La noche del 30 de mayo de 1961, en un oscuro tramo de la carretera de concreto bordeada de palmeras que lleva a San Cristóbal, un grupo de conspiradores dio muerte a balazos al Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina. La muerte violenta de este hombre, que había controlado todos los resortes de la vida nacional como nadie antes jamás lo hiciera, cambió de golpe la suerte de la República Dominicana.
La sangre vertida en aquel solitario lugar de las afueras de Ciudad Trujillo, precipitaría acontecimientos que en plazo de apenas seis meses pondrían término a la férrea estructura de poder que le sirvió de sostén durante 31 años. La muerte de Trujillo no significó el fin inmediato de la tiranía. Pero sí inició el proceso de su derrumbamiento total.
Los integrantes del grupo de acción que ejecutó el atentado, fueron rápidamente abatidos por los agentes de los servicios de seguridad, en los días siguientes. El presidente Joaquín Balaguer, que ejercía el poder sólo nominalmente, se encontró de pronto en el centro de la vorágine. El atentado no sólo descabezó al régimen de la fuerza y el carácter dominante que habían garantizado su supervivencia a lo largo de tres décadas, sino que además, resaltó todas sus debilidades y flaquezas. El trágico fin del dictador mostró en toda su profundidad y amplitud el grado de descomposición interno de la dictadura.
Trujillo fue él mismo la Era que llevó su nombre. De improviso, con su muerte parecía venirse abajo todo el andamiaje burocrático en que se erigía el régimen de mano dura que regía a la nación desde 1930. Sin esa mano que tomó dentro de su puño el destino de millones de dominicanos, los días de la Era de Trujillo parecían condenados. Ramfis, su hijo mayor, se encontraba de vacaciones en París, entregado a la dolce vita. Su regreso para presidir las exequias de su padre, realizadas.tres días después, encerraba un intento de perpetuación para el cual él, a sus 33 años, no parecía preparado.
La desaparición física de Trujillo incrementó las presiones internacionales en favor de una democratización del gobierno dominicano. Balaguer, consciente de la oportunidad que la historia ponía en sus manos, prometió una apertura política. Al amparo de sus garantías, tres dirigentes del exilio –Angel Miolán, Nicolás Silfa y Ramón A. Castillo- retornaron al país el 5 de julio e instalaron una oficina del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), que el profesor y escritor Juan Bosch encabezaba desde Costa Rica. A la primera oportunidad, el pueblo se manifestó en demanda de libertad en las calles.
La ola de represión que siguió a esas primeras demostraciones de anhelos de cambio, no aniquiló el deseo, por tantos años reprimido, de libertad y democracia. Cada acto de brutalidad avivaba esos sentimientos. Al cabo de pocas semanas, varios grupos surgieron de la clandestinidad. Los más importantes de ellos fueron, la Unión Cívica Nacional y el Catorce de Junio. Nacidos ambos de movimientos que habían ya combatido clandestinamente a Trujillo, jugarían un papel trascendental en los hechos que a partir de la muerte del dictador determinarían el derrumbamiento total de la tiranía.
Este libro narra lo sucedido en el país en los siete meses siguientes a ese asesinato. No he pretendido hacer un cuestionamiento de esos hechos ni mucho menos un enjuiciamiento moral de los personajes que tomaron parte en ellos. Quizás en toda la historia de la nación no haya habido un período con mayor significado y consecuencias que el abarcado en esta obra. De ahí mi empeño por presentar tales acontecimientos como si hubieran tenido lugar mucho antes, despojado de todo prejuicio o pasión.
He querido presentar a los actores de esos episodios cruciales de la historia contemporánea dominicana, como si se tratara de retratos, tal y como aparecieron, cuidándome de no estropear el esfuerzo con subjetividades alrededor de ellos. Han transcurrido ya 30 años de los mismos y es justo que puedan ser analizados y vistos sin la pasión que normalmente envuelve discusiones de este género. Ello no quiere decir que pueda justificarse la dictadura. Por el contrario, probablemente la exposición fría de sus lacras sea el juicio más lacerante en su contra. Como lo comprenderá el lector, la tarea representar una narración fiel de los acontecimientos como realmente ocurrieron no pudo ser fácil. El hecho de que la mayoría de los actores estelares, que jugaron papeles en ese drama de la historia nacional, viva todavía y muchos de ellos ocupen posiciones determinantes en la vida pública y privada del país, no facilitó la labor.
Para cumplir con ese cometido me vi precisado a realizar centenares de entrevistas y efectuar viajes en distintas épocas al extranjero y al interior del país en busca de datos para confirmar información proveniente de otra fuente. Recurrí a infinidad de documentos y archivos históricos, sin dejarme prender de la creencia de que éstas sean las únicas o más importantes fuentes del saber sobre el pasado. Estando vivas muchas de esas personas, me hice el propósito de acudir a ellas para captar sus experiencias y narrar la historia tal como la vieron y sufrieron.
Esta obra está basada en gran medida en esas entrevistas, algunas de las cuales fueron desechadas parcial, en unos casos, y totalmente en otros, al momento de escribirla. Pero en modo alguno es una historia estrictamente testimonial. Las largas reuniones con personajes y testigos de los hechos narrados en sus páginas, sirvieron únicamente, a veces, para confirmar un documento o una versión periodística de años antes. En la reconstrucción de esos acontecimientos se consumieron largos meses de trabajo. Entre la primera de las entrevistas, realizada a finales de 1988, y la última, a finales de mayo de 1991, debieron superarse muchos obstáculos. El más grande se relacionó con la impresión, trágica si se quiere, de que podía resultar imposible conciliar tantas versiones que a primera vista parecían contradecirse. La labor de ordenar esa voluminosa información y la de localizar algunos testigos y actores, fueron obviamente más arduas que la de escribir este libro.
Muchas obras han sido publicadas sobre la República Dominicana y la Era de Trujillo. Pero muy pocas dedican un amplio estudio a esos siete meses finales de 1961. Era importante, por ende, que el resultado final de este esfuerzo fuera una descripción exacta y extensa de cuanto ocurrió en ese interregno. Las personas que colaboraron con sus testimonios a concretar este proyecto, mostraron diarios, cartas, recortes de revistas y periódicos y abrieron los espacios más secretos de sus memorias, dejando proyectar pasajes fascinantes que el tiempo no ha podido borrar.
Ensamblar todo ese caudal de información y situarlo en su justo momento, constituyó un verdadero rompecabezas. Nada de lo aquí narrado es producto de la imaginación del autor. Muchas veces los hechos parecen más inverosímiles que la ficción. El arte o la responsabilidad del historiador es poder distinguir a tiempo cuándo la narración se desvía de un lugar a otro.
Esta obra ha sido escrita para el público. El estilo empleado tiene el propósito de no afectar la limpieza y seriedad del relato, en interés de que, en sujeción a la rigurosidad histórica con que ha sido concebido y escrito, este libro contribuya a la libre y franca discusión de uno de los períodos más importantes de nuestra historia contemporánea.
Sin la colaboración de cientos de nombres que aparecen en sus páginas, no hubiera sido posible escribirlo. Su publicación es, pues, un homenaje a todos los que, de una manera u otra, con su testimonio verbal o escrito, impulsaron la tarea que al principio pareció imposible de llevar a cabo.
Miguel Guerrero
Junio de 1991