Las expectativas de vida actuales son mejores que las de cualquier época anterior. En ese sentido la ciencia ha avanzado a pasos agigantados. El hombre ha soñado con la vida eterna, con la eterna juventud. Por eso algunas expediciones legendarias, por eso el acercamiento a la divinidad, para ello los avances científicos.
Me dice mi padre que en su niñez pensar en una persona de 50 años era como pensar en un neandertal, en un viejo de edad tan avanzada al que él no podría alcanzar, solo soñar. Hoy cualquier “muchachito” tiene 60 años, y más si tiene los recursos –y el valor- de someterse a cirugías estéticas. Claro, algunas exageran y los resultados estéticos terminan no siendo los mejores, y terminan pareciendo más que “eternamente jóvenes, eternamente viejos”.
Incluso leo que se están ampliando los márgenes para determinar quiénes son adultos jóvenes y adultos mayores, por ejemplo. Esto porque cualquier “muchachito o muchachita” de sesenta años siente que está en su mejor momento.
Es decir, hoy, salvo algunas enfermedades o padecimientos como el cáncer, si se ha vivido tranquilo y con acceso a medicamentos y tratamientos médicos, es posible vivir hasta los 90 años o más, gozando de buena salud. Y esto, aunque parezca contradictorio, a pesar de que la salud es un negocio muchas veces inhumano.
Si miramos hacia atrás, en la historia de nuestro país, o de cualquier país, muchos hubieran hecho mejores aportes si hubieran vivido más. Otros, en cambio, vivieron el tiempo suficiente para hacer muchas cosas, aunque quizás negativas.
Mi admirado José Martí murió con apenas 42 años, Francisco del Rosario Sánchez con solo 44 y Ramón Matías Mella con 48 años. Mientras nuestro acongojado Padre de la Patria, Duarte, murió a la “avanzada” edad de 63 años.
Salomé Ureña murió a los 47 años y su hijo, el gigante Pedro Henríquez Ureña, a los 61; y, Eugenio María de Hostos murió con 64 años. De su lado Gregorio Luperón murió a los 57 años y su “pupilo” Ulises Heureaux, Lilís, a los 53. Mientras que Pedro Santana murió a los 62, Trujillo a los 69 y don Tomás Bobadilla y Briones a la edad de 86 años.
Antes, una persona era adulta a los 15 y hasta con menos años. Hoy una persona se convierte en adulta casi a los 40 años. Claro, esto implica un problema en relación con las pensiones por jubilación, a la edad para el retiro. Y al mismo sistema de salud, como en el cuento del señor de la funeraria. José Saramago tiene una novela interesante al respecto: “Las intermitencias de la muerte”, un país donde nadie muere, lo cual es visto con alegría al inicio, pero luego se convirtió en un problema. Y como la muerte no tenía dominio en el ámbito territorial del país, la gente tenía que cruzar la frontera para morir. Al final la muerte se enamora de un músico, al mejor estilo de Saramago.
Sin dudas tenemos una mayor esperanza de vida que antes, una vida más larga y saludable. Ahora bien, ¿qué hacemos con el mayor tiempo que tenemos? Como decía Cantinflas: ¡Ahí está el detalle!