La República Dominicana es uno de los escasos países de América Latina que ha venido celebrando elecciones de manera sistemática desde hace más de medio siglo, y a pesar de encontrarse en una zona geográfica altamente conflictiva, nunca ha visto interrumpida la construcción de su democracia.

Nunca fue laboratorio de las potencias hegemónicas que utilizaban estos países como tubos de ensayo, y si bien dentro de esa construcción democrática de posguerra se vivieron episodios difíciles, a nadie se le ocurrió suponer siquiera la posibilidad de un cuartelazo exitoso.

Desde entonces decidimos que el poder político se logra mediante elecciones, lo que queda demostrado en los 22 procesos comiciales celebrados en el país a contar de 1966, de los cuales 15 han sido presidenciales y siete congresuales y municipales, ya juntos o separados.

Es decir, que este domingo se celebrarán las elecciones número 23 sin interrupciones, lo que proyecta a nuestro país como una democracia ya sólidamente afincada sobre los cimientos estructurales de una madurez incuestionable, a pesar de los serios déficits que aún se mantienen en términos de conquistas materiales.

Al tomar en cuenta lo anteriormente señalado, a lo que debemos apostar los dominicanos es a luchar por la consolidación de conquistas económicas y sociales, en razón de que las prerrogativas ciudadanas en materia política, de ejercicio de los derechos democráticos, libertades públicas y expresión de los derechos colectivos ya están aseguradas, sin que se perciba el más mínimo asomo de reversión.

Por consiguiente, a lo que debemos apostar todos los dominicanos es a que, a partir del resultado que surja del proceso electoral del domingo, la sociedad en su conjunto asuma el compromiso de acompañar al presidente en la tarea de continuar la construcción de un futuro mejor para cada ciudadano.

Los candidatos presidenciales—que afortunadamente tienen una indiscutible formación de Estado, más o menos, pero la tienen, al fin y al cabo—saben lo que el país necesita para saltar las murallas que han evitado que alcancemos un mayor nivel de desarrollo.

Un compromiso que se debería asumir es desterrar por al menos los próximos dos años toda aspiración, pues no es posible que, sin haber pasado la prueba de 2024, se hable de 2028.

Hay que acompañar al presidente en la ardua labor de construir un mejor futuro.

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