“El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes”.
CICERON
Como tantas otras veces en las últimas semanas, el teniente coronel Manuel Durán Guzmán terminó su inspección rutinaria con una íntima mezcla de satisfacción e inquietud. Miró la larga hilera de aviones estacionados frente a los hangares y se dijo que “este es el cuerpo más cohesionado y poderoso” de las Fuerzas Armadas Dominicanas. Esta impresión le hizo sentirse bien y confiado en los planes que él y otros oficiales estaban llevando a cabo en el más absoluto de los secretos.
Desde niño Durán se destacó entre los demás por su capacidad para enjuiciar cuanto ocurría a su alrededor. Su inteligencia le permitía ver con claridad donde otros nada percibían. Las ideas crecían en su cerebro sin encontrar casi nunca la oportunidad de concretarlas. Esta vez, sin embargo, el oficial de mediana estatura estaba convencido de que podía tener éxito en las más peligrosa y compleja de sus aventuras militares.
Su larga y brillante carrera militar estaba prácticamente en su punto más alto. Acababa de ser ascendido por órdenes de Ramfis, en reconocimiento a los méritos acumulados en un reciente curso de táctica y estrategia aérea en Italia, con instructores de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Con todo, no estaba satisfecho. A sus 37 años, y en funciones de jefe de operaciones aéreas de la Base de San Isidro, Durán podría ufanarse de sus triunfos personales, más los acontecimientos políticos del país despertaban en él angustias e inquietudes y sobre todo interminables interrogantes sobre el futuro.
Nacido el 28 de septiembre de 1924 en Villa Riva, San Francisco de Macorís, ingresó al Ejército el 5 de agosto de 1945, porque el curso de aviación había ya cerrado ese año. El sobrenombre de El Curita, con que se le conocía en la base, se debía a sus años de estudios en el seminario Padre Fantino de Santo Cerro, dirigido por jesuitas. La disciplina adquirida en sus años de inquietudes monásticas le permitieron sobrellevar con facilidad los rigores de la instrucción militar. Su vida como seminarista concluyó el día que le confesó al rector, padre Rodríguez, su deseo de irse. El superior le envió ante el padre Varona, confesor espiritual, que gastó quince minutos tratando en vano de convencerle de su error. El padre Varona, buscando auscultar en lo más recóndito de su alma, le preguntó:
-Hermano, ¿qué sientes?
La respuesta de Durán mostró cuán fuerte eran sus ansias de abandonar el claustro:
-Padre, estoy cansado de tener amigos. Yo quiero ahora tener amigas. Fue un domingo. El padre Varona lo tomó por los hombros y le dijo que pediría el permiso para que pudiera irse “tranquilo con Dios”. Apenas le faltaba un mes para terminar el cuarto de un ciclo de diez cursos. “Si hubiera podido irme antes lo hubiera hecho”, diría más tarde. Había ingresado al seminario a los 15 años, convencido de que esa era su vocación. Su padre carecía de recursos para mandarle a San Francisco de Macorís a estudiar y el seminario le brindó la oportunidad que la pobreza le había negado. Dos meses y medio después ingresó al ejército. El breve lapso transcurrido entre el abandono de sus estudios clericales y su pase a la vida militar, fueron para él determinantes.
Trabajó como despachador en la Casa Munné, una empresa exportadora de café y cacao, con un salario de diez pesos mensuales. Al mes fue ascendido a la tienda con un nuevo salario de doce pesos y quince días después consiguió el puesto de encargado del almacén que había quedado vacante. Pero la buena suerte duró poco. Un influyente empleado de la compañía impidió su traslado a San Francisco con mejores oportunidades. Comprendió entonces que su destino no estaba en Villa Riva y se presentó donde el mayor Carlos Mata, comandante de puesto en la Fortaleza Ozama, en Ciudad Trujillo, quien era viejo amigo de su padre, para inscribirse en el Ejército. Pasó como era su deseo a la aviación, un año después, justamente para la fecha en que los generales de brigada Pedro (4 PAGINAS CON FOTOS) Rafael Ramón Rodríguez Echavarría y Andrés Alfonso Rodríguez Méndez se graduaban como pilotos.
Su graduación tuvo lugar el 18 de diciembre de 1948 como raso piloto y ascendió en el escalafón hasta alcanzar el grado de teniente coronel. Su destreza como piloto era reconocida por los demás aviadores. Durán volaba casi todos los aparatos de la Aviación Militar Dominicana, especialmente los Mustang P-51, los Vampiros, Los P-47 y los T-33, que Trujillo devolvió poco después de adquirirlos a los Estados Unidos.
Durán pudo darse cuenta que los acontecimientos políticos que se producían en el país tras el asesinato de Trujillo, conducirían a cambios radicales que invariablemente afectarían el estamento militar. La efervescencia partidaria y las denuncias y revelaciones de crueldades contra la población en los últimos años del régimen, exigían medidas concretas para evitar una tragedia. Los únicos en condiciones de evitarla eran los militares, especialmente los pilotos, que a su juicio, eran la avanzada de las Fuerzas Armadas, lo más capaces y decididos, los que, además, poseían la mayor capacidad de fuego y movimiento.
Convencido de que era preciso hacer algo, tocó el tema primero al teniente coronel José Nelton González Pomares, de 34 años, comandante del Escuadrón Caza Bombardero. Durán no seleccionó a González Pomares al azar. Eran buenos amigos, que se habían graduado juntos como pilotos de caza y pertenecieron primero al Escuadrón de Caza Ramfis. Cuando Trujillo devolvió a los Estados Unidos los seis aviones a reacción T-33 adquiridos meses antes, los pasaron a ambos al Escuadrón Caza Bombardero. Su intimidad surgía, además, de otro hecho: tenían habitaciones contiguas y se trataban frecuentemente.
No llegaron a un acuerdo en una primera reunión. Un día González Pomares reconoció la validez de sus razones diciéndole que el deber de los militares era evitar una “hecatombe”. No obstante, González entendía que ellos dos solos nunca conseguirían nada, por lo que necesitaban del concurso de otros pilotos. Estaban completamente de acuerdo en lo peligroso que resultaría tratarles este asunto a otros oficiales. Durán le dijo que dejara esto en sus manos.
-El próximo déjamelo a mí-, insistió al despedirse.
Durán tenía ya al teniente coronel Raymundo Polanco Alegría en mente, porque también eran íntimos amigos y solían hablar de cosas prohibidas desde la época en que ambos eran estudiantes de aviación. A la primera oportunidad le habló. La entrevista tuvo lugar en la base, en un espacio abierto, lejos de las instalaciones, para evitar ser escuchados.
Polanco Alegría reaccionó cautamente al primer tanteo. “¿Tú crees eso Durán?”, le cuestionó. “Yo creo que todo está bien así”. El Curita notó indecisión en la voz de su amigo e insistió, consciente de que ya era imposible volverse atrás y haciéndole la salvedad de que le había tocado el tema en función de la vieja amistad y confianza que existía entre ambos. Polanco Alegría dio unos pasos hacia delante y volteándose hacia él le respondió:
-Déjame pensarlo mejor ¿quieres?-
A los tres días volvieron a encontrarse en las mismas circunstancias. Polanco Alegría estaba decidido:
-Está bien, Durán, ¿pero a quién le hablamos?
Establecido estos primeros contactos, el problema que debía superar Durán consistía en ahuyentar las reservas que sus dos aliados se inspiraban uno al otro. Polanco objetaba a González porque éste era un gran amigo del general Sánchez hijo y González a Polanco porque lo consideraba muy frívolo, débil con las fiestas y los tragos y fanático de una guitarra. Tras algunos esfuerzos los tres lograron reunirse y ponerse de acuerdo en proseguir.
A mediados de julio, Ramfis llama a Durán a su oficina de Jefe de Estado Mayor General Conjunto.
-Te he mandado a buscar para que me des tu opinión acerca de la situación del país.
Un escalofrío sacudió el cuerpo de Durán, por el temor de haber sido denunciado. Ramfis agregó:
-Debo visitar en estos días al Presidente Balaguer y quiero saber tu opinión antes.
-La situación, general, está fuera de mi alcance, por eso no me he detenido a analizarla. Si usted me concede dos o tres días yo le haría un informe a ese respecto-, le respondió. Estaban solos en el despacho de Ramfis y este al notar la sorpresa en el rostro de su subalterno, trató de aquietarlo.
-Está bien, ¡Tómate tu tiempo!
Durán encontró a Polanco y a González Pomares en el Club de Oficiales, le relató la breve conversación con Ramfis y preguntó si alguno de ellos había hablado del caso con alguien más. Temía que el general Trujillo hijo tuviera información de los contactos y hubiera tratado de hacer que él se traicionara a sí mismo con alguna indiscreción.
Por razones de seguridad, los tres decidieron no insistir más en su plan por el momento. Durán les dice que como el movimiento no está inspirado en ambiciones personales, sino en el deseo de mejorar las condiciones del pueblo dominicano, si esto se conseguía a través de Ramfis, “para nosotros sería igual”. Sus compañeros estuvieron de acuerdo.
Durán escribió a Ramfis proponiendo medidas como el reparto de tierras y la apertura democrática, concluyendo que Ramfis ganaría fácilmente las elecciones si decidía postularse. Pero a medida que transcurrían los días, la represión se hacía más evidente y los indicios de liberación se esfumaban. Surgieron los Paleros, una banda de criminales armada de palos y tubos, que actuaba públicamente contra los manifestantes en las demostraciones contra el régimen, y el distanciamiento de Ramfis se fue haciendo cada vez más notorio. Los tres oficiales decidieron reanudar sus actividades conspirativas. Ramfis tenía que ser derrocado.
Hacía falta agregar al grupo, sin embargo, al subjefe técnico de San Isidro. Como las órdenes de este oficial se cumplen hasta por teléfono, la incorporación del coronel Santiago Rodríguez Echavarría se hace prioritaria. González Pomares, de los tres el más amigo de Chaguito, recibe el encargo de hablarle, sin mencionar a los demás. Sólo si convenía en colaborar debía identificar a los otros dos. Primero debía mencionar a Polanco Alegría y concertar una entrevista entre ambos y después, de acuerdo con su reacción, saldría a relucir el nombre de Durán. El coronel Santiago Rodríguez Echavarría se unió así al grupo a finales de julio.
La mayor parte de las reuniones se hacían dentro de sus carros y en espacios abiertos, nunca dentro de locales, aprovechando sus posiciones como oficiales de alta graduación y las facilidades de desplazamiento de que gozaban. Estaban francamente decepcionados, pues creían inicialmente que Ramfis iba a ser capaz de reinvidicar a su padre asesinado y encauzar al país hacia una democracia.
En el fondo lo deseaban porque estimaban a Ramfis y se sentían personalmente agradecidos. Pero la evolución de los acontecimientos les mostraba que ese no parecía el deseo del que había sido su ídolo. Estaban conscientes de que carecían de la experiencia para dirigir e impulsar los cambios, pero comprendían también que su deber era lograr que esos cambios tuvieran efecto. Sus inquietudes se sobreponían a la falta de experiencia. Habían tenido la oportunidad de estudiar y viajar al exterior y podían por eso hacer comparaciones entre lo que ocurría en el país y lo que pasaba más allá de sus fronteras.
El sentimiento de orgullo militar, nacido del privilegio de pertenecer a un cuerpo especializado como la Aviación Militar, se había resquebrajado. En los talleres de la base, los tornos ya no se usaban únicamente para hacer las piezas de respuestos para los aviones y carros de asalto, sino para fabricar los tubos con los que los Paleros maltrataban a los estudiantes y a las mujeres en las calles de la ciudad. Era demasiado para su sensibilidad de oficiales, aguijoneados por los comentarios frecuentes de amigos y parientes que contribuían cada día a fortalecer la convicción en lo que estaban comprometidos.
La incorporación del coronel Rodríguez Echavarría planteó la posibilidad de atraer al movimiento a su hermano, el general jefe de la base de Santiago. La inclusión de éste figuraba ya como esencial al éxito de los planes, por la necesidad táctica de contar con una base intermedia en caso de que fuera necesario una operación militar para consumar el golpe. Los aviones podían despegar de San Isidro pero necesitaban un lugar de aterrizaje y reaprovisionamiento.
Aún en el caso de que el golpe se hiciera en la propia base de San Isidro, sin necesidad de emplear los aviones, precisaban del apoyo de los comandantes de las bases de Santiago y Barahona, para así librarse de un posible ataque de represalia.
En propio Chaguito abordó a Rodríguez Echavarría, sin obtener un compromiso inmediato de éste. Durán y Polanco Alegría hicieron algunos viajes a Santiago con el propósito de continuar los contactos. El general insistía en su posición de que no haría nada mientras Ramfis estuviera en el país. Polanco volaba casi diariamente en un C-47 con el propósito de acumular horas de vuelo, ya que era piloto de caza, con escalas en Santiago y Barahona. Estos vuelos no despertaban sospechas por ser parte de una rutina diaria en la aviación. Sus frecuentes aterrizajes en Barahona lograron añadir a la lista de conspiradores al general de brigada Rodríguez Méndez.
Un día a finales de agosto, después de una rutina aérea, González Pomares entró a su habitación para una breve siesta. Su compañero de cuarto, capitán piloto José Francisco Rodríguez Núñez, sentado en su cama con los brazos sobre las piernas, le dijo sin preámbulos:
-Nelton ¡tú estás en algo con El Curita y Polanco Alegría! Los he visto hablar muy sospechosamente.
González Pomares dio un salto sobre la cama y se paró con el rostro lívido. El capitán Rodríguez Núñez le tranquilizó:
-Cuéntame, ¿en qué estás?
A comienzos de septiembre eran ya seis los miembros del grupo.
A finales de octubre, Durán ingresó como paciente al hospital de la base para un chequeo general. Su verdadera finalidad era, sin embargo, concluir el reclutamiento de un oficial piloto, el capitán Marino Polanco Tovar, de 27 años, jefe del Escuadrón Número Uno del Escuadrón Caza Ramfis. Polanco Tovar se hallaba internado desde el día anterior para un chequeo también rutinario. Estos exámenes formaban parte del entrenamiento de los aviadores.
Durán había hablado ya con su amigo en por lo menos tres oportunidades anteriores, sin llegar a nada concreto. En la misma habitación del hospital, recostados y en pijamas, conversaron durante dos días.
-Avísame cuando llegue el momento-, díjole el joven capitán cuando se pusieron de acuerdo. La aceptación implicaba la seguridad de que los pilotos a las órdenes de Polanco Tovar le seguirían cuando ese momento llegara.
Avanzado el mes de noviembre, volvieron a encontrarse, frente al Club de Oficiales. Durán creía próxima la fecha de la partida de Ramfis. Polanco Tovar le preguntó:
-¿Y si nosotros triunfamos en este movimiento patriótico, quien va a gobernar?
-Nosotros mismos-, le dijo. La respuesta lo entusiasmó.
Desde la muerte de Trujillo había tenido lugar un cambio en el pensar de los estamentos medios de las Fuerzas Armadas. Las medidas de control establecidas en los recintos militares habían aumentado el sentimiento de inseguridad que siempre existió a ese nivel.
Las Fuerzas Armadas no eran, en el fondo, un cuerpo de la nación, a pesar del profesionalismo y dedicación de cientos de sus oficiales. Realmente habían sido las Fuerzas Armadas de Trujillo y en muchos aspectos continuaban siéndolo. Al faltarles su jefe, la sensación de inseguridad dominante se esparció por dos razones, la ausencia del guía –y era evidente que Ramfis no había podido llenar ese papel- y la desconfianza y el temor que la represión desatada en represalia por su asesinato, habían sembrado en todos los niveles medios y bajos de esos cuerpos armados.
La desconfianza en el futuro amenazaba con quebrar el espíritu de cuerpo que caracterizaba la rígida vida familiar. Los partidos políticos estaban contribuyendo con su actividad subrepticia en los cuarteles a acelerar ese proceso. Se sabía que la UCN cortejaba a oficiales superiores y que el Catorce de Junio trabajaba en segmentos más bajos.
En esa situación, nada tenía de extraño que el capitán Polanco Tovar se formulara inquietantes preguntas sobre el futuro. Como muchos otros oficiales jóvenes no comprometidos se sentía angustiado por no encontrar respuestas a la permanente interrogante ¿Qué irá a venir después? En cierta forma, sus conversaciones con Durán le ayudaban a reducir esas inquietudes.
Los aprestos conspirativos del grupo de coroneles pilotos no estuvieron exentos de sobresalto. Una tarde de noviembre, pocos minutos después de haber llegado a su casa, la número 4 de la calle Canoabo para almorzar en compañía de su esposa italiana Angela Colucci, Durán fue procurado por un sargento escribiente de la Jefatura Conjunta, que le traía un recado. El general Sánchez hijo quería verle a las tres de la tarde en su despacho de la base aérea.
Su sorpresa fue grande cuando vio al coronel Rodríguez Echavarría de pie en atención frente al general Sánchez, al llegar puntualmente a la hora convocada. “Estamos perdidos”, pensó. El jefe de Estado Mayor no se molestó en responderle el saludo y le miró indiferentemente por encima de los cristales de los lentes, mientras seguía escribiendo.
Durán se situó al lado de Chaguito, mientras dos oficiales –el capitán Rafael Fernández Domínguez y un teniente- armados de metralletas de mano entraban a la habitación colocándose en posiciones estratégicas. El teniente preguntó al asistente del general Sánchez:
-Capitán, ¿no tiene usted un jeep para cumplir una misión especial del general?
Durán y Rodríguez Echavarría intercambian miradas al tiempo que hacía su entrada el doctor Federico Cabral Noboa, jefe de la célebre cárcel del kilómetro 9, uno de los centros de torturas más salvajes de la dictadura. Piensan que el fin les ha llegado, cuando reciben la orden de sentarse.
El general Sánchez les pregunta entonces si podían preparar un plan contra un grupo de políticos que había ido a Washington a pedir a la OEA el mantenimiento de las sanciones diplomáticas y económicas. Pero rápidamente descarta la idea y les ordena retirarse.
Los esfuerzos por reclutar al general comandante de la base de Santiago, resultaron en la incorporación de un oficial que no figuraba en los planes de los coroneles pilotos.
Después de la primera negativa del general Rodríguez Echavarría, Durán y Polanco Alegría volaron a Santiago en un Cessna de dos pasajeros para tratarle nuevamente el caso.
El teniente coronel Elías Wessin y Wessin pasó frente a ellos mientras el general los despedía en la rampa y se cuadró haciéndoles el saludo. Con los motores encendidos y prestos a carretear hacia la cabeza de la pista para el regreso, Durán vio alejarse a Wessin y aseguró al general:
-Ese hombre está maduro para nuestros planes. Puede confiar en él, general.
Wessin fue el único oficial de infantería que tuvo conocimiento previo de la conspiración. Durán lo había convencido mucho antes, cuando eran casi vecinos en el ensanche Ozama, un barrio al oeste de la base, separado de la otra parte de la ciudad sólo por el río del mismo nombre, en la que vivían muchos oficiales.
Ya desde finales de septiembre, los Estados Unidos habían modificado su posición respecto a la factibilidad de una salida democrática con Ramfis Trujillo y comenzaron a alentar la búsqueda de un acuerdo para la formación de un gobierno de coalición. Washington parecía convencido de la buena fe de Ramfis y creía que podían contar con él para ese esfuerzo.
Los puntos de vistas norteamericanos fueron expuestos por el embajador DeLesseps Morrison a un grupo de exiliados dominicanos, en una reunión celebrada en San Juan, Puerto Rico, la noche del 23 de septiembre. Los detalles de esa reunión fueron comunicados en un memorándum sin firma escrito a ambos lados de una página por el doctor Wenceslao Vega y enviado por avión con su sobrino, el doctor José Augusto Vega Imbert, al doctor Ramón Cáceres Troncoso, miembro de la dirección central de la Unión Cívica.
Vega Imbert había viajado a Puerto Rico para unas breves vacaciones, después de que un virulento discurso suyo en una manifestación pública de UCN en Santiago, llamó excesivamente la atención de las autoridades sobre su persona. Su apellido materno, Imbert, lo hacía sospechoso. Antonio Imbert Barrera, uno de los dos únicos sobrevivientes del grupo de acción que asesinó a Trujillo, estaba siendo afanosamente buscado por los servicios de seguridad del gobierno. Muchos amigos aconsejaron a Vega Imbert la conveniencia de alejarse un tiempo del escenario. El siguió los prudentes consejos y obtuvo un visado para ingresar a Puerto Rico. Allí, sin embargo, no permaneció inactivo. Prueba de ello era el arrugado papel de cebolla donde Vega, su tío, había escrito el memorándum de la reunión con el embajador Morrison que él traía de regreso en sus bolsillos. El conocimiento de los puntos tratados por el diplomático permitiría a Unión Cívica conocer de muy buena fuente el parecer del gobierno de los Estados Unidos.
El memorándum era una “síntesis” redactada rápidamente “para que pudiera irse en el avión” que salía con destino a Ciudad Trujillo el mediodía del 24 de septiembre, según explicaba Wencelaslao Vega Cáceres Troncoso. Enumeraba los puntos básicos que, a su juicio, planteara el embajador Morrison en su reunión de la noche anterior con los exiliados y políticos dominicanos. Vega extraía de tan ilustrativa conversación, estas conclusiones:
-Los Estados Unidos consideran que “es desastrosa la situación económica en la República Dominicana” y que la crisis tiende a agravarse cada día.
-Morrison relató sus largas conversaciones con Ramfis y había quedado “convencido” de su buena fe. Ramfis, decía, “ha cumplido siempre lo que ha prometido a las Fuerzas Armadas y a eso se debe su prestigio en ellas”.
-Según el embajador, Ramfis quería irse del país “pero en forma decorosa para reivindicar su apellido” y había prometido hacerlo “bajo ciertas condiciones” esperándose que firmara un documento a “ese respecto”.
-Morrison estaba convencido de que la única salida consiste en un gobierno de coalición y entendía lo desastroso que resultaría que la Unión Cívica, “que representa el ochenta por ciento de la oposición” no participara en un gobierno de ese tipo. Admitía que el pueblo, en un noventa por ciento, odia a Ramfis en tanto cree “en la seriedad y buena fe de los jóvenes militares”.
-Morrison confirmó la solicitud del gobierno norteamericano a Balaguer para que “saque del país a los comunistas” y estaba firmemente seguro de que las personas recientemente expulsadas eran militantes de esa ideología.
-Con respecto a las sanciones, Morrison expuso la posibilidad de que éstas condujeran a un golpe contra Ramfis, lo cual “sería desastroso para la democratización”.
-Los Estados Unidos no eran indiferentes al problema de la fortuna de los Trujillos. Ramfis deseaba instituir una fundación “con el dinero de la familia para obras de carácter popular en el país”.
-Acerca de recientes incidentes en los alrededores del puente colgante de entrada a la ciudad, en los que había resultado muerto a balazos el profesor Víctor Estrella Liz, Morrison creía que “fueron instigados por los rojos”.
El memorándum proseguía señalando la creencia norteamericana de que los culpables de los últimos atropellos cometidos por las autoridades dominicanas ya habían sido sancionados. Insistía en el temor, expresado por Morrison, de que a Ramfis le resultaría difícil “controlar a las Fuerzas Armadas” y que algunos miembros de la comisión de sanciones de la OEA tenían reservas de tipo legal a las mismas y que aparentemente sólo se consideraba “la peligrosidad” del gobierno en el ámbito internacional. Morrison expresó también el deseo de Estados Unidos de enviar una comisión de derechos humanos a supervisar la situación de éstos para determinar los avances democráticos desde el asesinato del dictador. Por último, Morrison no parecía prestar demasiada importancia a Negro y Petán Trujillo.
Este sencillo y escueto documento vendría a ser para la dirigencia de Unión Cívica de una enorme utilidad para evaluar la situación y el comportamiento de Washington frente a la crisis.
La democracia, por lo menos en el sentido a que aspiraban la OEA y los Estados Unidos, era un concepto novedoso para la mayoría de los dominicanos. Su aplicación cabal requería de tiempo. Un país sometido durante tanto tiempo a una dictadura excesivamente rigurosa como la de Trujillo, había perdido el sentido y el hábito de la libertad.
Acomodarse a un nuevo orden libre, sin restricciones a la prensa, sin limitaciones al derecho de los ciudadanos a moverse libremente en el país y en el exterior, con la participación amplia de los partidos y los sindicatos en las decisiones de carácter político, constituía en todos los sentidos algo tan raro y excepcional, que resultaba obvio que muy pocos, quizás contados dirigentes, captaban en toda su magnitud y alcance. Las demostraciones en las calles, los comunicados de la UCN y del Catorce de Junio, las declaraciones del PRD, demostraban que el instituto de la libertad no había perecido. Pero la capacidad para aceptar una democracia en toda su amplitud era otra cosa.
Nada dibujaba tan perfectamente esa realidad, como el tema de las sanciones. La UCN había prácticamente basado todo su esfuerzo político a persuadir a los Estados Unidos de la necesidad de que el boicot se mantuviera. En cierta medida, su temor a que el levantamiento de dichas sanciones fortaleciera la posición interna de Ramfis y Balaguer estaba justificada. Al dedicar todas sus energías a este esfuerzo, la UCN, y con ella casi el resto de la oposición, dejaban a un lado cuestiones igualmente trascendentes.
De hecho, los problemas de la pobreza, el desempleo, la insalubridad, el desabastecimiento, el analfabetismo y la marginalidad, quedaban de lado. Con la probable excepción de Bosch, nadie tocaba estos puntos vitales. De vez en cuando, Balaguer, tratando de sacar provecho a las escasas oportunidades que su difícil situación permitían, se refería a estos asuntos.
El exilio temporal de los tíos de Ramfis, fue bien recibido en el exterior. Un editorial del Miami Herald indicó al gobierno que no todo parecía perdido. El 31 de octubre, el influyente diario norteamericano señalaba: “Una marea de Trujillos se aleja de las costas dominicanas dando aliento a las esperanzas de una transición a un régimen democrático”.
Tras conceder crédito a las promesas de Ramfis de abandonar su puesto si la OEA levantaba las sanciones, el diario reflexionaba: “…las cuestiones que la situación de la República Dominicana plantea a los Estados Unidos y a la OEA, así como al propio pueblo dominicano son delicadas”. Y daba razón a los argumentos expuestos repetidas veces por Balaguer de que la nación dominicana “no debe seguir sufriendo por el crimen de un exgobernante muerto”.
La complejidad de la situación quedaba de manifiesto en los párrafos siguientes. El editorial menciona los alegatos de la oposición de que levantar las sanciones constituiría “un voto de confianza” al régimen que ellos tratan de derrocar. “Una de sus exigencias es que Ramfis se marche”, recuerda el Miami Herald. “Sin embargo, no se sabe si esto sería lo más ventajoso. La libertad absoluta está aún lejos de ser alcanzada, pero se progresa hacia ella. Y con la constante amenaza de un cambio de gobierno tipo Castro frente a la otra amenaza de un golpe de derecha. Ramfis –que ahora lleva el manto discordante del reformador- acaso sea necesario para mantener el dominio de lo militar”. El editorial subraya la impaciencia del pueblo, pero advierte que la transición de la dictadura a la democracia “no es fácil” y que las elecciones mismas “no son garantías de libertad”.
Este razonamiento no resultó del todo agradable a la oposición. En su programa del día siguiente, el vocero oficial de UCN, lamentó que sectores influyentes del periodismo norteamericano se dejen ilusionar “por las falsas actitudes del gobierno trujillista”. El Catorce de Junio llamó al Miami Herald “una expresión genuina de los intereses del imperialismo norteamericano”.
Pocos ponen en duda, sin embargo, la apreciación con la que el diario de Miami resumía el sentido de su editorial. “…sin tradición democrática (las elecciones) pueden ser fácilmente aprovechadas por un demagogo para establecer su propia tiranía en lugar de la vieja”.
No había señalamiento directo. No obstante, la observación podía ser aplicada a cualquiera de los líderes, que tan ansiosamente demandaban un desenlace.