Luis Córdova
Especial para elCaribe
Las ciudades son cuerpo y memoria. Guardan historias, gritan secretos y ocultan lo evidente y hacen de la visita un anclaje al momento exacto en que la sorpresa aflora como lágrima o sonrisa.
La nostalgia decembrina arropa los corazones y rememoro el viaje a Medellín junto a mi grupo filosófico y cultural favorito, La Tertulia, una experiencia que ha de ser inolvidable tanto por los coincidentes humores de los viajantes, la amabilidad de los anfitriones y los encantos de la eterna primavera colombiana.
Aproveché el día libre para perderme en la ciudad. Visitar museos, hurgar librerías y andar en parques, ese espacio verde en los que de alguna manera todos resultamos extraños. Visitarlos es una práctica que conservo desde la niñez y me sorprendió que ahora que se invierten los roles y ser yo quien le pide la mano a mi madre para marcar el paso o comprarle un helado, sea en una ciudad ajena, lejana a nuestro Santiago pueblerino del interior de la isla.
Llegamos por accidente al Parque San Antonio. No estaba ni en ruta, ni en las recomendaciones de los guías. Dos palomas fueron suficientes para la lección.
Ese espacio de la capital antioqueña que nos sobrecogía como oasis, proporcionaba paz incluso en aquellos años convulsos, tanta que el sábado 10 de junio de 1995 fueron necesarios 10 kilos de dinamita para interrumpirla. El objetivo: destruir una paloma que había posado en su centro, como impresionante escultura de casi cuatro toneladas de bronce, el genio colombiano y universal Fernando Botero.
El ataque criminal, además del saldo fatal de inocentes y afectar El Pájaro, enviaba un mensaje: quebrar el símbolo, erradicar el discurso de esperanza y mostrar lo demencial que podía ser la violencia armada al atacar una feria de artesanos. Botero, conocedor de que lo único perdurable en la historia de la humanidad es la cultura, decidió no retirar los restos, del hoy llamado “El pájaro herido” (“monumento a la imbecilidad y a la criminalidad del país”), más que recuerdo de los estragos, un símbolo de redención.
Al tiempo “Pájaro de la paz”, forjada por el mismo autor, le hace compañía. No es el antes ni el después. El arte no se trata de eso: expresa cuán frágil es la materia y cuán perdurable es el discurso.
Ahora que recogemos lo vivido para llenar las alforjas de nuestros corazones con los mejores recuerdos, las palomas me hacen reflexionar en mis errores, no para negarlos sino para superarlos, aun con dolor, tal como hizo aquella nación.
De los recuerdos me quedo con estos: el de una ciudad tan parecida a la mía y el de la sonrisa genuina de mi madre la mañana de un sábado medellinense en paz.