Las personas son también insumos que producen bienes y servicios. En una sociedad libre, se les paga por participar en este proceso (en otras, son forzadas a manera de esclavas).
Lo que se les paga depende de tres condiciones principales: cuánto contribuyen a la producción, qué tantas otras personas son capaces de hacer lo mismo, y qué tanto están dispuestos a pagar los consumidores por eso que producen.
Cuánto contribuyen a la producción (y al aumento de las ganancias de la empresa) no solo depende de sus méritos y talentos personales. También juegan su rol otros factores, como la calidad del equipo que se les suministre y la eficiencia de la administración.
Así pues podemos comparar obreros de diferentes países, igual de meritorios en términos individuales, pero unos más productivos que otros porque usan una tecnología de punta.
O estilistas igual de talentosas, unas en un salón mal administrado, donde cortan la luz y el suministro de tintes esenciales, y donde no se les actualiza con entrenamientos de vanguardia, que obviamente no serán tan productivas como sus iguales en una peluquería bien manejada.
Con respecto a qué tan fácil de sustituir somos, y qué tanto está dispuesta a pagar la gente por lo que hacemos, se da el caso por ejemplo de una modista que trabaja de sol a sol en su taller, pero recibe mucho menos que un neurocirujano en una hora en el quirófano.
Modistas hay muchas; neurocirujanos, pocos. Y la gente suele estar dispuesta a pagar mucho más para que le quiten un tumor de la cabeza, que para que le arreglen un vestido.
Una situación parecida es la del obrero que pica piedras durante 8 horas consecutivas, y gana mucho menos al mes que el ingeniero que ejecuta la obra, que probablemente ni suda.
Ni la modista ni el obrero son vagos. Y por supuesto lo que hacen es necesario. Pero son mucho más fáciles de encontrar que un neurocirujano o un ingeniero, que tuvieron que desarrollar unas destrezas muy específicas, para realizar su trabajo.
El mismo análisis aplica entre ese mismo neurocirujano y el célebre deportista Cristiano Ronaldo. Pudiéramos decir “es injusto que alguien que salve vidas gane cien mil veces menos que uno que le da patadas a una pelota”.
Pero resulta que en el momento en el que ese neurocirujano opera a un solo enfermo, millones de personas están dispuestas a pagar para ver al futbolista jugar.
Así funciona.
Valemos en el mercado (monetariamente hablando), lo que el mercado está dispuesto a pagar por nosotros. La oferta y demanda imponen su ley y no tienen que ver con juicios morales. Cuestionar el valor que se asigna bajo esta ley equivale a transitar por un camino que lleva a ninguna parte.
Si en el mercado predominan los fanáticos del fútbol, o los amantes de la vulgaridad, pues se salvaron los Ronaldo y los Messi. Y los Bad Bunny y Tokischa. Dichosos ellos que lo vieron claro.