En 1990 desapareció la Unión Soviética. Lo que aconteció inmediatamente después fue un verdadero caos.
Por un lado vino el desmembramiento de sus partes: se independizaron países que no se sentían “rusos” y con esto se perdió el 30 pc de su territorio.
Por el otro, vino la crisis económica. Los funcionarios del antiguo KGB se repartieron la riqueza del país y el sistema de beneficencia quebró. Millones de ciudadanos murieron o abandonaron el país.
La gente comenzó a añorar al Partido Comunista. Y si este no ganó en las urnas fue porque en el 2000 lo hizo un abogado brillante, de origen humilde y ex agente de la KGB, llamado Vladimir Putin, que describía el comunismo como “un callejón sin salida, lejos de la civilización”.
Putin comenzó a gobernar de manera drástica y autoritaria. Giró la economía hacia el capitalismo, bajó los impuestos y persiguió a las mafias. Todo esto se tradujo en un vigoroso crecimiento económico y una significativa disminución de la pobreza.
Putin salvó a Rusia.
Por esto ganó las elecciones en el 2004, en el 2012 y en el 2018 (todas las veces de manera abrumadora).
Internacionalmente se presenta como un villano déspota capaz de muchas fechorías, entre ellas las de manipular la justicia en contra de sus adversarios. Pero detrás de toda esa mala prensa también molesta mucho su ferviente patriotismo y su firmeza en no doblegarse a Occidente.
Putin no permite que organismos internacionales intervengan en la economía de su país. Tampoco se somete a la fanaticada ambientalista (a Greta la invitó a prepararse mejor y a no dejarse manipular por sus mayores), ni a la ideología de género (dejó bien claro que en Rusia no se perseguía a nadie por ser homosexual, pero que eso no significaba que fuesen a promocionar la homosexualidad en las escuelas).
Y no tolera que los inmigrantes impongan sus costumbres. ¡Qué se devuelvan a su país si no quieren integrarse!
Los rusos lo adoran y aprueban lo que hace. A unos cuantos les encantaría
incluso que se quedara para siempre.