Han coincidido sobre la libertad de expresión del pensamiento dos situaciones que plantean la delgada línea sobre la cual se mece esta prerrogativa universal inherente a la condición humana, cuya base de sustentación legal se encuentra plasmada en todas las constituciones democráticas del planeta.
Justamente este lunes se ha producido en Londres la libertad del periodista australiano Julian Assange, encarcelado durante cinco años en condiciones sumamente difíciles en prisiones británicas, además de los siete que permaneció refugiado en la embajada del Ecuador en la capital del Reino Unido, de donde fue sacado por la policía luego de que un perverso que gobernaba el país sudamericano ordenara su desalojo.
No es necesario recordar que Assange llegó a la condición cuyo final alcanzó este lunes, luego de ejercer la libertad de informar sobre la base de documentos reales obtenidos de fuentes reales, acerca del comportamiento ruin del gobierno de los Estados Unidos frente a sus aliados y adversarios.
Ante la imposibilidad de negar la autenticidad de los documentos filtrados por Assange y su corporación WikiLeaks, el Gobierno estadounidense marchó sobre el periodista y se abstuvo de ejercer cualquier tipo de acción contra decenas de los más grandes e influyentes periódicos de todo el mundo que publicaron, simultáneamente y en más de 30 idiomas, dichos papeles.
Ahora, ante la disyuntiva de Assange de continuar siendo un prisionero sin fecha o negociar la libertad sobre la admisión de alguna culpabilidad de lo que todos sabemos no es culpable, algunos le consideran traidor de su propia causa. Pero no es tan sencillo como se ve.
Por una extraña coincidencia, la libertad de Assange se produce justo en el momento en que en nuestro país se debate si está en riesgo el ejercicio de la libertad de prensa y la libertad de expresión.
Digo en forma precisa que no hay tal amenaza al ejercicio de nuestro trabajo de cada día, pues para que eso exista tienen que configurarse realidades concretas que no se dan actualmente.
Lo fundamental es que para atentar contra la libertad de prensa tiene que existir desde el poder la voluntad de vulnerar ese ejercicio, y a nadie le cabe duda de que las presentes autoridades no tienen ese temperamento.
De todos modos, siempre hay que estar vigilantes, pues la tentación suele vestirse de monja.