Nada desnuda más nuestra idiosincrasia que un avión, ese pájaro de metal que, si pudiera contar las historias que subyacen en su vientre, podría sonrojar a cualquier extranjero. Antes del abordaje, se percibe esa maleta repleta de alimentos criollos que, aunque se vendan allá, saben mejor si se llevan de aquí, retando las prohibiciones migratorias. El salami, casabe, sazones, dulces, queso de hoja, cerveza, cilantro, refresco rojo y hasta el locrio del día anterior, no pueden faltar, so pena del desprecio del que lo espera; a la par, una nutrida delegación va a despedir al viajero porque ir al aeropuerto es un acontecimiento, además de un buen pretexto para unas lagrimitas de despedida.
Desde que aborda, parece que los nervios activan el apetito del dominicano porque decide ingerir en pleno vuelo un pollo frito con tostones, chicharrón y un traguito para que el susto no lo agarre con el estómago vacío porque ya no brindan nada. Como es muy espléndido, le ofrece a todo el vivo (que ya sabe su vida completa) aunque le quede lejos de su asiento.
Dormir en el trayecto no es una opción, conversar sin parar, sí, (previamente, se ha montado en una silla de ruedas que no necesita para evitar filas). Visita el baño un montón de veces, molestando al de al lado al que cada vez le pone el fundillo en plena cara. No puede dejar tranquilas a las azafatas para que lo ayuden a ponerse el cinturón o a llenar un formulario, al tiempo que sus hijos pequeños desesperan al ocupante delantero con sus patadas (“¿qué quieren que haga, si al muchacho se le tapan los oídos?”).
Luego del aplauso de rigor -que es más de alivio que de júbilo- se para estrepitosamente a recoger su equipaje antes que las luces se prendan, aunque esté en el último asiento y no pueda salir, en su afán por escapar del confinamiento. Mientras, su mujer elige ese momento para desatarse el pelo, pintarse la boca y perfumarse.
No tiene los papeles en orden (que están al fondo de un voluminoso bulto con todo, menos lo necesario), provocando la impaciencia del oficial y de los de atrás. Desde que pisa suelo americano, se transforma en un manso corderito, al contrario de cuando llega aquí que se desacata con una música estridente, después de un abrazo de bienvenida con saltitos incluidos.
Por este tipo de episodios vergonzosos y ese comportamiento peculiar somos famosos en el mundo, aunque muchos preferíamos serlo por Punta Cana, Oscar de la Renta o Juan Luis Guerra.