“La subjetivización neoliberal hace que la gente tenga miedo a la democracia radical”
Pierre Dardot
Ya nadie se atreve a negar la crisis del neoliberalismo y de la democracia. Como siempre, la responsabilidad histórica de enfrentar esa crisis política y económica apunta a la izquierda. Eso no debería llamarnos la atención porque fue siempre así en los largos “cien años de soledad” de nuestra América. Y como la bola volverá cuando pasen los esfuerzos negacionistas y los éxitos con que se mantiene la impunidad, se nos impone partir de un diagnóstico para discutir acerca de la capacidad ideológica y política de la izquierda. Ojo que no estoy hablando de autocrítica pues en esa trampa solo caen quienes han cambiado de opinión, se han negado a sí mismos y han pasado a ser administradores del neoliberalismo. La autocrítica, esa señora tan exitosa que sirve hasta para parir ministros y funcionarios de “izquierda” en gobiernos de derecha, ministros de derecha en gobiernos “progresistas”, izquierdistas gerentes de administradoras de fondos de pensiones, etc.
En el escenario político actual, cuando el neoliberalismo ya no sigue pareciendo invencible, es impresentable aparecer como partidario del “progreso” y a la vez defender la democracia y la institucionalidad. La razón es fácil de comprender: con la democracia en una crisis terminal las élites y la sociedad se ven obligadas a relacionarse políticamente de nuevas formas. Se está viendo en Chile, Perú, Argentina, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, países en donde, como saben, se enfrentan con la exigencia de un orden político superior. Igual que en otros tiempos, cuando las luchas de los obreros de los ingenios en Ecuador, de los mineros del salitre en Chile, de los panameños defendiendo su canal, de los mineros de Cataví y Siglo XX en Bolivia… En la lucha contra las dictaduras en las décadas de los 70 y 80 la izquierda fue claramente la primera fuerza política identificable en la exigencia de democracia, de la vigencia plena de los derechos humanos, de verdad y de justicia.
Hoy estamos siendo condenados al espejismo de que el “cambio” lo personifica la extrema derecha y se ignora que muchos de los males que actualmente llenan los titulares de la prensa son consecuencia directa de la gestión de la derecha. Hablamos de las privatizaciones y de la precarización del Estado por su evidente responsabilidad en la falta de recursos públicos para la salud, la seguridad social y la educación. Ni hablar de la seguridad pública expresada en la “bukelización” o de los últimos sucesos ecuatorianos hacia los que deberían estar las élites mirando con preocupación. Lo que ha ocurrido en Ecuador es el resultado del “adelgazamiento” del Estado, del desmantelamiento de organismos de seguridad y de justicia. Cuando Rafael Correa dejó el poder en 2017, Ecuador tenía un indicador de 5.8 homicidios por cada 100.000 habitantes, era el segundo país más seguro de América después de Chile. Hoy el indicador denuncia 42 homicidios por cada 100.000 habitantes y Ecuador está entre los cinco países más violentos del mundo.
La izquierda está obligada a levantar los tres sencillos pilares que la definen: universalidad, justicia y progreso para asumir soluciones que conduzcan a la superación de la crisis del sistema político y que aspiren a la transformación del régimen político. Ya no es posible proyectar el neoliberalismo a futuro ni seguir ignorando su incapacidad de dar gobernabilidad, esto es, la capacidad de procesar las demandas y las necesidades de la ciudadanía.
La obligación de la izquierda es antes que nada “ver más allá de la curva” y disponerse a enfrentar, por ejemplo, la grave situación que sufrirán los países que hayan optado por la capitalización individual para los fondos de pensiones. En Chile, el paraíso de este sistema, ya el Estado está pagando mediante la llamada Pensión Garantizada Universal (PGU) pensiones que no son cubiertas por las AFP y esto mismo va a ocurrir en todas partes pues el Estado está obligado a proteger la vida de sus ciudadanos, aunque no tengan “ahorrados” los fondos suficientes en una AFP. No puede olvidarse que los bajos salarios y la fuerza de trabajo informal -que no es una anomalía del sistema, sino una condición para su funcionamiento- está próxima al 50% y obviamente esos trabajadores no tienen “ahorros previsionales” para jubilarse, lo que significa un desconocimiento de un derecho humano, por lo tanto, universal. No es distinta la situación en la salud o en la educación, y habrá que escuchar hablar de esto a los candidatos que participan de las elecciones de este año, pues el futuro está aquí.
Gabriel García Márquez nos dejó muy claro lo que yo veo como nuestra obligación, cuando nos convoca a “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.