“Un hombre aspira a la grandeza, pero demasiado a menudo sus esperanzas quedan sumergidas por el instinto primario de sobrevivir a cualquier precio”.
WILLIAM CRAIG
A finales de octubre, las presiones internas y externas se tornaron insostenibles. La agitación adquirió intensidad y los estudiantes colmaron las calles enfrentando a la policía con saldo diario de heridos y lesionados. Las gestiones oficiales para lograr el cese de las sanciones por la OEA parecieron estancarse. En San Isidro, centro del poder militar de Ramfis Trujillo, la inquietud aumentaba.
Balaguer había acudido a comienzos de mes a la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, para informar de sus esfuerzos por unir a la nación al mundo libre, denunciando la superación de “treinta y un años de oscurantismo político”. Su discurso, pronunciado en la sesión plenaria del 2 de octubre, provocó reacciones diversas.
Muchos años después, Balaguer recrearía los hechos en su libro Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo: “Antes de emprender el viaje a Nueva York hablé sobre ese propósito con el general (Ramfis) Trujillo Martínez. Le expresé con franqueza que expondría ante la organización mundial la firme decisión de las autoridades dominicanas de restablecer en nuestro país el imperio de la ley y de incorporar la nación a las actividades propias de la convivencia civilizada. Urgía dar ese paso, le recalqué, para que se levantaran las sanciones con que el país había sido penalizado en San José de Costa Rica y para que los gobiernos de América más interesados en la solución del caso dominicano, nos admitieran de nuevo en el seno de la comunidad internacional, poniendo fin al aislamiento en que se nos mantenía, con menoscabo de nuestras prerrogativas como país soberano”.
Según Balaguer, Ramfis midió el alcance del acto que él se proponía realizar y lo animó a seguir adelante ofreciéndole seguridades de que en su ausencia “las libertades que ya habíamos empezado a restablecer serían escrupulosamente preservadas”.
“En la República Dominicana está naciendo una democracia auténtica y un nuevo estado de cosas”, enfatizó el Presidente ante la Asamblea General, después de denunciar el estado de opresión reinante durante las tres décadas anteriores. Este discurso vendría a ser el germen de nuevas desavenencias internas en la familia Trujillo, algunos de cuyos miembros creían que Balaguer había incurrido en un acto público de traición. Las insinuaciones ante Ramfis para que se deshaga lo más rápidamente posible del Presidente aumentaban.
Las más fuertes y persistentes de las presiones llegaron desde París. En carta fechada el 5 de octubre, su madre María Martínez viuda Trujillo, le llenó de reproches, calificando el discurso ante la ONU como un acto de ingratitud, maldad y traición. En su libro Los Trujillo se escriben, Bernardo Vega reproduce los textos, hasta entonces inéditos, de ésta y otras correspondencias intercambiadas entre la familia.
La madre de Ramfis consideraba que Balaguer había asistido a las Naciones Unidas para hacerse pasar como “un héroe libertador de la República y así conquistar las simpatías de los países europeos” con el propósito de dificultar el reconocimiento de un gobierno que no fuera el suyo. “Más insultante no puede ser el discurso”, insistía, señalando que Balaguer era responsable del terror por él mismo denunciado, ya que su colaboración con el régimen había durado los 30 años. Además, decía, Balaguer tuvo oportunidades de denunciarlo antes, renunciando incluso a sus posiciones, ya que había tenido oportunidad de hacerlo al ocupar cargos en el exterior.
María Martínez sugería la edición de un libro con los discursos de Balaguer “para que así lo puedan juzgar a él quien era Presidente de la República cuando nos sancionaron en Costa Rica”. Y le advertía a Ramfis que esa acción debía servirle de experiencia y prevenirle contra una traición de Balaguer. La correspondencia del 5 de octubre, enviada a través de un emisario era la segunda en menos de una semana. Al día siguiente de la intervención de Balaguer en el foro mundial, la viuda Trujillo redactó de puño y letra una primera y breve misiva a su hijo, en la que anexaba el texto de un artículo sobre el discurso publicado en París: “Cómo se abusa de los muertos, porque no se pueden defender”. La madre señalaba a su hijo, según el texto reproducido por Vega, que Balaguer trataba de eludir sus propias responsabilidades, lavándose las manos como Poncio Pilatos “para aparecer sin manchas de pecado”.
Para la época, Radhamés, el hijo menor de Trujillo, escribió también a su hermano mayor: “Me ha extrañado de (sic) sobremanera el profano discurso del Presidente Balaguer y yo no me explico cómo tu puedes permitir que se profane la memoria de nuestro padre”. Y le reprochaba: “Hemos leídos todos el discurso y nos parece hecho por un traidor y un cobarde, porque a mí se (sic) me importaría que se hundiera el país, pero no permitiría que se hablara así del hombre al que todo se lo debemos”. Radhamés llamaba la atención de su hermano Ramfis acerca de los planes para ofrecer a Balaguer un recibimiento multitudinario a su regreso al país desde Nueva York y le pedía actuar. Si el Partido Dominicano, creación de su padre, aceptaba tributarle un rendimiento de héroe a Balaguer, entonces todos sus dirigentes “son también unos traidores”.
En su libro Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo, Balaguer no menciona ninguna de estas cartas. Sin embargo, reproduce una correspondencia que le dirigiera la viuda Trujillo desde Madrid, el 7 de agosto de 1966, felicitándole por su triunfo en las elecciones celebradas el primero de junio de ese año.
Las presiones no estuvieron dirigidas únicamente sobre Ramfis. Balaguer no esperaba contener con su intervención en la ONU los gritos de las multitudes en su contra, pero al menos reclamaba un poco de comprensión hacia sus esfuerzos. La reacción interna no fue, sin embargo, nada buena. Ninguno de los grupos políticos genuinamente representantes de las nuevas tendencias políticas nacionales, creyó en la sinceridad de sus protestas. Aceptaron el discurso únicamente como una iniciativa para ganar tiempo y dividir a la oposición en torno al reclamo de que él debía dejar la Presidencia y los Trujillo abandonar el país, como requisitos para que reinara una verdadera democracia. En cambio, los vituperios lanzados desde el clan trujillista para expulsarle se hicieron más fuertes. Las cartas de Doña María y Radhamés eran juegos de niños en relación con algunos comentarios formulados ante Ramfis por muchos funcionarios y oficiales de alta graduación del Ejército. Ramfis al menos contaba con las Fuerzas Armadas. No estaba claro de qué Balaguer podía aferrarse.
El propio Balaguer cita en Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo, la rudeza de la reacción de la Unión Cívica Nacional a su discurso, el 7 de octubre:
“Si los periódicos oficiales recibieron complacidos el discurso del Dr. Balaguer, a nosotros que reflejamos el sentir de la gran mayoría del pueblo dominicano, nos regocija profundamente el tono general del discurso del Presidente de la República, a pesar de sus radicales errores en los enfoques de derecho de que adolece, porque si el 30 de mayo cayó abatido el cuerpo del dictador Trujillo, ahora, ante cien representaciones de los pueblos de nuestro planeta, ha sido definitivamente condenada la feroz dictadura de la cual procede el liberalismo retórico del Dr. Balaguer, y somos testigos de que se emplearon con demorada complacencia, para esa finalidad, los más negros tonos del lenguaje y los conceptos más descarnados.
El Trujillo que Balaguer presentó en las Naciones Unidas, adelantándose al juicio de la historia que él colocaba en el futuro, resulta ser un personaje primitivo y de instintos cavernarios que durante más de treinta y un año impidió, con voluntad omnímoda, la libertad interna del pueblo dominicano y el fecundo contacto con el orbe civilizado. Balaguer, en uno de sus pocos párrafos moderados, califica la dictadura de Trujillo como la persistencia de “treinta y un años de oscurantismo político” y ese juicio verdadero, empleado para conseguir espurios designios políticos, sorprende que haya brotado, sin encender el rubor de su conciencia, de la misma pluma que tantas mirras quemó en honor de la dictadura, y llena de estupor que haya sido hijo de la inteligencia que ha tratado, durante los últimos cuatro meses, de salvar del total derrumbamiento a la dictadura de la familia Trujillo”.
Algo era auténticamente cierto: El Trujillo que Balaguer había presentado ante la ONU distaba de ser el mismo que él describió el 2 de junio durante el acto de inhumación de su cadáver. Tras calificarlo como un hombre “grande”, “prócer” y humano, demasiado humano a veces”, Balaguer dijo ante su féretro: “Sea cual sea, señores, la actitud de la posteridad ante su obra y ante su memoria, desde ahora podemos afirmar que el nombre de Trujillo está grabado para siempre en el material que el tiempo respeta y que es capaz de transformarse pero no de perecer en la sucesión de las generaciones”. Y eso que según él no era esa la hora ni el momento “de hacer la apología de la obra y de la figura de Trujillo”.
Como cabría suponer, la oposición endureció sus tácticas. Y el Gobierno parecía a mediados de octubre indefenso. Las manifestaciones callejeras cotidianas obligaban a la adopción de medidas de fuerza. Los enfrentamientos en el campus de la universidad estatal –la única existente- y alrededor de los planteles públicos, degeneraban en choques violentos, con balances de heridos y destrozos en la propiedad pública y privada. La represión servía de excusa a la oposición, tanto la UCN como el Catorce de Junio, pro-catrista, para demandar el mantenimiento de las sanciones. Los reclamos en ese sentido tenían cada vez más eco en la OEA.
El viernes 20 de octubre, jóvenes que habían estado movilizándose por toda la ciudad, hostigando a la policía, se concentraron en los tejados de la calle Espaillat, próxima al céntrico Parque Independencia, en el sector Ciudad Nueva, contiguo a la zona colonial, de estrechas callejuelas. Es un barrio de clase media, escenario de las mayores demostraciones contra el régimen.
El Gobierno envió fuerzas especiales, al mando del coronel Caonabo Fernández, para disuadir a los manifestantes. En horas de la tarde se inició una refriega que se prolongó durante horas. Los jóvenes respondieron a las balas y los gases lacrimógenos con piedras, palos y bombas molotov. La represión fue bárbara. Las escenas de la batalla recuerdan a corresponsales extranjeros testigos de los incidentes, las lecturas de las jornadas de resistencia del Ghetto de Varsovia. Al caer la tarde las fuerzas especiales pueden tomar los tejados y reducir los últimos vestigios de resistencia.
Algunos jóvenes, de apenas 16 años, son lanzados mal heridos desde los techos. El balance trágico: varios muertos y decenas de heridos. La población gritó indignada. Esa noche y las siguientes el pueblo, convocado por panfletos y llamadas telefónicas anónimas, se unió a un duelo simbólico haciendo sonar cacerolas desde el interior de las viviendas, herméticamente cerradas para evitar la intrusión de agentes de seguridad.
Las agencias internacionales de noticias trasmitieron desgarradoras fotografías y películas sobre los incidentes. Los principales periódicos del exterior destacaron los hechos son grandes titulares. El Presidente Balaguer se dirigió al país por radio y televisión para denunciar los incidentes como una provocación y “felicita” a las gentes por su actuación de esa tarde sangrienta. “Sean mis primeras palabras para felicitar calurosamente a la Policía Nacional por la ejemplar conducta que observó durante las explosiones de violencia que han ocurrido en los últimos días en diferentes localidades del país”, comenzaba el Presidente su discurso. “Es la primera vez en la historia de la República, que las fuerzas encargadas de velar por el mantenimiento del orden ofrecen a la ciudadanía un ejemplo de civilidad que honraría a los cuerpos castrenses de los países más civilizados de la tierra”. Balaguer se quejaba de que durante cinco días los agentes de la Policía soportaron “toda clase de vejámenes y de agresiones brutales sin ejercer un solo acto de represalia”.
La represión no detuvo las protestas y los enfrentamientos de los días posteriores aumentaron el número de víctimas y alejaron las perspectivas de un arreglo político con la oposición. En cambio, el discurso perseguiría a Balaguer por todas partes. Durante años, los estudiantes se lo echarían en cara repetidamente como evidencia de su desprecio por la libertad y la juventud.
Como pocas veces antes, la situación se deteriora de tal forma que se percibe la inminencia de un desenlace. Balaguer aprovechó la circunstancia para insistir en su demanda de un levantamiento de las sanciones. En lo que se ha descrito como un arreglo secreto entre Estados Unidos, Ramfis y Balaguer, el Gobierno decidió la salida de Héctor y José Arismendy Trujillo, los tíos influyentes de Ramfis, para unas vacaciones indefinidas en el exterior. No se ofrecen explicaciones del arreglo ni del viaje de los dos hermanos del dictador. La prensa diaria, controlada por el Gobierno, se limitó a informar que “los dos ilustres viajeros” harán un recorrido por el Caribe. Héctor (Negro), que fue presidente títere durante ocho años, iría a las Bermudas. De Petán no se especifica el rumbo.
Con los llamados tíos malos fuera del país y con Ramfis habiendo dado señales de desprendimiento (había entregado algunas propiedades de la familia al Estado), Balaguer aspira a que los Estados Unidos consientan un levantamiento de las sanciones económicas y diplomáticas impuestas en agosto de 1960. El mantenimiento de esta resolución le impidía llevar a cabo medidas para superar el estancamiento en que vivía sumida desde entonces la economía.
Balaguer necesitaba de un reconocimiento como el que significaría el cese del boicot continental, para mantenerse en la Presidencia, por frágil que el futuro inmediato se le presentase. Pero Ramfis parecía cansado de esperar y su paciencia estaba a punto de terminar. Las obligaciones a que se había visto forzado como Jefe de Estado Mayor General Conjunto, resultan demasiadas para su temperamento. Ramfis no era un hombre acostumbrado a la rígida disciplina de cuartel.
La relación entre Ramfis y Balaguer nunca habían sido estrechas. Con anterioridad a la muerte del dictador apenas sí habían intercambiado palabras, no obstante la permanencia de aquel al lado de su padre durante las tres décadas de la Era.
Es interesante analizar la descripción de sus relaciones con Ramfis que el propio Balaguer hiciera muchos años después de esos hechos, para entender la complejidad de los problemas con que ambos se enfrentaban en 1961. Sin duda ambos desconfiaban entonces uno del otro. Balaguer por los antecedentes voluptuosos de la vida frívola que llevaba el joven militar y Ramfis por el temperamento enigmático del político que no le permitían descubrir qué se proponía. En una oportunidad, Ramfis confió a un amigo de confianza, en presencia de un tercero que me relató la historia: “Uno nunca sabe lo que piensa este hombre”.
En el libro La Palabra Encadenada, editado originalmente en 1975, Balaguer refiere que “…Dios castigó a Trujillo hiriéndole en la carne de sus propias criaturas”. Ninguno de sus hijos, relata, “respondió a las esperanzas que cifró en ellos ni a la aspiración que acarició de dar al país un sucesor de su propia sangre que le sustituyera un día en las dirección de su imperio político. Ocurrió el caso de que el mayor de sus vástagos (Ramfis) imitó su vida sexualmente desordenada y llegó inclusive a disputarle sus propias mujeres o a interferir en sus intrigas amorosas. La vida licenciosa del padre, para quien no hubo escrúpulos que se opusiera a la realización de sus caprichos más censurables, sirvió de ejemplo a los hijos e hizo a menudo imposibles las correcciones adecuadas”.
Recuerda Balaguer que “un día llegó al Ministerio de la Presidencia un expediente en que se sugería la designación del primogénito de Trujillo, quien a la sazón se divertía en París, como Embajador de la República ante el Mercado Común Europeo. Trujillo sonrió con amargura cuando pasó sus ojos por el oficio que contenía esa propuesta. ¿Y todavía, me dijo patéticamente, hay gente en este país que cree que Ramfis sirve para algo? Fue esa acaso la única vez que se expresó ante un extraño en forma peyorativa sobre su descendencia”.
No fue esta la única experiencia decepcionante que Balaguer había conocido de Ramfis. En el mismo libro refiere:
“Cuando Ramfis retornó al país después de los escándalos que escenificó en Hollywood y del incidente que provocó en la escuela militar de Lovenworth, fui en compañía de Trujillo a saludarlo a bordo del yate Angelita. Eran las doce del día cuando entramos en la embarcación anclada sobre la orilla occidental del río Ozama. Trujillo iba eufórico, ansioso de abrazar a su hijo después de varios meses de ausencia. Pero la expresión de su rostro cambió súbitamente cuando entró al comedor del yate y halló a Ramfis completamente ebrio y en un estado físico deplorable. Su barba había crecido y se advertía que había estado entregado a los peores excesos durante varias noches consecutivas. El aspecto de sus acompañantes no era más agradable. Aquel palacio flotante había servido de escenario a varios meses de orgía. Nadie pudo ponerse de pie a la llegada de Trujillo. Para poner fin a aquella escena desoladora y al mismo tiempo insoportablemente pesada, un alto oficial, miembro de la tripulación del yate, se acercó a Trujillo con una copa de su coñac favorito. El dictador la levantó con su mano trémula, e hizo ante el asombro de todos este brindis que recuerdo entre las experiencias más inolvidables de la Era de Trujillo”. “Brindo por el trabajo que es lo único que dignifica al hombre y que lo acerca a Dios”.
El relato continúa:
“El sentido de este exabrupto, pronunciado con vehemencia y con cierto temblor en la voz, pasó inadvertido para quienes lo oyeron, imbecilizados por un largo viaje entre champaña de vida alegre. Pero para mí fue un grito de dolor, salido del pecho de un hombre decepcionado que no halló en su mente en aquel momento de turbación otros términos más felices para expresar su desagrado ante aquella bacanal y para hacerla al propio tiempo una confesión del fracaso de su obra más querida: sus hijos”.
Habría que suponer la influencia que esta experiencia ejerciera sobre Balaguer con respecto al carácter y la personalidad de Ramfis Trujillo. Si él podía recordar con tal precisión y pena este incidente 24 años después de la muerte de Trujillo, qué sería el mismo año de su trágica desaparición física, cuando tenía en él, Ramfis, su único virtual aliado en momentos en que libraba la más dura y difícil de sus muchas luchas por su propia supervivencia.
Trece años después de que saliera publicado La Palabra Encadenada, Balaguer volvió a tocar el tema de sus relaciones con el hijo mayor de Trujillo, en términos más benignos. El encuentro en el yate Angelita fue apenas la segunda vez que se encontraban en vida de Trujillo, y en la que no se cruzaron palabras. La primera vez había sido en 1955, cuando el oficial le solicitó que dictara una conferencia en San Isidro. “Mis relaciones con Ramfis, durante la vida de Trujillo, fueron virtualmente nulas”, dice Balaguer en Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo, “el mundo en que se desarrollaron la niñez y la adolescencia del primogénito de Trujillo, me estuvo totalmente vedado. Los halagos de que se le rodeó desde su nacimiento hasta el día en que la muerte súbita de su padre le obligó a pensar y a actuar por sí mismo, hicieron de él una persona inaccesible, salvo para aquellos amigos íntimos que formaron la pequeña corte que se creó alrededor de esa especie de príncipe mimado”.
Sin embargo, las circunstancias de su tercer encuentro modificaron la opinión del presidente acerca del general. Ese encuentro decisivo tuvo efecto en el más insólito de los lugares y en medio de las circunstancias más sorprendentes: el sepelio del dictador en la iglesia de San Cristóbal, el 2 de junio de 1961. “Mi oración fúnebre ante los restos de su progenitor le había sin duda conmovido. Aludió a algunas de las consideraciones que hice en esa pieza apologética y luego me expresó sin ambages que podía contar con su apoyo sin reservas, para que ejerciera a plenitud mis funciones desde el gobierno civil, mientras él velaría a su vez militarmente, desde la jefatura de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, por el mantenimiento del orden público y la seguridad de nuestras instituciones. Nos despedimos con un fuerte estrechón de manos y desde entonces se inició entre ambos una amistad que se desenvolvió siempre en un plano de respeto recíproco y que se mantuvo en ese mismo tono, en medio de los graves acontecimientos que sacudieron al país, tras la muerte del hombre que lo había mantenido dentro de un puño de hierro, durante 30 años.
Es interesante la manera casi idéntica en que Crassweller y Balaguer describen las circunstancias del encuentro de Trujillo con su hijo en el yate y la reacción de aquel ante la sugerencia de que Ramfis fuera designado Embajador ante el Mercado Común Europeo. Resulta evidente que en su oportunidad Balaguer fue una excelente fuente de información para Crassweller.
Exactamente cinco años después del entierro de su padre, el 2 de junio de 1966, Ramfis escribió a Balaguer desde su exilio en Madrid para felicitarle por su elección como Presidente Constitucional un día antes. Se quejaba en dicha misiva de la incomprensión “y falta de visión” de su familia respecto de las medidas de apertura política, así como “de la absurda política” de los Estados Unidos, que dificultaron la tarea de ambos en los meses finales de 1961.
Pero en el verano y otoño de ese año, los recelos afectaban las relaciones entre ambos hombres. En una entrevista para este libro, el general retirado Fernando A. Sánchez hijo (Tuntin), quien entonces ocupaba la jefatura de Estado Mayor de la Aviación Militar con sede en la base de San Isidro, y compañero de Ramfis de toda la vida, me dijo: “Ramfis no confiaba en él (Balaguer), por asuntos que me reservo. Eran buenas relaciones solo en apariencia”. Radhamés, hermano menor de Ramfis, admitió al autor por su parte, que sus diferencias con su hermano se debían a su pase a “situación de reserva (en las Fuerzas Armadas) y al discurso del doctor Balaguer en la ONU”.
Uno de los hombres que probablemente mejor conocía a Ramfis, era el coronel Luís José León Estévez, esposo de su hermana Angelita, y quien a la sazón se encontraba al frente del Centro de Enseñanzas de las Fuerzas Armadas (CEFA), con asiento en la base militar. Su apreciación del comportamiento de Ramfis en esa época, hechas al autor, se resume en las palabras siguientes: “Ramfis no tenía ningún tipo de interés político. No le interesaba el poder por el poder mismo. Yo sabía que se iría. El poder le interesa a la gente para obtener dinero, por vocación de mando y por patriotismo. Ramfis tenía dinero, no sentía interés alguno por la política y su patriotismo era normal”.
Balaguer en cambio no codiciaba el dinero pero el poder, que había ejercido solo ceremonialmente, le apasionaba. En otras circunstancias, un hombre carente de la ambición política de Ramfis hubiera podido representarle un escollo. Pero en la situación reinante en esos días, necesitaba de él no ya para afianzarse sino para mantenerse con la precariedad con que había sobrevivido a la vorágine que devoraba el pasado político nacional y, quien sabe, para salvar su propia vida. Los gritos de las muchedumbres enfurecidas, día tras día, “! Muera Balaguer!”, no podían tomarse a la ligera.
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Las relaciones de Balaguer con los jefes militares nunca fueron entusiastas ni alcanzaron a tener realmente significación en vida de Trujillo. Hasta la muerte de éste último este tipo de contacto no le hubiera sido útil. Lo suficiente hábil y sensato para mantenerse en su lugar, alejado de las suspicacias del tirano, Balaguer prefirió dejar a un lado este tipo de obligación dentro de sus funciones oficiales como Vicepresidente primero y Presidente designado después.
Pero una vez desaparecida “la voluntad granítica” que, según sus propias palabras, había simbolizado “toda la fuerza física de la nación” y la había regido férreamente durante más de 30 años, los asuntos militares comenzaron a cobrar cada vez más relevancia para el Presidente. Sin embargo, la camarilla que había heredado el poder castrense no confiaba en él y recelaba de su proceder. Al general Sánchez hijo, jefe de Estado Mayor de la Aviación, le resultaba difícil disimular sus sentimientos hacia él. El único vínculo entre esa jerarquía militar trujillista y el símbolo de poder civil legado por Trujillo era curiosamente Ramfis. Por diversas razones, sin embargo, el carácter de éste y su aparente poca afición por el poder, hacían de tal nexo un hilo muy delgado. Bastaría con que se le halara para que quedara roto.
La ocasión vino a producirse sorpresivamente a raíz del asesinato de Trujillo, cuando todavía su cadáver permanecía expuesto al llanto de las multitudes que desfilaban atónitos ante su cuerpo rígido.
Al despacho del general Sánchez habían llegado informes de inteligencia respecto a misteriosas visitas del cónsul general norteamericano a la residencia de Balaguer a altas horas de la noche, en los días previos a la emboscada del 30 de mayo. Nadie podía sacar nada en concreto de estas presuntas reuniones. Pero de todos modos resultaban suficientes para alertar la antipatía que el Presidente le inspiraba.
Pudiera ser que muchos hechos de esta naturaleza, sumado a la inexplicable designación de Balaguer como Presidente, lo que le hacía parecer como el favorito final de Trujillo, el que éste había considerado como el más capaz para prolongar la existencia del régimen aún después de su muerte, contribuyeran a alimentar los prejuicios de algunos jefes militares en su contra. Nada de esto le era del todo extraño al Presidente. Tal vez por eso no se sorprendió y en cambio hizo frente a la insólita petición que recibiera de los tres jefes de Estado Mayor la misma noche de la muerte del Generalísimo.
En su documentada biografía de Trujillo, Robert D. Crassweller, hace vaga mención de este hecho de la manera siguiente: “La misma noche del asesinato de Trujillo, en el momento que él y sus asesinos convergían hacia su fatal encuentro, se dio la orden de apresar a los obispos y llevarlos a la cárcel. A la mañana siguiente el presidente Balaguer revocó esa orden. Su primer acto oficial después del asesinato fue denegar la solicitud de los funcionarios del Palacio comprometidos con Trujillo en el plan de expulsión de los obispos. El doctor Balaguer afirmó que renunciaría a la presidencia antes que acceder a dicha solicitud”.
Realmente el plan perseguía provocar la renuncia efectiva del Presidente. En una carta los tres jefes de Estado Mayor le informaban que en vista de la comprobada complicidad de la Nunciatura en el atentado, el representante del Papa tenía que ser deportado y que su obligación como jefe del Estado era proceder a hacerlo de inmediato. La reacción de Balaguer, como ellos esperaban, durante una reunión del gabinete para comunicar oficialmente la muerte de Trujillo y el regreso de su hijo mayor, fue la de amenazar con abandonar la presidencia. Ramfis intervino e hizo que los jefes militares retiraran su petición. Naturalmente la supuesta complicidad del Vaticano era una farsa.
Esta historia me fue contada por el después general retirado Sánchez hijo y quedó grabada en cinta magnetofónica. Dijo que la decisión de Ramfis fue un acto de “debilidad” que él le reprochó: “…después que hacemos la carta y el hombre (Balaguer) accede (a renunciar), que es lo que usted quería, quitarlo de en medio ¿por qué esta debilidad?”. El jefe entonces de la Marina, contralmirante Luis A. Facundo Esteva, no recordó en nuestras entrevistas el texto de dicha carta, pero confirmó que en efecto ésta había sido enviada.
Ramfis había heredado todo el poder de su padre, pero carecía de la capacidad de éste para retenerlo. En el fondo no era un político. Ni tampoco estaba preparado para actuar con la ecuanimidad debida ante situaciones que reclamaban la sangre fría de un político consumado. Trujillo había sido un artista de la intriga. A lo largo de tres décadas logró mantenerse en el poder gracias a su habilidad para sortear los momentos más difíciles. Trujillo, no cabían dudas, sabía cuándo y cómo actuar contra sus amigos y adversarios. Este era un aspecto de su carácter que no se daba en su hijo mayor. Ramfis le huía a la gente.
En cambio, tenía ideas muy extrañas para el ambiente en que había sido criado. En sus empresas existían reglas de seguridad social muy avanzadas para el sistema reinante. Los empleados de Molinos Dominicanos y la fábrica de pinturas Pidoca gozaban de beneficios que no tenían los de otras empresas del país. Ramfis guardaba fuertes resentimientos contra los Estados Unidos desde los días de sus fracasados estudios en la academia militar de Lovenworth. Y esos sentimientos con frecuencia predominaban frente a razones de orden político.
Un ejemplo de su temperamento fue el incidente ocurrido en septiembre de 1958 que determinó la destitución del contralmirante Rafael B. Richardson, como jefe de Estado Mayor de la Marina, en lugar del cual fue designado, con el rango de aquel, el capitán de navío Luis Ambrosio Facundo Esteva. Los servicios de inteligencia habían redactado un informe dando cuenta de una acción bochornosa de dos marineros en la Florida. Durante un receso de maniobras conjuntas de las marinas de los dos países, los marineros fueron vistos hurgando en zafacones en calles de Miami. El reporte indignó a Ramfis que llamó a su presencia al contralmirante Richardson y le reprochó diciendo que acciones de ese tipo merecían un fusilamiento.
El oficial, que poseía una de las mejores hojas de servicio de las Fuerzas Armadas, consiguió hablar con Trujillo. El Jefe mandó en busca entonces del general Sánchez hijo para preguntarle si era cierto que Ramfis había amenazado con tomar represalias contra Richardson. Sánchez dijo que se trataba de una mala interpretación y explicó a Trujillo, el cual musitó:
-¡Tienes razón! !Ramfis no es hombre de mandar a fusilar a nadie!
Días después, Richardson era relevado del cargo pero en compensación Trujillo le permitió adquirir una valiosa finca sembrada de coco en Samaná. A Ramfis, confió luego el Jefe a un amigo, le hubiera resultado difícil entender la razón de esto último.
En lugar de Richardson, Trujillo nombró a uno de los oficiales más competentes y veteranos de la Marina, Facundo Esteva, de 40 años. Durante casi catorce años, Facundo había comandado el yate Presidente Trujillo, buque insignia de la Marina, que el dictador utilizaba en sus frecuentes viajes al exterior. En uno de esos últimos, regresando de la Florida, les sorprendió una fuerte tormenta del norte, frente a las costas de Cuba.
Trujillo llamó a Facundo a su camarote y le dijo:
-El mar está muy difícil.
-Sí señor, está mal el tiempo.
-¿No hay un puerto cerca donde meternos?
Facundo calculó bien el sentido de la respuesta:
-Sí señor. Estamos sobre la costa de Cuba, pasando por el Canal de Santerén. Pero las relaciones, según tengo entendido, entre Cuba y la República Dominicana no son muy buenas.
Fulgencio Batista y Trujillo habían tenido últimamente fuertes diferencias y las relaciones bilaterales se encontraban en un nivel bajo. Trujillo le respondió tajantemente.
-¡Y a mí que me importa!
El buque, una fragata de guerra convertida en yate de lujo que poseía todo su armamento, cambió el rumbo y derivó en la bahía Gibara, cuyas aguas estaban tranquillas. Poco después, las autoridades del puerto trataron de subir a bordo para inspeccionar la nave pero la tripulación, en alerta, lo impidió. Hubo una situación tensa, muy difícil, de casi hora y media, al cabo de la cual, ante los informes de que el tiempo había mejorado, Facundo enfiló la nave hacia su rumbo original.
Una fragata de la marina cubana trató luego de perseguir al yate, pero no pudo alcanzarle. Mientras, los dos destructores dominicanos habían zarpado a toda velocidad desde Ciudad Trujillo y Haina para escoltar al yate en que viajaba Trujillo.
Los colaboradores del régimen creían que Ramfis carecía también de la determinación que tantas veces, como en ese incidente en una bahía cubana, había sacado a su padre del peligro.