Nos enseñó san Agustín: “El mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página”. En mi caso, cuando viajo leo y al hacerlo aprendo el doble. Es un maravilloso complemento. Es una especie de “happy hour” del conocimiento.
Me encuentro en el Castillo de Buda, en Budapest, capital de Hungría: ¡Impresionante, y más con el río Danubio al fondo! Reflexiono que viajar me inspira a actuar, pensar y soñar, ver todo con más claridad y mente abierta, a notar que todo es más sencillo de la cuenta, me nutro de energías y metas, renovando ideas, analizo con mayor claridad el pasado, el presente y el futuro.
En resumen, viajar me motiva a vivir con más plenitud y sana libertad, enfocado en ser feliz, cumplir el deber conmigo y con la sociedad, ser útil en el más amplio sentido de la palabra.
Y conjugo el verbo “viajar” sin limitaciones de ciudades, países o continentes. No importa dónde estoy, la novedad está en cómo siento lo observado e intento comprender de corazón a las personas que tratamos y a su entorno; también me adentro en su historia, templos, mercados, cementerios… En consecuencia, me adapto y disfruto a mi manera el lugar donde me encuentro, por ello me siento tan pleno en París como cuando estoy en nuestra hermosa Moca, provincia Espaillat.
Para muchos, y me incluyo, viajar es la mejor inversión. Conocer otras culturas no tiene precio, cada una tiene su encanto, su olor, su sabor, y ninguna es superior o inferior a otra, sí distinta. Al viajar se enriquece nuestro espíritu, nuestra mente se amplía, disminuyen nuestros prejuicios, nos deleitamos con las maravillas que Dios creó y apreciamos mejor nuestro país.
Viajar también nos hace comprender que somos parte de un mundo hermoso, con su comprensible diversidad, dinámico, colorido, con más luces que sombras. Todo depende de nuestras perspectivas, de las emociones en el momento de nuestro caminar y del interés dado a la experiencia, donde aplaudimos cuando es comparable o sobrepasa algunas de nuestras expectativas.
Destaco que, en mi caso, trasciende el valor que le doy a lo encontrado y palpado, no el que le etiquetan las revistas turísticas o la fama; para mí, la noble sonrisa del que cuida la iglesia o las limpias y estrechas calles de un aislado pueblo puede impactarme más que un edificio famoso.
Por cierto, finalmente, en este lugar de Europa estoy encantado al leer por segunda vez “La Ciudad de la Alegría”, escrita por Dominique Lapierre, la cual tiene por protagonistas a dos viajeros: Paul Lambert, cura católico francés, y Max Loeb, médico estadounidense. Otra vez se mezcla lectura y viaje. ¡Qué agradable!