de la celebración del primer aniversario del régimen, el Partido Revolucionario Dominicano confirmó tácitamente las denuncias sobre la existencia de una escuela de guerrillas clandesti- na. En una declaración verbal a la prensa, su secretario general, José Francisco Peña Gómez, dijo haber tenido en sus manos un ejemplar del manual usado como texto en ese centro de subversión, respecto al cual no se ofrecían mayores informaciones al público. “Yo vi un ejemplar mimeografiado”, declaró al advertir a la izquierda acerca del peligro de “jugar con la democracia”.

Había dos elementos de confusión en las manifestaciones del lí- der oficialista. Uno tenía que ver con su mención de un “alto centro docente” donde se estarían impartiendo las instrucciones de guerra de guerrillas, el cual él debió identificar. El otro se refería a las guerrillas mismas, por cuanto el manual mimeografiado que despertó su alarma era probablemente el mismo de las guerrillas salvadoreñas que su partido, y él personalmente, respaldaban en forma sistemá- tica. De todas formas, las informaciones parciales suministradas en forma irregular, por cuanto llegaron a la opinión pública a manera de retazos y a través de declaraciones políticas y no de una denuncia formal como sería lo apropiado, eran preocupantes.

La creación de un centro de enseñanza guerrillera tendría como objetivo lógico la promoción de un foco de actividad armada, ya sea rural o urbano. El propósito sería crear condiciones sociales para el derrumbamiento del orden institucional y la instauración de un régimen militar de izquierda, probablemente similar al de Cuba o al de Nicaragua. De ser ciertas las denuncias, por lo cual se hacía necesario una clara versión oficial de los hechos, que nunca se dio, el país estaría en vías de ver seriamente amenazada la paz y tranqui- lidad que, a pesar de todos los inconvenientes de orden económico, eran grandes logros del proceso democrático.

El problema consistía en que el oficialismo perredeísta había hecho tanta apología de las guerrillas salvadoreñas y de las milicias sandinistas de Nicaragua, que podría resultarle extremadamente difícil ahora demostrar que un procedimiento que estimaba correcto en un determinado país, no puede serlo en otro, en este caso la República Dominicana.

Esa era la situación que restaba fuerza a las declaraciones de Peña Gómez sobre el peligro denunciado. Como también su insistencia en tratar de demostrar que un intento “desestabilizador” de la izquierda pondría a la extrema derecha en capacidad de sacar ventajas políticas y tomar el poder. Dejémonos de cuento. De un plan de subversión de izquierda solo sacarían ventaja los marxistas.

A pesar de sus grandes divisiones y diferencias tácticas, la izquierda había logrado un grado más avanzado de organización que la derecha y políticamente ningún partido de esta última tendencia poseía, por lo menos en ese momento, caudal suficiente para cons- tituir una amenaza ligera al orden democrático nacional. No era el caso con los partidos marxistas, unificados en un frente capaz no solo de atraer la atención de la prensa diaria, sino de promover una gran angustia e inquietud en los círculos oficialistas. Con respecto a la afirmación del “máximo líder” del PRD de que las clases de gue- rrillas se imparten en un “alto centro docente”, si él vio, como dijo, esos papeles, pudo haber sido más responsable identificando el lu- gar, por cuanto había en el país más de una docena de esos centros.

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Los primeros cinco años de administración perredeísta fueron pobres en realizaciones materiales. En la ciudad de Santo Domingo no había una sola huella física de esa acción gubernamental. Al llegar Jorge Blanco a su primer aniversario como jefe de Estado a única obra de la que podría enorgullecerse el partido en el poder en la capital de la República era el monumento a fray Antonio Monte- sino, una donación del Gobierno mexicano.

La zona colonial, cuya restauración en los años previos al as- censo del Partido Revolucionario Dominicano al Gobierno constituyó una excelente iniciativa en materia turística y de rescate cultural, presentaba signos de deterioro, debido al descuido. Las paredes de sus principales edificios estaban llenos de letreros comerciales y políticos. En adición a esto, la acumulación de basura, si bien no constituía un problema alarmante, afeaba la ciudad, dándole un aspecto deprimente en algunas zonas, especialmente de la parte an- tigua y en los barrios de la zona norte.

Uno de los más costosos errores del oficialismo fue interrumpir, a partir de 1978, el ritmo de crecimiento de la construcción y descuidar las labores de ornato y embellecimiento de Santo Domingo. Con el pretexto de que había áreas más prioritarias para la acción oficial, la industria de la construcción descendió a un nivel casi de estancamiento. La situación fue resultado de una política guberna- mental planificada, pero luego le faltó al Gobierno del PRD imaginación y decisión para corregir las equivocaciones en este campo las que finalmente tuvieron que ser reconocidas.

La ciudad de Santo Domingo sufría las consecuencias de esa estrecha visión de las responsabilidades oficiales. Las condiciones de vida de la capital se deprimían, con tendencia a una acentuación progresiva de sus problemas. Una gran parte de las calles, aún en las zonas comerciales, se encontraban en mal estado y en los ba- rrios eran virtualmente un solo bache. Con todo y la propaganda municipal, el Ayuntamiento no podía vanagloriarse de resultados concretos por encima de una acción mediocre.

El primer año de gestión del Síndico anterior, Pedro Franco Bailía, con todas sus limitaciones conocidas de recursos y sus pésimas relaciones con el Gobierno de Antonio Guzmán, dio respuestas más atinadas a problemas tan dramáticos como el de la basura y el arreglo de las calles. Y era eso lo peor que podía decirse de la administración de Peña Gómez, empeñada en demasiados progra- mas que si bien parecían prometedores, no eran prioridades dentro de un orden riguroso de necesidades urbanas y en cambio distraían recursos, humanos y materiales, indispensables para la solución de otros que, como la basura y el ornato, sí constituían urgencias ina- plazables.

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Dos días después de la conmemoración del primer aniversario del Gobierno, el comandante Huber Matos hizo una nueva apela- ción al presidente Salvador Jorge Blanco para que se permitiera la difusión desde una emisora dominicana de un programa dirigido al pueblo de Cuba, oprimido por una tiranía comunista desde 1959.

La apelación fue a propósito del cierre, por parte de la Di- rección de Telecomunicaciones, de un programa del Movimiento Cuba Independiente y Democrática (CID), presidido por Matos, bajo el alegato de que por ahí se transmitía exhortaciones dirigidas a provocar un levantamiento armado contra el régimen de Fidel Castro. La prohibición era otra mancha en la trayectoria de respeto a las libertades públicas y en el carácter pluralista del Gobierno de Concentración Nacional del presidente Jorge Blanco. Por eso, la opinión de la mayoría de quienes vieron en esa disposición un gol- pe a la libertad de expresión, fue la de que se trataba de una iniciativa unilateral de Telecomunicaciones sin inspiración presidencial.

La máxima autoridad ejecutiva del país había dado algunas pruebas de tolerancia y revocado medidas cuando ellas provocaron resistencia en la opinión pública. Le bastaron un editorial de un matutino y un comunicado del Partido Comunista Dominicano (PCD) para dejar sin efecto la amenaza de deportación que pesaba contra un ciudadano soviético casado con una dominicana, que ha- bía sido detenido en una redada contra activistas de izquierda.

Varias circunstancias contribuyeron a crear una madeja de especulaciones en torno a la medida contra el programa, que venía difundiéndose por las ondas cortas de Radio Clarín. Una de ellas es la de que había ya realizado una “investigación” a raíz de una primera tentativa para suprimir su transmisión, como resultado de lo cual todo parecía aclarado. También se afirmó que las autoridades habrían cedido a presiones indirectas del Gobierno cubano, dentro de todo un complicado cabildeo diplomático para lograr una activa participación nacional en las gestiones de paz en Centroamérica.

De acuerdo con informes en medios políticos, se habría sugerido al partido en el poder la conveniencia de que se pusiera término a las críticas contra el régimen de Castro por parte de grupos de exiliados desde el país.

En su apelación a Jorge Blanco, dirigida en un telegrama desde Miami, Matos exculpaba de toda responsabilidad por la medida al jefe del Estado, cuando dice: “No permita que desde la tierra libre de República Dominicana, tan honrosamente vinculada a nuestras luchas emancipadoras, se impongan silencio a la verdad y esperanza de libertad para el pueblo de Cuba, doblemente oprimido por Fidel Castro y el colonialismo soviético”. Y a la vez insinuó la posibilidad de que la suspensión del programa obedeciera a presiones exter- nas. “No permita que subalternos suyos le hagan pasar a la historia como un gobernante empequeñecido ante las presiones y amenazas de un tirano”.

La opinión pública creía que si el Presidente fue capaz de revocar la deportación de un ciudadano soviético por el reclamo de un periódico y el Partido Comunista, podría muy bien echar atrás esta prohibición contra el derecho del exilio cubano a dar al pueblo de su país una versión de la realidad diferente a la de la “verdad oficial” a la que estaban condenados diariamente desde hacía 25 años.

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Días después la Dirección General de Telecomunicaciones emitió un comunicado afirmando que las transmisiones, realizadas a cuenta de Cuba Independiente y Democrática (CID), eran con- trarias “a la seguridad del Estado, el orden público y la concordia internacional”.

Pero ninguna de esas tonterías se equiparó con la invocación que el departamento hizo del artículo 76 del Código Penal, al in- sinuar que existía un conciliábulo para al través del citado programa “tratar de que se emprenda alguna guerra contra la República o contra el Gobierno que la representa”. Lo que cualquier lector avezado pudo colegir fue que el país pudo haber estado recibiendo amenazas de Cuba para presionar por un cierre de las transmisiones del CID, hechas en onda corta por Radio Clarín.

Como quiera que se le viera, fue una invocación trasnochada de la ley. La opinión pública nacional había sido testigo de que en el pasado reciente varios sectores, incluso del partido en el poder, propiciaron colectas y enviaron ayuda a las guerrillas salvadoreñas que luchaban para derrocar por medio de las armas a un Gobierno legítimo con el cual la República Dominicana mantenía relaciones formales a todos los niveles.

La invocación en tales circunstancias de la “seguridad del Estado y el orden público”, justificó idénticas medidas adoptadas en el pasado, muchas de las cuales afectaron directamente al Partido Revolucionario Dominicano (PRD), como fueron los casos repetidos del cierre de Tribuna Democrática, durante la administración del presidente Joaquín Balaguer.

Era absurdo que Telecomunicaciones pretendiera que las trans- misiones contra el Gobierno de Cuba, en ejercicio legítimo del derecho a la libre expresión del pensamiento, constituyeran “actos hostiles” que expusieran al país a una declaración de guerra “o a los dominicanos” a sufrir represalias en su persona o en sus bienes.

Después de la infortunada decisión de disponer la clausura de las transmisiones, amparado en argumentos endebles incapaces de sostenerse por sí mismos, Telecomunicaciones expuso a las autori- dades con este comunicado al peor de los ridículos.

De un comienzo al fin, el texto de la explicación oficial ca- recía de fundamento. Si en efecto, como se alegó, las transmisio- nes incurrían en una violación de disposiciones legales, el deber de Telecomunicaciones fue el de haber sometido legalmente a los responsables a la Justicia. Así los tribunales hubieran tenido la última palabra sobre un asunto de profunda repercusión internacional, que propiciaba ya una campaña contra la imagen del Gobierno democrático del país en el exterior.

Si alguien incurrió en una transgresión de la ley fue por tanto, Telecomunicaciones al actuar por la vía administrativa. Su preocupación por el respeto a los dispositivos legales que invocó en el caso reflejaron, además, un criterio muy selectivo de sus deberes, pues esas mismas razones, podrían invocarse para actuar en contra de infinidad de programas por los que diariamente se lanzaban fieros ataques contra gobiernos de países que mantenían relaciones con la República Dominicana.

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Una ley, la número 74, aprobada en enero para entrar en vigor en noviembre, era en agosto un foco de conflicto entre empresarios y el Gobierno. La ley imponía un gravamen de un seis por ciento a todas las transferencias de bienes industrializados.

Mucha de la resistencia a su puesta en vigor provenía del sector comercial. Según la Federación Dominicana de Comerciantes, Inc., la ley tendrá una incidencia negativa en la economía reclamando al Gobierno a aplazar su aplicación. La Federación, cuya directiva la encabezaban Juan Valerio Sánchez y Juan A. Mejía Pimentel, asegu- raba haber realizado un estudio “minucioso” respecto al reglamento de aplicación administrativa de la ley, que demostraba sus defectos, ya que supuestamente su aplicación sería más perjudicial que con- veniente al Gobierno.

Otro aspecto sustentado por los comerciantes se relacionó con la poca preparación que existía para hacerla efectiva. En otras palabras, en la escasa información en torno a sus objetivos y la manera en que habría de ser aplicada “lo que propiciará muchas dificultades”, a juicio de la Federación, para hacerla cumplir cabalmente. También se citó el caso de los comerciantes de escaso capital y operaciones pequeñas, que en opinión de la entidad constituían la mayoría, los cuales “no poseen los recursos económicos necesarios para contratar los servicios de un personal especializado con la capacidad necesaria para implantar el sistema de registro que requerirá la apli- cación de la mencionada ley”.

Sin embargo, lo que más parecía preocupar a los comerciantes era el efecto que esa ley tendría en los consumidores, de los que fi- nalmente ellos dependen. El público, alegó la Federación, es el que finalmente cargará con el aumento establecido por el gravamen, con un impacto directo sobre el costo, ya elevado, de la vida.

En su planteamiento encaminado a lograr una modificación sustancial de la ley, o por lo menos un aplazamiento de su aplica- ción, los comerciantes advirtieron sobre el efecto que el impuesto del seis por ciento a las transferencias de bienes industrializados tendrá sobre los altos índices de desempleo y los bajos salarios.

La Federación solicitó un aplazamiento que les permitiera a sus miembros adquirir conocimiento suficiente sobre la ley, plazo durante el cual podrían instruir a sus empleados sobre el manejo del estatuto legal, con la finalidad de hacerlo funcional. La solicitud fue rechazada.

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Las justificaciones ofrecidas por el Secretario General y “máximo líder” del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), José Francisco Peña Gómez, días después del cierre por la vía adminis- trativa, de las transmisiones radiales del Movimiento Cuba Inde- pendiente y Democrática (CID), no ocultaron su simpatía por la tiranía de Fidel Castro, a quien él se permitió enviar “recados” sobre la crisis centroamericana.

Sin entrar en el aspecto moral de la cuestión, relacionada con la elemental obligación de defender el derecho a la libre expresión de los demás por parte de un dirigente que había sufrido en carne propia prohibiciones de ese tipo, valía la pena analizar con detenimiento las inexplicables contradicciones en que incurrió el líder de la Internacional Socialista y Síndico del Distrito Nacional.

Para justificar una medida ilegal, propuso a los patrocinadores del programa anticastrista que en lugar de utilizar los medios nor- males disponibles, como son las frecuencias legales de radio, que construyeran una emisora clandestina, que sí constituiría una falta grave a las leyes dominicanas. Y para sustentar tan calenturienta proposición, Peña Gómez recordó que él, tras el golpe militar de septiembre de 1963, construyó “una emisora clandestina” sin implicar ni asociar a Gobierno alguno.

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