“Cuanto más siniestros son los designios de un político, más estentórea se hace la nobleza de su lenguaje”.
ALDOUX HUXLEY
Como decía Balaguer “la Era de Trujillo ha terminado”, pero su fantasma recorría todavía todos los rincones de la nación. El había podido sobrevivir a ella a base de habilidad. Sin embargo, las fuerzas desatadas escapaban a su control. El poder militar había pasado ahora al general Rodríguez Echavarría, líder de la sublevación de Santiago, pero no estaba del todo claro cuál era su real y efectiva capacidad para superar las nacientes y explosivas rivalidades militares.
Designado Secretario de las Fuerzas Armadas, el nuevo hombre fuerte de San Isidro había hecho nombrar a su hermano Santiago, jefe de la Aviación Militar, violando el escalafón e ignorando las aspiraciones de otros oficiales, como el general de brigada Rodríguez Méndez, cuya suerte, como la de muchas otras figuras claves de la revuelta, no parecía clara.
Las medidas excesivas de seguridad, al amparo del estado de emergencia decretado por Balaguer, exasperaron a la población y la Unión Cívica convocó a nuevas protestas callejeras. Los tanques fueron enviados a reforzar el patrullaje militar. La Era de Trujillo había concluido, en efecto, pero la UCN creía justo continuar luchando contra algunos de los resabios de la dictadura que a su juicio aún quedaban. Balaguer era sin lugar a dudas, uno de ellos como lo era también Rodríguez Echavarría. El papel de héroes que ambos representaron en las jornadas siguientes a la partida de los Trujillo había disminuido pronto al de villanos.
Las turbas entregadas al pillaje y al saqueo de residencias particulares y oficinas públicas, contribuían a exacerbar la situación ya de por sí delicada. Las negociaciones para un acuerdo político que diera paso a una nueva fórmula gubernamental estaban estancadas. Los planteamientos de la UCN resultaban inadmisibles para Balaguer y el nuevo poder militar.
En el ínterin se agudizaron las contradicciones que se venían acumulando en el sector militar. El general Rodríguez Méndez quien aspiraba a la jefatura de la fuerza aérea fue en cambio designado subsecretario de las Fuerzas Armadas y el mismo día se revocó el decreto nombrándole agregado militar a la embajada en Canadá. Sin ofrecérsele ninguna explicación, a las pocas horas, la disposición es nuevamente modificada y se le asigna a Washington como representante ante la Junta Interamericana de Defensa. Todavía de puesto en Barahona, el general Rodríguez Méndez huye en un avión con parte de su familia a Puerto Rico, donde solicita asilo político.
Para la misma fecha, el teniente coronel Durán Guzmán fue llamado ante el Presidente en el Palacio Nacional, donde se le ofreció un cargo diplomático en el extranjero. A su resistencia y alegatos de que había actuado contra los remanentes de la dictadura para quedarse en el país, se le insistió que su presencia en el territorio nacional no era conveniente.
Terminada la reunión con el Presidente, el secretario Administrativo de la Presidencia, doctor Armando Oscar Pacheco, llevó al oficial a su despacho para tratar de convencerle con el argumento de que en Europa él podría continuar sus estudios de derecho.
Durán se negó. Y Pacheco le entregó un sobre con RD$10,000 (diez mil pesos, 7,500 en moneda nacional, a la par entonces con la divisa norteamericana, y el resto en dólares). Le pasó igualmente un recibo escrito a mano por el propio Pacheco como constancia de haber recibido el dinero “por servicios prestados a la Patria”. Durán insistió todavía en que no había actuado por dinero y Pacheco se levantó bruscamente:
-¡Firme coronel. Los altos intereses de la nación requieren que usted salga inmediatamente del país!
Sin más opción, Durán tomó el dinero y se dirigió directamente de Palacio a la modesta casa de doña Altagracia Angélica Mercedes viuda Melenciano, en la calle Uno, número 24 del ensanche San Juan Bosco, próximo al antiguo aeropuerto General Andrews, a quien entregó el sobre para que lo guardara, sin haber contado siquiera los billetes. El dinero permanecería en poder de la señora durante varios meses, hasta que Durán desistió de sus aspiraciones de ser reintegrado como coronel de la Aviación Militar Dominicana.
Semanas después Durán sería expulsado de las Fuerzas Armadas por tratar de introducir en los cuarteles “doctrinas contrarias a su idiosincrasia”.
Su historia sobre el dinero me pareció al principio un poco fantasiosa, debido en parte a que en nuestras primeras entrevistas Durán no pudo identificar claramente la dirección de la viuda Melenciano. Finalmente la localicé. Su dirección exactamente la misma sólo que desde hace algún tiempo la calle se llama Ricardo Pittini y su casa era la número 24. Doña Angélica confirmó en todas sus partes la versión de Durán. Ella nunca supo cuál era la suma. Guardó el sobre sin abrirlo en un armario viejo de caoba y se lo entregó meses después cuando Durán regresó procurándolo. La relación entre ambos era muy estrecha. Doña Angélica sentía un profundo afecto materno por el oficial piloto. Esta relación venía de muy lejos, en la época en que siendo estudiante de aviación, Durán acudía diariamente a su casa desde el aeropuerto cercano a comer junto a otros pilotos y aspirantes a aviadores. La relación entre ambos llegó a convertirse en la de una madre y un hijo. A casa de doña Angélica acudían diariamente catorce jóvenes militares a comer. Contigua a su casa residía doña Mercedes, madre de Luís y Juan René Beauchamps Javier, el primero de los cuales, ya como coronel piloto, tendría un papel destacado en los sucesos del 19 de noviembre. Los dos hermanos comían frecuentemente en la casa de doña Angélica con sus demás compañeros de armas.
Mi visita inesperada a su casa, tras una larga búsqueda, le permitió revivir hermosos momentos dormidos en sus recuerdos. “Eran muy buenos muchachos”, dijo. Su principal preocupación era la temeridad con que ellos volaban. Las historias de sus proezas aéreas, que ellos contaban alegre y despreocupadamente en sus almuerzos, la hacían sentir un temor indescriptible. Un día hizo una promesa de rezar una oración diaria por cada uno de ellos para que el Señor les protegiera de cualquier mal. Doña Angélica nunca olvidaría el trato respetuoso de Durán, quien la llamaba “mama”, lo cual la hacía sentirse enormemente orgullosa.
Un día “sus muchachos” se aparecieron con Ramfis. Aunque no se sentó a almorzar, Ramfis probó con una cuchara de los platos de cada uno de sus compañeros, recordó. Pero el mejor de sus recuerdos eran la imagen gallarda de todos ellos con sus trajes militares bien alisados. Han pasado muchos años desde entonces, pero ocasionalmente algunos de ellos continuó visitándola.
De las paredes de la pequeña salita pendían todavía algunas viajes fotografías de esa época. A sus 75 años y enferma, doña Angélica no puso, empero, reparos a entregarme algunas de ellas para este libro. Incluso me dio uno de sus tesoros más preciados: un inservible carné de la Hermandad de Pensionados de las Fuerzas Armadas, en la que aparece como “madre de crianza” del teniente coronel retirado Manuel Durán Guzmán. Al despedirme a la puerta de su vieja casa de madera, creí ver una expresión compartida de alegría y tristeza por esta extraña e inesperada visita. Sus ojos cansados vertieron unas lágrimas sobre el polvo que cubría las viejas fotos de pared que me llevé en mi carpeta. Cuando regresé semanas después a devolverle sus pertenencias me enteré de que había muerto.
Los repetidos fracasos en formar un gobierno de coalición habían llevado sólo frustración a Unión Cívica pero el Gobierno se encontraba también exhausto, carente de respaldo y sometido a presiones cada vez más difíciles de eludir. A mediados de diciembre se hacía evidente no ya el persistente interés sino la decisión de los Estados Unidos de ponerle fin al estancamiento y mover la situación dominicana en dirección a un acuerdo, respecto al cual se habían dado ya pasos concretos. En efecto, las diferentes fórmulas presentadas por cada una de las partes contenían los elementos fundamentales de un arreglo.
Para Unión Cívica resultaba un trago amargo aceptar un acuerdo que contemplara la permanencia de Balaguer en la Presidencia, por temporal que ésta fuera. Sin embargo, no tenía alternativa. Las huelgas y el desorden general amenazaban con sumir al país en el caos y no estaba claro que pudieran sacar la mejor parte de una crisis mayor. Además las presiones norteamericanas ejercidas a través del cónsul Hill y el enviado especial Morales Carrión eran demasiado ostensibles. Mucha gente, Balaguer y Bosch entre ellos, veían en la creciente sumisión ucenista a los dictados de la Embajada de los Estados Unidos una postura indigna. Los cívicos, ansiosos por derrocar a Balaguer, no estaban dispuestos a esperar más tiempo. Así, pues, las condiciones para un acuerdo estaban ya finalmente dadas el 17 de diciembre.
Ese día, Balaguer se dirigió nuevamente al país para ser portavoz de las buenas nuevas. El mandatario atribuía el fracaso de los intentos anteriores a la ausencia de un ambiente de ecuanimidad indispensable “para que el sentimiento patriótico y el interés genuinamente nacional se sobrepusieran a las apetencias de poder y a las pasiones desorbitadas”. El discurso señalaba las pautas y lineamientos de un acuerdo definitivo, pero subrayaba las enormes diferencias y el antagonismo que en el fondo lo distanciaban de sus adversarios, con los que iría próximamente a compartir las tareas del gobierno. Con la aprobación previa de una reforma constitucional, que el dócil Congreso aprobaría sin dificultad, se instalaría un Consejo de Estado de siete miembros encabezado por él mismo e integrado por otros seis ciudadanos provenientes de las filas de la UCN o ligadas a ellas por diferentes vínculos.
Este Consejo se encargaría de convocar a elecciones de representantes de una Asamblea Revisora de la Constitución a más tardar el 16 de agosto de 1962 y elecciones generales para escoger un nuevo gobierno en una fecha no más tarde del 20 de diciembre siguiente. Las autoridades electas en dichos comicios, los primeros realmente libres en más de 30 años, tomarían formal posesión de sus cargos el 27 de febrero de 1963. Balaguer, por su parte, prometía renunciar en un plazo de dos meses, a partir de la fecha de instalación del Consejo, exactamente el 27 de febrero de 1962.
El nuevo régimen colegiado, con el cual se sellaría el final de la Era de Trujillo, estaría conformado por el licenciado Rafael F. Bonnelly, como vicepresidente; el ex-senador monseñor Eliseo Pérez Sánchez, Vicario General de la Arquidiócesis de la capital dominicana; el licenciado José María Cabral Bermúdez, el doctor Nicolás Pichardo, quien había servido de mediador en las negociaciones con la UCN y los dos únicos sobrevivientes del complot que culminó con el asesinato de Trujillo seis meses y medio antes, Antonio Imbert Barrera y Luís Amiama Tió. A la renuncia de Balaguer, Bonnelly asumiría la Presidencia y en su lugar como vicepresidente del Consejo sería designado el licenciado Eduardo Reid Barrera, presidente de la Suprema Corte de Justicia.
El discurso de Balaguer estaba lleno de recriminaciones contra Unión Cívica e intentaba reivindicar su papel a lo largo de la crisis. Reiteraba que la dictadura había terminado y, por consiguiente, “este país no era ya propiedad de una familia ni botín de un grupo de privilegiados…” A él, decía, correspondió “la tarea que no supo realizar la oposición: la de minar el régimen cuando aún no había desaparecido el poderío militar que sirvió de sostén a la dictadura, y de establecer las bases en que estamos hoy asentando el estado de derecho que ha de sustituir al régimen despótico que durante 31 años oprimió la conciencia dominicana”.
Balaguer recordaba a sus enemigos que en los momentos más cruciales de la intentona regresionista de los tíos de Ramfis fue a él a quien correspondió hacer frente a la situación y les echaba en cara sus insinuaciones para que “solicitara una intervención extranjera”. En lugar de ello, “decidí enfrentarme solo, sin más arma que la de la potestad civil de que me hallaba investido, para frustrar aquel intento reaccionario y salvar definitivamente al país de las figuras objetables cuya presencia en suelo dominicano impedía fatalmente nuestra reincorporación a los principios y sistemas de la vida civilizada”. Con esa actitud, reclamaba, le había evitado al país una guerra civil, logrando que la familia Trujillo “se plegara al clamor nacional que requería su expulsión inmediata”.
Tanto el discurso de Balaguer como las declaraciones formuladas por la UCN por diferentes medios presagiaban un incremento de las tensiones internas del nuevo gobierno. Balaguer condicionaba su retiro el 27 de febrero al levantamiento de las sanciones económicas y diplomáticas por la OEA. Cuando eso ocurra, aseguraba al país, daría por terminada su obra de democratización “y abandonaré, por mi propia iniciativa, la Presidencia de la República, para dar así oportunidad a otros ciudadanos de mayores aptitudes que las mías para encaminar la República por la vía de su rehabilitación definitiva”.
La Era de Trujillo había definitivamente concluido. Treinta y un años de opresión dejaban, sin embargo, una huella todavía indeleble en la vía nacional. Balaguer, que representaba la supervivencia de ese período, se echaba a un lado para dar paso a una nueva generación de dirigentes nacionales. Pero ¿quiénes eran sus sustitutos? ¿Representaban realmente una visión nueva para la República? Al igual que él, todos habían tenido vínculos muy profundos con la dictadura desaparecida. Bonnelly había servido a Trujillo desde las más altas posiciones. Fueron las actividades clandestinas de sus hijos, quienes habían sido arrestados en 1960 durante las redadas contra el Catorce de Junio, lo que le hicieron caer en desgracia apenas unos meses antes del asesinato del dictador. Su anti-trujillismo era, en sustancia, tan reciente como el de la mayoría de los integrantes del nuevo gobierno. Reid Barrera, quien finalmente formó parte del Consejo por Cabral Bermúdez, era el presidente de la Suprema Corte. Todos los demás también tenían detrás un expediente de servicio a la dictadura.
Balaguer había dicho en su discurso: “No hemos destruido un clan familiar para que la enorme fortuna que ese clan amasó con sangre el país vaya ahora a ser usufructuada por una nueva oligarquía constituida por políticos ambiciosos y por familias pertenecientes a las clases acomodadas”. La elección de los hombres escogidos para conducir al país hacia la democracia resultaba sorprendente, según Glejeises, “pero la sorpresa revelaría únicamente ignorancia”. El antitrujillismo genuino de los hermanos Viriato y Antinoe Fiallo no era el antitrujillismo de los demás líderes de la UCN. Estos representaban realmente a la clase alta de la sociedad. Y ésta se había plegado a Trujillo, no por convicción ni patriotismo, sino por conveniencia.
La Era de Trujillo había concluido, pero el fardo de la herencia parecía tan pesado que aún quedaba un largo camino por transitar. La distancia entre la dictadura de 31 años y la democracia se veía ya llena de escollos. La libertad había exigido una enorme cuota de sacrificios y sangre a la nación a lo largo de toda su historia y, como se comprobaría algún tiempo después, seguiría reclamando todavía mayores entregas. El anuncio de la formación de un nuevo gobierno no acalló las protestas callejeras ni sentó las bases de un período de armonía política duradera.
La capital había recobrado su antiguo nombre de Santo Domingo y las huellas físicas de la dictadura estaban siendo borradas por la acción de las turbas que derribaban bustos, rótulos y estatuas por doquier. Las puertas de las cárceles se abrían para permitir el regreso de padres, esposos e hijos a sus hogares. Frente al Altar de la Patria, en la zona céntrica de la ciudad, un borracho gritó al mediodía con todas sus fuerzas: “!Abajo el Gobierno!” y nadie corrió y en cambio todo el mundo sonrió a su alrededor, como si nada hubiera pasado.
De todas formas era un buen comienzo.
Con el acuerdo para la formación del Consejo de Estado quedaba definitivamente sellado el fin de la Era de Trujillo. En apariencias, Balaguer parecía haber sobrevivido finalmente a ese cataclismo.
Sin embargo, las negociaciones para llegar a un punto final de solución estuvieron orientadas por la UCN y no por él. Este era un mal indicio respecto a su papel posterior en el nuevo régimen provisional colegiado. A pesar de ello o probablemente por esa misma causa, las gestiones nunca estuvieron exentas de problemas. Los intentos ucenistas para incorporar al PRD no fueron muy entusiastas, pero Bosch no creyó que ello se debiera al conocimiento de la UCN de sus reparos a participar en una solución de esa naturaleza.
Una noche Bosch fue despertado por un miembro del Comité Ejecutivo de su partido, el doctor Humbertilio Valdez Sánchez. El doctor Nicolás Pícaro había ido a verle para informarle que se estaba formando ya el Consejo de Estado y querían determinar si al doctor Valdez Sánchez le interesaba ser parte de él. El dirigente del PRD había rechazado ya antes tal ofrecimiento, pero el doctor Pichardo y la UCN querían de todos modos cerciorarse. “Le dije al doctor Pichardo”, contaría Bosch, “que el PRD había decidido no participar en el Gobierno, lo cual sin duda les causó cierto alivio a sus compañeros porque eran menos cargos a repartir”.
Superadas al fin las diferencias políticas que permitían abrir paso a la integración del Consejo de Estado, Balaguer convocó de urgencia a las cámaras legislativas para reformar la Constitución. El requisito era indispensable para darle un carácter legal al nuevo gobierno y cortar el mandato de Balaguer. La convocatoria fue hecha en virtud de lo que disponía la Carta vigente, promulgada el 28 de junio de 1960, en dos artículos, cuyos textos establecían:
“Art. 114.- Esta Constitución podrá ser reformada si la proposición de reforma se presenta en el Congreso Nacional con un apoyo de la tercera parte de los miembros de una u otra Cámara, o si es sometida por el Poder Ejecutivo”.
“Art. 115.- La necesidad de la reforma se declarará por una ley, que sólo podrá ser votada por la mayoría de las dos terceras partes de los miembros de una u otra Cámara. Esta ley, que no podrá ser observada por el Poder Ejecutivo, ordenará la reunión de la Asamblea Nacional, determinará el objeto de la reforma e indicará los artículos de la Constitución sobre los cuales versará”.
En la tarde del 22 de diciembre, amparándose en los citados preceptos constitucionales, el Congreso dictó la Ley No. 5711, que declaró la necesidad de modificar la Constitución “en sus artículos 6, ordinales 9, 54, 57, 58, 60, 61, 91, 92 y 119” y suprimiendo “el párrafo del artículo 106, el segundo apartado del artículo 107, y los artículos 111, 112 y 113”. De esta forma quedó allanado el camino hacia la formación de un nuevo gobierno de siete miembros, la mayoría de los cuales provenía de las filas de Unión Cívica o sentía simpatías por dicha organización. La nueva Constitución fue votada el 29 de diciembre de 1961. Tres días después, el primero del año 1962, Balaguer juramentó en el Palacio Nacional a las seis personalidades que compartirían con él las tareas del nuevo régimen.
El Consejo de Estado se instaló finalmente el primer día de enero de 1962, en una ceremonia celebrada como el advenimiento de un período de paz y sosiego prolongado. Las sanciones fueron levantadas el 4 de ese mes y el país pudo restablecer vínculos diplomáticos y comerciales con el resto del Hemisferio. Pero la paz duró muy poco.
El martes 16 de enero, después de varios días de manifestaciones contra el Presidente y el general Rodríguez Echavarría, una enorme multitud se congregó en el Parque Independencia ante el local del comité del Distrito Nacional de Unión Cívica para exigir la renuncia de éstos. Las fuerzas blindadas enviadas para mantener el orden abrieron en la tarde fuego contra la multitud dejando un saldo de cinco muertos y una veintena de heridos. Las protestas se extendieron por toda la ciudad con un balance adicional incalculable de víctimas y daños materiales. En la noche, Rodríguez Echavarría hizo preso a cuatro miembros del Consejo –Bonnelly, monseñor Pérez Sánchez, Reid Barrera y Pichardo- e instaló una junta cívico-militar encabezada por Huberto Bogaert, un ciudadano notable sin expediente político, que Balaguer juramentó en el Palacio Nacional.
La vida de esta junta fue efímera. Dos días después, un grupo de oficiales arrestó al general Rodríguez Echavarría en San Isidro y reinstaló al Consejo bajo la Presidencia de Bonnelly. Balaguer cubrió la corta distancia entre su residencia y la Nunciatura Apostólica, separadas por una verja, y pidió asilo político.
Luego de prolongados escarceos, el Consejo de Estado, haciendo caso omiso a las demandas de Unión Cívica, concedió a Balaguer y a Rodríguez Echavarría los salvoconductos para viajar al exterior la noche del 7 de marzo de 1962.