Una de las instituciones del Estado que más despiadadamente han sido criticadas durante y después del colapso de la capital el pasado viernes ha sido la Alcaldía del Distrito Nacional, contra la cual caen como decimos popularmente, los palitos.
Todo obedece a que una alcaldía está obligada a enfrentar los problemas asociados a lluvias y otras circunstancias, pues una de sus principales responsabilidades radica, precisamente, en el manejo de la cuestión urbana.
Es lo que ocurre en todas las urbes, no importa su tamaño ni su importancia relativa, pues son esos los organismos que manejan los asuntos municipales, entre los que se resalta el cuidado de las calles, que incluye en primer orden su limpieza.
Sin embargo, creo injustificado el vendaval de críticas a la alcaldesa Carolina Mejía, críticas que empezaron en el preciso momento en que la ciudad era golpeada por uno de los temporales más monstruosos que recordemos en al menos 50 años.
La señora Mejía y su equipo no podían hacer más de lo que han venido haciendo, cuyo esfuerzo ha consistido en recuperar las áreas que son de su competencia.
Hemos escuchado entre los críticos decir que no se observan brigadas de trabajadores municipales en labores de limpieza de imbornales, filtrantes y cunetas, lo cual no es cierto. Esa labor se realiza con regularidad.
Pero debemos reconocer que nuestra falta de educación y de conciencia ciudadana es un flagelo que arruina todo esfuerzo por hacernos entender que habitamos una ciudad, no una selva.
La precariedad educativa y falta de ciudadanía nos lleva a no tomar en cuenta que, al arrojar fundas de plástico, vasos, desperdicios alimenticios, todo tipo de desechos y otras manifestaciones de primitivismo estamos siendo aliados de la caotización de los servicios municipales.
Alguien dijo que la ciudad más limpia no es aquella que más se asea, sino la que menos se ensucia, un juicio que encierra una gran verdad, pues de nada sirve que delante de nosotros una brigada de limpieza haga su trabajo, mientras detrás vamos arrojando desperdicios a la vía.
Es decir, no podemos exigirle al ADN ni a ningún otro Ayuntamiento que hagan una buena labor si no aportamos para que eso sea posible, algo que no genera más sacrificio que un simple ejercicio de urbanidad.
Lo ocurrido el pasado viernes en la capital de la República debe llevarnos a cada uno a reflexionar y concluir en que el salvajismo individual—que a veces se torna colectivo—es la peor apuesta y la retranca contra la construcción de la civilidad.
Dejemos de buscar culpables en el Ayuntamiento capitalino, cuando la responsabilidad no es de Carolina Mejía, sino de todos nosotros.