“No esperéis el Juicio Final: tiene lugar todos los días”.
ALBERT CAMUS
A pesar de la confrontación militar, el grueso de la atención se concentró al mediodía en el Palacio Nacional, sede de las decisiones políticas. Luego de las reuniones con los dos hermanos Trujillo y el cónsul de los Estados Unidos, el Presidente se preparó para decir un discurso al país. Comprendía la importancia de aprovechar al máximo el tiempo. El poder, y tal vez su vida misma, dependían de cómo él pudiera sacar el máximo provecho de cada minuto de las horas siguientes.
Tras analizar brevemente los últimos hechos, Balaguer exhortó a los dominicanos a unirse ante una “situación difícil” y anunció a una nación sorprendida, su decisión de asumir la dirección suprema de las Fuerzas Armadas, en virtud del artículo 54, inciso 13, de la Constitución de la República. El país se encuentra, dijo, al borde de la guerra civil “como consecuencia de las pugnas” surgidas en el ámbito militar.
Ese hecho podría desembocar, en el curso de las horas siguientes, en lo que él describía como una posible “intervención militar extranjera”. Esa posibilidad planteaba un riguroso respaldo al gobierno presidido por él para evitar la “catástrofe nacional” que significaría esa intervención que no podría provenir de otro país que no fuera, dadas las circunstancias, los Estados Unidos, al que no citó, empero, por su nombre.
Tan dramático e inesperado discurso, pronunciado desde el Salón de Embajadores de la tercera planta del Palacio Nacional, donde horas antes se escenificara el incidente entre Petán y el cónsul norteamericano, y difundido por radio y televisión, dio un giro a los acontecimientos. Balaguer hablaba de salvar la soberanía, pero parecía ostensible que al hacerlo con tanta seguridad, contaba con el apoyo soterrado de la embajada norteamericana. La intensa actividad del cónsul Hill esa mañana en el Palacio Nacional no permitía otras conclusiones.
Otras decisiones importantes se anunciaban en ese discurso. Balaguer suprimía el cargo de Ramfis y a partir de ese momento todas las cuestiones concernientes a los militares serían canalizadas a través de la Secretaría de las Fuerzas Armadas. En un “gesto patriótico que los enaltece”, añadía, Negro y Petán abandonarían el territorio nacional –esta vez para siempre- dentro de escasas horas. Esto último, esperaba, ahorraría a la nación “nuevos derramamientos de sangre”.
También hacía pública varias designaciones en el campo militar, que reforzaban su voluntad de llevar a cabo un nuevo proceso de cambios. Por ejemplo, el mayor general Virgilio García Trujillo quedaba relegado de sus funciones de jefe de Estado Mayor del Ejército y trasladado a Washington, mediante un mismo decreto, como Representante ante la Junta Interamericana de Defensa. Hermida pasaba interinamente a la jefatura de la Aviación, mientras el general Luís Román se hacía cargo del Ejército. Estas medidas estaban en vigencia de inmediato y concluían una reorganización de los mandos militares. Cinco días antes, el 14 de noviembre, el contralmirante Enrique Valdez Vidaurre había asumido la jefatura de la Marina en sustitución del también contralmirante Luís Ambrioso Facundo Esteva, puesto en retiro.
Las medidas fortalecieron la posición del general Rodríguez Echavarría, quien recibió una llamada de Hermida.
-Todo por el Presidente Balaguer- le dijo.
El discurso de Balaguer y los hechos que le precedieron parecían haberle puesto en control de la situación, con el apoyo ahora público de los altos mandos militares. No obstante, la crisis continuaba latente. En Santiago seguían abrigándose temores de una contraofensiva terrestre.
Pero en el campo político la creciente rivalidad entraba en una fase de conciliación, cuya duración resultaría sumamente breve. Los partidos se apresuraron a hacer pronunciamientos de apoyo al Gobierno. La noche anterior, Balaguer había recibido a una comisión del PRD, encabezada por Bosch y completada por el secretario general Ángel Miolán y el licenciado Humbertilio Valdéz Sánchez que le ofreció su apoyo ante los nuevos acontecimientos. El Presidente decretó el estado de emergencia “con todas sus consecuencias constitucionales”. El artículo dos de la disposición advertía que en virtud de la misma “quedan suspendidos los derechos humanos, con excepción de la inviolabilidad de la vida”.
En su letra y espíritu, el decreto número 7283 que imponía el estado de excepción no dejaba de resultar una ironía. El país celebraba en comunicados el nacimiento de una nueva era política. El propio discurso presidencial pretendía ser una expresión viva y fiel de esa expresión colectiva. Sin embargo, la disposición llevaba el sello de la Era ignominiosa que costara tantos dolores. Como tantas otras medidas oficiales, terminaba con la rutina obligatoria: “Dado en Ciudad Trujillo, Distrito Nacional, capital de la República Dominicana, a los 19 días del mes de noviembre de 1961, año 118 de la Independencia, 99 de la Restauración y 32 de la Era de Trujillo”.
Para los fines prácticos, el decreto no significaba nada. Las protestas del pueblo que habían conducido durante meses a la situación actual, tenían como finalidad la restauración de las garantías que la citada medida alegaba suspender y que, por más de 30 años, no existieron nunca.
Podía deducirse, empero, que el respaldo al Gobierno no era total. Radio Caribe, la emisora a través de la cual se lanzaban tantos vituperios a la oposición, insistía en su denuncia de que un complot internacional había forzado la salida de Ramfis el día antes, lo cual atribuía a “organismos y gobiernos extranjeros”. Desdeñar la opinión de este santuario del anacronismo trujillista constituía una equivocación. Tales minorías estaban constituidas por personeros responsables de muchas atrocidades y era todavía temprano para deducir cuán lejos estuvieran dispuestos a llegar para defender sus privilegios y prejuicios.
Más cauta fue la primera reacción pública norteamericana. La agencia de noticias UPI atribuía en Washington a un portavoz del Departamento de Estado haber declarado que “no hay pruebas inmediatas” de que sus tíos hubieran impuesto la salida forzosa de Ramfis. Ahora les tocaba a ellos –Negro y Petán- irse.
En cuestión de horas, las calles de Ciudad Trujillo, ya agitadas por las noticias del levantamiento, se llenan de manifestantes. Y mientras el yate Presidente Trujillo se aleja en aguas internacionales con Ramfis y su círculo íntimo, reactores norteamericanos del tipo A4-D, pertenecientes al segundo escuadrón de Marina de los Estados Unidos VMA 224, sobrevuelan las costas frente a la capital dominicana.
Formaban parte de la dotación de una flota compuesta por un portaviones, el crucero Little Rock y tres destructores, que se aproximaban a las cercanías de las aguas territoriales dominicanas.
Los saqueos comenzaron esa misma tarde. En la capital, residencias de conocidos personeros trujillistas fueron destruidas por turbas que cargaron mobiliarios en presencia de agentes de policía, inmóviles ante los desmanes.
En Santiago, las multitudes incendiaron el local del Partido Dominicano, de Trujillo, y destruyeron fotos, bustos y archivos del dictador. Los bomberos intervinieron cuando la labor de destrucción quedó consumada, únicamente para evitar la propagación de las llamas a otros edificios contiguos. Un jeep usado para hacer propaganda del partido oficialista es incendiado en una cancha interrumpiendo un partido de voleibol. El local de la Asociación de Veteranos de las Fuerzas Armadas, tenida como leal a Trujillo, también es víctima de la ira de las turbas. Las oficinas regionales de la Cédula de Identidad Personal, la Secretaría del Trabajo y de otras dependencias oficiales, corren la misma suerte. La sede del Ayuntamiento, de donde surgieron tantos pergaminos y homenajes al Generalísimo es apedreada por la muchedumbre.
Pasiones que permanecieron acalladas de pronto afloraron con toda su ominosa carga de presagios. El nacimiento de la tan anhelada era de libertad se producía preñada de violencia. El caos podía, si llegaba a apoderarse de las vías públicas, temían algunos líderes, frustrar la marcha serena hacia una democracia estable y confiable.
En medio de la celebración podían observarse señales muy peligrosas.
Mientras los Trujillo preparaban apresuradamente sus equipajes y se dirigían, dejando atrás valiosas propiedades, para abordar un avión de la Pan American que los esperaba en medio de severas medidas de seguridad, tenían lugar otros importantes acontecimientos.
Superando esa noche diferencias que comenzaban a distanciarlos, los comités centrales de la UCN y del Catorce de Junio celebraban una reunión informal en la residencia del dirigente ucenista Luís Manuel Baquero, en la calle Casimiro de Moya, en Gazcue. Este no se encontraba presente, pero había dado su consentimiento a la reunión mediante llamada telefónica desde Washington, donde acompañaba en misión política al presidente de UCN, Viriato Fiallo.
El propósito de esta cita era conciliar los pasos a dar ante la inminente salida de los Trujillo y el vacío dejado por la partida de Ramfis, la noche anterior. Los hechos del día exigían de ellos una acción rápida y determinante. La causa que los juntaba esa noche era la avidez común de noticias. Inquietos ante la tardanza de informaciones, los dos grupos encargaron a Ramón Cáceres Troncoso y a Manuel Baquero Ricart, ambos de UCN, trasladarse a la embajada de Estados Unidos en búsqueda de buenas nuevas.
Más tarde, en compañía del cónsul Hill, muy activo en el teléfono esa noche, les llegó la noticia por todos esperada. El aparato de Pan Am con los Trujillo a bordo finalmente había despegado, después de una larga espera en la pista, exactamente a las 11:30 de la noche. Hill los invitó a pasar de la oficina a la residencia de la embajada, a escasos pasos de distancia, para celebrar la ocasión con un brindis de champaña. El cónsul descorchó una botella y escanció la espumante bebida dentro de tres copas para brindar por el “futuro democrático dominicano”.
Cáceres y Baquero Ricart vacían la mitad de sus copas y se despiden. Les esperan sus compañeros ansiosos de noticias y deben prepararse para las horas críticas que se avecinan.
La gigantesca mole de concreto del lado oeste de la embajada, que sirvió como una de las residencias preferidas del Benefactor, y en la cual pernoctaba su viuda doña María Martínez de Trujillo, apenas se percibía. La oscuridad que rodeaba la majestuosa mansión de treinta habitaciones, subrayaba el fin de una Era de sombras que se extendió por 31 años.
Luís Ramón González, ingeniero recién llegado de los Estados Unidos, interrumpió al locuaz esposo de su hermana Maritza, en el momento más alegre de la celebración de su cumpleaños. Obtenido el silencio requerido, concentró su atención en la noticia que difundía la radio.
“Cumpliendo las instrucciones del Gobierno del Presidente Balaguer”, dijo el locutor de la radio televisora oficial, “los principales miembros de la familia Trujillo, y su más íntimos colaboradores, partieron esta noche al extranjero, poniendo así término a tres décadas de terror. La República Dominicana inicia una nueva etapa democrática”.
El joven profesional no supo cómo dominar los impulsos que hacían latir su corazón a un ritmo acelerado. Lanzando al piso su copa de ron, gritó con todas las fuerzas que se lo permitían sus pulmones: “!Libertad!” y echó a correr sin rumbo fijo.
El ambiente se llenó de pronto de un ruido ensordecedor, proveniente de toda la ciudad. El sonido de los claxones de vehículos en las calles y de cacerolas dentro de los hogares lo impregnó todo. En escasos minutos, miles de personas abarrotaron los restaurantes, las plazas y las calles, palmoteando alegremente al ritmo que había caracterizado las protestas en los últimos meses: “libertad, libertad”, “abajo la dictadura”. En la más grande de las improvisadas manifestaciones de júbilo, toda la capital dominicana pareció esa noche dispuesta, pese a la hora, a celebrar sin inhibiciones de ningún tipo, la caída de la tiranía.
En las estrechas callejuelas de la zona colonial y en las populosas vías del sector Ciudad Nueva, escenario semanas antes de violentas confrontaciones, la multitud se confundió con los militares en un abrazo que parecía dejar atrás el resentimiento provocado por la furia de represalias recientes. Por todas partes, se oía el clamor de la celebración.
En el corto trayecto de la embajada a la residencia de Luís Manuel Baquero, donde esperaban ansiosos los dirigentes de UCN y del Catorce de Junio, Ramón Cáceres y Baquero Ricart, pudieron observar la magnitud del júbilo público. La prisa no les permite conceder mucha atención por el momento al hecho de ser testigos y actores de un gran acontecimiento histórico.
Alrededor de las nueve de la mañana del lunes 20 de noviembre, un helicóptero militar descendió en los jardines del Palacio Nacional y sus dos pasajeros se dirigieron, escoltados por una comisión de altos oficiales, al despacho presidencial.
Los dos emisarios del general Rodríguez Echavarría –su hermano, el coronel Santiago Rodríguez Echavarría y el licenciado Rafael F. Bonnelly- cumplían la encomienda de reiterarle la total adhesión de la base al Gobierno. La reunión duró aproximadamente una hora, al cabo de la cual el oficial regresó en el mismo helicóptero a Santiago, mientras Bonnelly, en cambio, se trasladaba en automóvil a su residencia en la capital, donde ya le esperaba un grupo de amigos y dirigentes ucenistas.
Uno de ellos era el doctor Vega Imbert, quien había visto descender el helicóptero desde la casa de su tío, el doctor Julio Vega, un antiguo funcionario de Trujillo, donde durmió la noche anterior. El mensaje que Bonnelly transmitió a Balaguer se lo resumió a sus amigos en una breve frase:
-¡Joaquín, te manda a decir Echavarría, que ya tú eres Presidente. Que actúes, que tienes todo su respaldo!
Bonnelly no se sorprendió de la reacción imperturbable de Balaguer, quien tras escucharle pacientemente se limitó a sonreír musitando una apenas perceptible expresión de agradecimiento.
A pesar de los contactos realizados a través de Ramón Tapia Espinal y de la importante participación ucenista en los sucesos de la noche del sábado 18 y de toda la mañana del domingo 19 en la base de Santiago, el primer contacto formal de Unión Cívica con el general Rodríguez Echavarría vino a producirse el martes 21. Temprano en la mañana de ese día, una misión oficial de la organización fue a verle a su puesto de comandante.
Encabezado por el doctor Severo Cabral, el grupo es portavoz de un mensaje personal del doctor Fiallo. A la comisión se unen dos importantes dirigentes de Santiago, Tapia Espinal y Federico Carlos Álvarez.
En la reunión no se trató nada relacionado con el papel que la UCN atribuye a Rodríguez Echavarría en el futuro gobierno. El grupo se concreta a expresar al jefe militar el reconocimiento del país por su decidida actuación de los días anteriores. Este a su vez reiteró su apoyo al Presidente y los exhortó a unirse a Balaguer en los esfuerzos por reencauzar a la nación por nuevos y “prometedores” senderos. Les recordó que el país se encontraba bajo un estado de emergencia y que las autoridades procederían con extrema energía si fuera necesario para aplacar la acción depredadora de las turbas.
Después de la reunión, el grupo se trasladó a la residencia de Álvarez, donde estaba citado el comité provincial en pleno, con algunas otras personalidades de la ciudad, como Bonnelly. Severo Cabral le expresó a éste último su satisfacción de encontrarle ya que tenía para él un mensaje personal del doctor Fiallo. Este abrigaba la idea de encargar a Bonnelly de la dirección del diario El Caribe, una vez el gobierno pasara a manos de UCN. En los últimos años, le dijo, el periódico se convirtió en un instrumento de la tiranía. Fiallo creía que Bonnelly, quien había servido a Trujillo desde diversas posiciones, era el hombre indicado para hacer ahora de ese medio un nuevo vehículo para el fortalecimiento de la democracia.
El rostro de Bonnelly pareció ir transformándose, a medida que escuchaba a Severo Cabral. Hundiéndose en la cómoda butaca de piel, le dijo, cruzando los brazos:
-¡Escucha bien esto, Severo. Dile a Viriato que en este país yo no aspiro a ser ni alcalde pedáneo!
Menos de dos meses después, Bonnelly sería el Presidente.
El curso de las relaciones entre el nuevo estamento militar y la UCN quedó marcado desde un principio, a despecho del respaldo inicial ofrecido por esta organización al movimiento del 19 de noviembre.
Estando en San Juan, Puerto Rico, en la última etapa e su gira política para persuadir a los Estados Unidos a mantener las sanciones contra el régimen, el doctor Viriato A. Fiallo cometió una ligereza al referirse, en conversaciones con periodistas, al levantamiento de Santiago. Al responder a una pregunta, Fiallo se refirió a Rodríguez Echavarría en los términos siguientes:
-Yo no lo conozco. Debe ser uno de esos generalotes de Trujillo. La carta de respuesta no tardó en llegarle. “Yo no soy un generalote”, le reprochaba. Detrás de él, alegaba, habían dos generaciones de militares, que se remontaban a la gesta independentista de Capotillo. La carta, redactada por el doctor Marino Vinicio Castillo, sellaría el futuro inmediato de las relaciones entre el nuevo líder militar y la principal fuerza opositora.
No pasarían muchos días antes de que la afloración de estas nuevas fricciones estremecieran el ambiente político con renovados ímpetus.
Una extraña y silenciosa procesión despertó al mediodía del martes 21 de noviembre, la atención de los transeúntes de la populosa calle El Conde, del sector colonial. Ataviados en sus llamativos uniformes azul y rojo, una columna de bomberos descendió a paso marcial de su Cuartel General, ubicado al final de la calle Palo Hincado con la avenida Mella, hasta el Altar de la Patria, en el punto exacto en que termina El Conde.
Tras recorrer la distancia de poco más de ciento cincuenta metros, el grupo se detuvo ante la lámpara de donde arde permanentemente una llama en honor a los restos de los tres fundadores de la República: Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella. Con una solemnidad inusual para un acto que no ha sido ensayado antes, el pequeño grupo de bomberos despegó pacientemente una pesada tarja de bronce en homenaje a Trujillo, adherida a la pared de antiguos ladrillos, y regresó al cuartel al mismo paso.
Decenas de curiosos se acercaron para cerciorarse con sus propios ojos. En el lugar donde la adulación extrema colocó años antes una tarja para conocer al dictador un lugar similar en la historia al de los próceres de la Independencia quien dio la orden de revocar físicamente esa injusticia histórica.
Pero esto era sólo un indicio de los nuevos vientos de cambio. En forma menos ritual, exaltados manifestantes derribaban letreros, bustos y retratos de Trujillo de parques, plazas, escuelas, puentes, carreteras y hospitales. Las señales físicas de la dictadura de 31 años comenzaban a desaparecer a paso vertiginoso.
El gran y definitivo paso no tardaría en llegar. El Congreso Nacional aprobó el 24 de noviembre un proyecto de ley restaurando a la capital dominicana su antiguo nombre de Santo Domingo.
Balaguer subrayaría la dimensión exacta de ese momento histórico en un discurso: “La Era de Trujillo ha terminado”, dijo. “El momento no es oportuno para responsabilizar a nadie, ni para someter al escrutinio público las faltas irreparables que han dado lugar al desplome definitivo de la dictadura. No es hora de rendición de cuentas, sino de liquidación de lo que ya no puede sostenerse porque es el pueblo ahora el que decide y nada ni nadie puede oponerse a la voluntad popular”.
Ciertamente el país requería de paz para emprender la enorme tarea que el derrumbamiento de la tiranía y el surgimiento de la democracia le ponían por delante. Pero al implorar contra cualquier intento de retaliación, Balaguer se defendía a sí mismo de cualquier eventual señalamiento que pudiera debilitar su de por sí precaria situación personal.
Esto era importante, principalmente ahora que podía considerarse auténticamente como un Presidente.
Una anciana de 96 años en silla de ruedas es llevada por una pareja cabizbaja hasta la puerta del avión de Pan American detenido en la rampa. Un silencio se adueñó de empleados y pasajeros que al enterarse momentos antes el anuncio de la partida de otro miembro de la familia Trujillo habían planeado una manifestación relámpago de repulsa.
El avión aterrizó dos horas después en el aeropuerto internacional de Miami y tras cumplir los trámites de migración y aduana, la anciana fue trasladada en una ambulancia a una residencia en Coral Gables. Sólo dos personas fueron a recibirla.
Ajena por completo a cuanto sucedía a su alrededor, doña Julia Molina viuda Trujillo, madre del Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina, se unió esa noche a sus hijos en el exilio. En su huida apresurada la noche del domingo 19 de noviembre, ninguno de sus hijos y nietos reparó su ausencia.
Acosado por las presiones, Balaguer trató de mantener las apariencias de normalidad designando nuevos funcionarios en cargos importantes de la Administración. Uno de ellos vendría a resultar clave en el desarrollo de los acontecimientos que sorprendería a la nación esa misma semana.
En efecto, la designación del hacendado Silvestre Alba de Moya, de 51 años, en la gobernación del Banco Central en reemplazo de Manuel V. Ramos tendría más tarde una trascendencia imposible de predecir en ese momento.
Ese mismo día, una pequeña información periodística de provincia, daría la señal de aviso de una pronta y fantástica “aparición”. Escondida en sus páginas interiores, El Caribe especulaba en un despacho fechado en San Cristóbal, acerca de la posible “sacada” el país del cadáver de Trujillo.
Alba de Moya no podía imaginarse, mientras se juramentaba como gobernador del Banco Central de la República, la importancia del papel que desempeñaría en los días siguientes frente al regreso de Trujillo, ya hecho cadáver, a su Patria.
En el viaje de regreso, las comisiones del Catorce de Junio y la UCN que se habían separado en Washington, coincidieron nuevamente en San Juan, Puerto Rico. Allí fueron informadas de la partida de Ramfis. Ante este giro de los acontecimientos, olvidaron momentáneamente sus diferentes para retornar de inmediato al país, en un vuelo especial de la línea aérea norteamericana Caribear.
Las calles estaban colmadas de manifestantes que celebraban la partida de los Trujillos, sin darle mucha importancia al hecho de que aviones de los Estados Unidos habían sobrevolado el territorio nacional. Tavárez Justo fue directamente del aeropuerto a las oficinas principales del Catorce de Junio en la calle El Conde esquina Hostos, desde cuyos balcones denunció esa “violación” a la soberanía dominicana.
Mientras continúan las demostraciones de júbilo en las calles dominicanas, en Washington, el Departamento de Estado anunciaba la admisión temporal de Negro, Petán y otros veintisiete parientes y amigos de Trujillo. El permiso era sólo por tres meses. Algunos de ellos viajaban amparados en designaciones diplomáticas, como la de Pedro V. Trujillo y Pedro José Trujillo Nicolás, nombrados ministros consejeros en las misiones en Bonn y las Naciones Unidas, respectivamente. Estos nombramientos no durarían mucho. Serían revocados en su mayor parte por el propio Balaguer en los días siguientes.
Las repercusiones internacionales son intensas. Por ejemplo, TASS, la agencia oficial del gobierno soviético, acusó en un despacho fechado en Londres al gobierno norteamericano de intervenir en los asuntos domésticos dominicanos. “La verdadera razón de la interferencia en los asuntos de aquel país, tan sufrido, es el reciente movimiento del pueblo por reformas democráticas”, destaca TASS al difundir los sentimientos del gobierno en Moscú. Sin hacer mención alguna de esto, en Norfolk, Virginia, sede de la flota naval del Atlántico, se anunció que otras cinco naves de la fuerza anfibia fueron despachadas para unirse a los buques que ya se encontraban en las cercanías de las costas dominicanas.
El lunes 20 de noviembre, un despacho de la Associated Press atribuyó en Washington a fuentes de la Marina haber declarado que la flotilla de buques, permanecerá en aguas de la nación caribeña por varios días. La movilización incluye una fuerza especializada de desembarco de mil ochocientos marines. Entonces apenas se sabe que la concentración ha sido ordenada luego del regreso de Negro y Petán Trujillo, la semana anterior, por la amenaza que ello representaba a la estabilidad del Gobierno del Presidente Balaguer.
Ramfis escucharía la información por radio de onda corta a bordo del yate Presidente Trujillo, en ruta hacia Guadalupe. Sus tíos la leerían ese mismo día en las páginas del Diario Las Américas, de Miami, horas después de su llegada a Fort Lauderdale, para un exilio por el resto de sus días.
Para tener una idea de la nueva situación surgida, bastaban dos hechos. En la capital dominicana, las principales organizaciones de oposición, la UCN, el PRD y el Catorce de Junio, en comunicados firmados por Luís Manuel Baquero, Juan Bosch y Feliz María Germán, reiteraron su respaldo al Presidente. En Washington, el vocero de prensa de la Casa Blanca, Lincoln White, expresó el parecer de que “el Gobierno dominicano se ha fortalecido”, confirmó la presencia de buques en las cercanías y afirmó no saber “hasta cuándo estarán allí”.
Entre tanto, la OEA anunciaba su decisión de enviar una comisión de nueve miembros al país tan pronto como ésta pueda completar “los trámites del viaje”. La idea es investigar los avances en materia política con vista a una decisión sobre las sanciones multilaterales. La comisión queda integrada por delegados de Colombia, Chile, Ecuador, Panamá y Estados Unidos, según revela el embajador Augusto Arango, presidente de la Comisión de Sanciones del organismo hemisférico.
El proceso de normalización que estas informaciones tranquilizadoras sugieren, queda de pronto pasmado con una desgarradora información periodística. El martes 21 de noviembre, la prensa nacional, todavía bajo el control gubernamental, reveló que los seis implicados en el asesinato de Trujillo se habían fugado la noche del sábado 18, mientras eran transportados de regreso a la penitenciaría de La Victoria, tras un descenso al lugar donde tuvo efecto el asesinato del dictador.
Tres agentes policiales, agregaba la nota de El Caribe, habían sido asesinados. La primera indagación indicaba que algunos de los fugados se encontraban heridos. Los tres agentes victimados custodiaban a los reclusos. Por los menos dieciséis huellas de disparos podían contarse en la camioneta cerrada, matrícula 0-1530, encontrada dos días después abandonada a un lado de la carretera. La crónica, oculta en una esquina de la página 7, identificaba a los policías muertos como Pedro María Romero Alcántara, conductor; Félix Calderón y José Fabriciano Cruz Cuaba. A continuación citaba los nombres de los fugados: Ingeniero Roberto Pastoriza Neret, Pedro Livio Cedeño Herrera, Luís Manuel Cáceres Michel (Tuntin), Modesto E. Díaz Quezada, Huáscar Tejeda Pimentel y Luís Salvador Estrella Sadhalá.
De acuerdo con la nota periodística, los seis presuntos fugados habían sido trasladados a la autopista donde murió Trujillo el 30 de mayo, para un descenso judicial con el propósito de completar los datos del proceso. El asalto a la camioneta debió haberse producido a unos cien metros de una curva de la carretera, próximo a un callejón que divide dos propiedades. Los asaltantes habrían huido en un automóvil de la policía.
La verdad, nunca aclarada por completo, era que Ramfis había ordenado el traslado de los acusados con el pretexto de realizar un descenso, para poder llevar a cabo una venganza, antes de abandonar el país.
Treinta años después, un velo de misterio rodea todavía este sangriento episodio con que Ramfis sellara el final del largo período encabezado por su padre. Sin embargo, se ha podido establecer que de su residencia de Boca Chica, Ramfis fue directamente a una casa del coronel Gilberto Sánchez Ruborosa, en Arroyo Hondo. De allí se trasladaron a la residencia campestre de Hacienda María, en las cercanías del poblado de Nigua. San Cristóbal, donde la familia poseía la mayor de sus fincas ganaderas. Allí, medio ebrio, Ramfis y algunos de sus compañeros dispararon a sangre fría contra los reclusos, después de amarrarlos en palmas y cocoteros cercanos a la playa. Los cadáveres de los seis hombres asesinados nunca serían localizados. Versiones concurrentes asegurarían después que habrían sido lanzados al mar o enterrados en un lugar desconocido.
De la Hacienda María, Ramfis y su grupo irían directamente a los muelles de Haina, distante a pocos kilómetros para abordar el yate que los conduciría de inmediato al exterior.
Pero ¿qué sucedió realmente? La más difundida de las versiones, recogida en infinidad de documentos y declaraciones, es la siguiente:
El mayor de la Policía, Américo Dante Minervino, jefe entonces de la penitenciaria de La Victoria, según lo declaró él mismo al juez de instrucción, doctor Fernando A. Silié Gatón, el 13 de abril de 1962, recibió del jefe de la Policía órdenes de trasladar a los seis acusados para realizar una inspección del sitio donde tuvo lugar el asesinato de Trujillo. Después de llevarlos donde se produjo la emboscada, Minervino condujo a los prisioneros hasta la Hacienda María, donde les esperaban Ramfis y sus amigos. Una vez perpetrado el asesinato, el oficial trasladó de vuelta a los policías que servían de escolta y en medio del trayecto éstos fueron asesinados a su vez, para eliminar así testigos comprometedores.
Días después, cuando se publicó la noticia de la presunta fuga de los acusados, el procurador fiscal del Distrito Nacional, doctor Fabio T. Rodríguez C., hizo una declaración. Alegó que a las instrucciones que le diera el jefe de la Policía, coronel Marcos Jorge Moreno, para que encabezara el traslado de los reclusos, él respondió diciendo que el proceso había quedado cerrado por el juez de instrucción. Por ende, una orden como esa sólo podía darla el juez de la Primera Cámara Penal, a cargo de dicho expediente, en ocasión de una audiencia o a pedido de las partes o de oficio. Al ser informado de que los acusados habían sido ya sacados del penal, el fiscal fue a la residencia del procurador general, doctor Porfirio Basora, para quien la noticia resultabas “también una sorpresa”.
“En vista de que ya los presos se encontraban en esta ciudad”, continúa la versión del fiscal Rodríguez, “asistí al lugar del traslado, no porque yo, o la justicia lo hubiera ordenado, sino porque consideramos en ese momento que debía asistir, no sólo porque yo había sido requerido para ello por el jefe de la Policía, sino también para controlar lo que allí se realizara y levantar el acta que fuera procedente, y todo por motivos que las circunstancias del caso, antes señaladas, requerían y justifican por demás”. El fiscal afirmaba que “en su oportunidad quedará demostrado lo útil y conveniente que resultó mi asistencia al sitio del traslado”.
Aún cuando no se tenía conocimiento del hallazgo de cuerpos que pudieran confirmar la presunción de que el grupo hubiera sido asesinado, muy pocos, incluido como se desprende de esta declaración el propio fiscal, abrigaban esperanzas de encontrar a algunos de ellos con vida, ese viernes 24 de noviembre, seis días después de la partida de Ramfis. En su declaración, el fiscal señalaba que al haber escuchado con anterioridad denuncias de que existían planes para aplicarles la ley de fuga a los reclusos, decidió acudir al lugar del descenso en compañía de tres abogados ayudantes, de un secretario y de dos agentes de la Policía al servicio de su Despacho, ocho en total con su chofer.
La orden del traslado había emanado directamente de la oficina de Ramfis y el jefe de la Policía, coronel Jorge Moreno, puso en su momento objeciones a tales instrucciones, según consta en un memorandum dirigido el jueves 17 de noviembre al coronel Sánchez Rubirosa. El texto de ese memorandum reflejaba la preocupación que la orden citada creaba al oficial de 33 años, que había sido asistente militar del Generalísimo hasta la hora de su muerte.
“Cortésmente infórmele que hablando con el Procurador General de la República me expuso lo siguiente: Que el Juez de Instrucción ya concluyó la instrucción del proceso y dictó su correspondiente providencia. Por esa razón ni el juez de Instrucción ni el Procurador General de la República pueden intervenir en este asunto. Corresponde entonces al Tribunal de Primera Instancia apoderarse del caso en virtud de las providencias calificativas del Juez de Instrucción y ordenar en el curso de la vista de causa un traslado al lugar de los hechos cuando lo considere conveniente para formar su convicción, esto es a requerimiento de él, de los acusados o del Fiscal. La causa podría fijarse para una fecha muy próxima. Esto ya no es competencia del Procurador General de la República ni de la Suprema Corte”.
Obviamente, ni los argumentos persuasivos del jefe de la Policía ni la obstinación del Fiscal iban a detener los designios de Ramfis.
Tan pronto como se hizo evidente la farsa de la fuga de los reclusos, Balaguer, asediado por las denuncias, dispuso una investigación de tales hechos “para que se apliquen a cuantos resulten responsables del mismo las sanciones a que se hayan hecho acreedores”. Sobre los magistrados llamados a intervenir en Instrucción, el Presiente recargaba la “gran responsabilidad de demostrar al país que son dignos de ejercer la más alta potestad que puede cumplir el hombre: la de administrar justicia”. Por su parte, el Procurador General Basora, negaba la información resaltada por El Caribe y La Nación, de fechas 20 y 21 de noviembre, en el sentido de que él había ordenado el descenso al lugar del asesinato del Jefe y disponía, al propio tiempo, una investigación paralela de la Procuraduría. Ninguna de esas pesquisas sacaría nada en concreto como tampoco lograrían determinar dónde fueron arrojados los cadáveres.
De todas partes surgen críticas contra el manejo de la información por El Caribe. El diario se defiende diciendo que había recibido los datos en que basó su crónica de fuentes de la Policía que no identificó nunca. Tampoco identificó el origen de las fotos de la camioneta cerrada abandonada a un lado de la carretera que había publicado con la información.
Ese mismo día, retornó al país el primer grupo de exiliados antitrujillistas. Uno de ellos, el doctor Germán E. Ornes, reclamaría y obtendría más tarde la propiedad de El Caribe. Ornes había comprado el diario a Trujillo y en uno de sus viajes como director del mismo decidió exiliarse, manteniendo una tenaz campaña individual contra la dictadura. Su regreso marcaría el comienzo de una etapa real de independencia periodística.
La euforia creada por la salida de Ramfis y la alegría desbordante emanada de los primeros destellos de libertad verdadera, acallaron el sentimiento de consternación provocado en toda la sociedad por la desaparición de los matadores de Trujillo. No existían indicios de los cadáveres y el silencio oficial, arrojó un manto de misterio sobre el caso. La resignación popular quedó empero de manifiesto en el editorial leído en el programa radial de UCN, Baluarte Cívico: los seis Héroes del 30 de Mayo, habrían sido masacrados y sus cuerpos desaparecidos.
Cuatro años después, Ramfis, Sánchez Rubirosa y Luís José León Estévez, fueron condenados en contumacia a 30 años acusados de este asesinato masivo. Por virtud de dicha sentencia, dictada el 4 de febrero de 1965 por la Primera Cámara Penal del Distrito Nacional, fueron hallaos cómplices del mismo delito y condenaos a 20 años de trabajos públicos, el general Sánchez hijo, Federico Cabral Noboa y José Alfonso, hermano de León Estévez. Sin embargo, ninguno de ellos cumplió condena alguna. El 20 de noviembre de 1987, la Fundación Héroes del 30 de Mayo, creada para honrar la memoria de los seis asesinados, denunció públicamente en un comunicado dirigido a la Procuraduría General de la República, la presencia “ilegal” en el país de Luís José León Estévez, pidiendo al mismo tiempo la ejecución de la sentencia dictada a comienzos de 1965. El autor entrevistó por primera vez a León Estévez en su residencia en Arroyo Hondo el domingo 16 de diciembre de 1990, sin poder sacar nada en limpio sobre estos hechos. En una segunda entrevista, el miércoles 20 de marzo de 1991, me dijo que nunca escribiría sobre eso porque “la verdad afectaría a muchas personas influyentes que aún viven”.
En cambio, Sánchez hijo, en nuestra primera entrevista, realizada en el restaurante Vizcaya, me dijo que al despedir a Ramfis en Haina, éste le informó del asesinato diciéndole que “había eliminado a esos bandidos”. Cuando yo le observé si se refería a los que en el país se conocen como los Héroes del 30 de Mayo, Sánchez apartó su vaso de whisky de los labios y me respondió tranquilamente: “El (Ramfis) me lo dijo así: esos bandidos”.