Dos fenómenos dañinos se entrelazan, con fatales consecuencias para la juventud de hoy. El volumen y nivel de bajos y la perversidad de la llamada música urbana. El criollo entiende que el “poder” del sonido es expresión de dominación sobre una masa a la que el ritmo y la cadencia deleitan hasta el éxtasis, sin entender que los extremos de esa música deforman y alteran, ocasionando daños irreversibles en el sistema auditivo. Los “disyoquis”, especialistas empíricos del manejo de consolas mezcladoras de música, no comprenden su propia “especialidad” y como deforman las interpretaciones de orquestas y músicos que no saben tocar sin el auxilio electrónico de poderosos sistemas, diseñados para instalaciones gigantes y trabajando en espacios cerrados. En un evento de la Hispanidad, en la Casa de España, club social de alto nivel económico, cuando tocó a Rep. Dominicana presentar un merengue de Juan Luis Guerra, la tambora y los bajos ahogaban al acordeón, tanto que resultaba imposible distinguir sus notas. Al final se bailó con la orquesta de Manny Cruz y era tan alto el volumen, que no se identificaba qué ritmo tocaban, en un “amasijo” de instrumentos sin identificación propia, y un cantante que “berreaba” algo que no se podía entender, a pesar de ser el “dueño” del grupo musical. En esos contratos debería especificarse que el nivel de la música y de bajos, lo define el que paga. Con la música urbana, creí en sus inicios que evolucionaría como expresión de grupos marginados de la sociedad actual, hasta producir verdadero arte y lo que ha hecho es involucionar hacia lo peor. Parece que la incultura que nos arropa, la mediocridad como norma de vida, estimula la ignorancia de la gente e incita a la promiscuidad y las dependencias, con mensajes deformantes de lo más bajo de la sociedad. La ingenuidad juvenil propicia, promoviendo figuras ficticias, elaboradas por un perverso mercadeo que mueve dinero a borbotones. Tokisha, la extrema expresión de la vulgaridad, que no representa a Dominicana, se utiliza para lanzar la primera bola en un juego en Estados Unidos. Bad Bunny, elegido “mejor artista del año”abarrota el Estadio Olímpico en 2 presentaciones, al tiempo que se estimula el fraude electrónico con taquillas, ante una delirante juventud que asume esas “canciones” como himnos, sin entender que son el deformatorio material del culto a la estupidez, propiciadores del beneficio económico de un grupo, en plan de hacer “artistas” a quienes carecen de talento, en estrafalario espectáculo de luces y sonido, que no expresa arte, pero vomita dinero. La mujer es la gran perdedora, en un proceso, además, deformante del lenguaje, como simple objeto de placer, como símbolo denigrado de la deslealtad, como “propiedad del macho fálico”, como figura de las deformaciones de principios y valores, o como parte de las aberraciones de la “multiplicidad” de sexos.