Cuando los aliados que emergieron vencedores en la Segunda Guerra Mundial acordaron establecer el derecho a veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, lo hicieron conscientes de que al día siguiente de su creación tendrían que utilizarlo frente a unos amigos sobre los cuales siempre revolotearía la sospecha.
Esta ha estado sistemáticamente presente en las siete décadas que lleva un organismo que es la columna vertebral del sistema de Naciones Unidas, y cuyas decisiones surten menos efecto que una ordenanza de un Ayuntamiento dominicano.
El otorgamiento de ese poder de veto tuvo la intención de garantizar el equilibrio de poderes en la ONU, de manera que ninguno de los cinco miembros permanentes pudiera salirse de madre y hacer lo que le venga en ganas con el mundo.
Sin embargo, esa prerrogativa ha servido de poco cuando de poner freno a los aliados en el Consejo se trate. Así las cosas, Estados Unidos, Francia y Reino Unido disponen a su antojo el uso de la fuerza contra cualquier nación que ellos entiendan no anda por el carril deseado por las potencias occidentales.
Los otros dos con poder de veto, es decir, China y Rusia, pueden ejercer dicha facultad, pero igual los otros tres le pasarán por encima a las recomendaciones del Consejo, las cuales deberían ser impresas en papel higiénico para darles un mejor uso.
O sea, un organismo creado para decidir sobre urgencias no ha sido capaz de siquiera persuadir a quienes frecuentemente están tocando tambores de guerra, como sucede con el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.
Tampoco fue capaz de poner freno al expansionismo del presidente Vladimir Putin cuando decidió anexar a Rusia territorios que alegaba le pertenecían, creando situaciones de gran peligrosidad para la paz mundial. Todas estas acciones, igual que la agresión de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña contra Siria, evidencian que para las potencias no existe el multilateralismo sino decisiones unilaterales por muy truculentas que resulten.
En 2003, Washington invadió Irak basado en una sarta de mentiras sobre armas químicas, falsedades que fueron reforzadas por el entonces primer ministro inglés, Tony Blair, quien con un descaro tan impresionante como espantoso aseguró al presidente George W. Bush —otro mentiroso patológico— que la inteligencia británica había confirmado las armas que supuestamente poseía Saddam Hussein.
El señor Blair, un exgobernante ahora mismo despreciado hasta en su propio país, ha admitido que mintió para avalar la invasión que Bush estaba presto a lanzar contra Irak.
Es obvio que los mentirosos de ahora son Trump, Emmanuel Macron y Theresa May, quienes sin pruebas y sólo por su “íntima convicción” asumen como ciertos los ataques con armas químicas atribuidos al Gobierno sirio.