“No condeno en absoluto la guerra.
La considero sagrada contra todo género de opresiones”.
Francisco Pi y Margall
Por razones evidentes, derivadas de su enorme influencia en la vida política y económica de todos los países del Hemisferio, el más grande de los enigmas a descifrar en esta reunión ministerial de Santiago lo constituía la actitud que en ella adoptaran los Estados Unidos. De ahí la expectación que la ponencia del Secretario de Estado Christian A. Herter, generara desde que fuera convocada semanas atrás y que en la plenaria del 13 de agosto, según se esperaba, quedaría definitivamente definida.
Una queja latinoamericana frecuente, traída incluso a la conferencia en forma privada por algunos cancilleres, se relacionaba con la creencia muy en boga de que Estados Unidos solía permanecer de espaldas a sus socios naturales al Sur de sus fronteras. Existía una gran cantidad de razones para pretender que esta vez las cosas pudieran ser distintas. Se debatían valores fundamentales sobre los cuales se levantaba el sistema político estadounidense. Intereses vitales de la gran nación del Norte estaban en juego.
La región del Caribe de repente cobraba para Washington un valor estratégico que pocas veces se le asignaba.
La repentina atención que los Estados Unidos ponían en los asuntos caribeños, no se relacionaba directamente con los problemas nacionales de los países envueltos en recientes conflictos. Era un problema mucho mayor de geopolítica. La dictadura dominicana, a lo largo de las tres últimas décadas, había sido un sólido y fiel aliado de los Estados Unidos. La guerra fría alcanzaba, sin embargo, niveles insospechados. En el nuevo contexto de las relaciones hemisféricas, con el surgimiento de un régimen revolucionario en Cuba y el florecimiento de la democracia en Venezuela y otros países, la añeja dictadura de Trujillo, manchada de sangre y corrupción, constituía ya un estorbo.
Esta consideración podía significar el mayor de los peligros para un dictador que en el curso de los últimos veintinueve años había conseguido salir airoso de todos los desafíos de sus enemigos y logrado incluso infiltrar, mediante el soborno, influyentes estamentos de decisión de las estructuras del poder político estadounidense. La conferencia de la OEA en Chile podía representar, pues, una de las últimas oportunidades para Trujillo.
Su único punto a favor consistía en las sospechas crecientes que Castro inspiraba a la Casa Blanca y el Departamento de Estado. Para los más avispados observadores, en el fondo, la Quinta Reunión Ministerial no decidiría sobre la suerte de las rencillas que habían provocado la cita. En última instancia, su verdadera trascendencia radicaba en la forma en que la solución de esos conflictos incidiría en los intereses vitales del amo de la región. A la luz de ese razonamiento, Trujillo podía quedar en ventaja. Con todo el desprestigio en que el gobierno dominicano había caído y la animosidad que sus métodos despertaban en la mayoría de los países de la Región, no existían dudas de que Castro, en Cuba, representaba ya para Washington motivo de mayor preocupación.
Si todo se reducía a una simple cuestión de preferencias entre(4 PAGINAS DE FOTOS) un viejo y tramposo dictador, aliado de años, y un soñador revolucionario lleno de ilusiones ideológicas en el que no podía confiar, los intereses capitales norteamericanos no vacilarían en tragarse los escrúpulos y situarse al lado del primero. Pero estaba de por medio la floreciente y prometedora democracia venezolana. El gobierno del presidente Rómulo Betancourt ofrecía la invaluable oportunidad de alternativas aceptables que no representaban amenaza alguna para esos intereses vitales.
Los colaboradores más capacitados de Trujillo aceptaban que en el nuevo contexto de la confrontación Este-Oeste, con todo y que no constituía una amenaza militar directa, la oposición de Betancourt representaba tanto o más peligro que la beligerante enemistad que le profesaba Castro.
Los cancilleres americanos se reunían en Santiago para tratar de encontrar fórmulas políticas y diplomáticas que contribuyeran a disminuir las ásperas tensiones internacionales que alteraban la paz y la armonía entre los pueblos de la región.
Esa búsqueda estaba siendo intentada a través de un temario de dos puntos que abarcaba, en primer lugar, la situación global del Caribe y, en segundo, los problemas vinculados con la democracia y los derechos humanos. En otra situación, con las libertades suprimidas y sus adversarios medrando en el exilio o pudriéndose en fétidas y mugrientas ergástulas, las cuestiones relativas a los derechos ciudadanos y las libertades políticas hubieran representado un problema más delicado para Trujillo.
Resultaba evidente, sin embargo, que la creciente penetración soviética en la zona, en las vecindades mismas de las fronteras estadounidenses, confería prioridad al otro tema de la agenda. La aguja de la balanza no se inclinaría hacia Fidel, pero tampoco lo haría hacia Trujillo. Era el razonamiento que dominaba las conversaciones privadas entre los cancilleres. En resumen, la seguridad que un régimen democrático al estilo de Betancourt significaba, debía entenderse no sólo como una alternativa de izquierda y de derecha.
Su verdadero valor radicaba en poder demostrar que aún después de una dictadura tan cruenta y cerrada como la de Marcos Pérez Jiménez, podían echarse las bases de una democracia confiable. De hecho, Betancourt venía siendo una pieza demasiado valiosa frente a la cual una dictadura rancia y corrupta como la de Trujillo no podía representar absolutamente nada.
Este era el marco de expectativa dentro del cual se esperaba el discurso del Secretario de Estado Herter, quien comenzó exponiendo la “seria preocupación” que para los Estados unidos estaba generando la creciente atmósfera de tensión e inestabilidad existente en la zona. Herter fue claro y explícito en cuanto a las razones. “Nos preocupa esta situación ante todo porque los Estados Unidos limita con la zona del Caribe. Por lo tanto no podemos eludir muchos de los efectos producidos por las tensiones internacionales en esa área”.
Cualquier quebrantamiento en las relaciones pacíficas y amistosas entre los estados americanos, siguió diciendo, “tienen repercusiones a través de toda la comunidad interamericana. Cualquier debilitamiento de la confianza en la eficacia de procedimientos y principios interamericanos es una amenaza para la importante estructura de las relaciones interamericanas que ha sido desarrollada dentro de la Organización de Estados Americanos”.
Tenía que entenderse también esa preocupación desde el punto de vista de la posición de Estados Unidos en el mundo entero. Era sencillo de comprender. El Sistema Interamericano y la Organización de Estados Americanos, dijo, constituían uno de los baluartes de la libertad del mundo. Pero esos muros seguían siendo amenazados por “los designios agresivos de imperialistas del comunismo internacional”. Desde ese prisma, el mantenimiento de una organización hemisférica potente “es por lo tanto una parte integral de un supremo esfuerzo en el cual participamos todos para preservar nuestra libertad y los aspectos más finos de la civilización misma”.
Esa sería la tónica del discurso. Como anticiparan muchos de los jefes de delegaciones, la percepción que Estados Unidos tenía del conflicto en el Caribe y por ende, de la solución que debía buscársele, estaba subordinada a su juego de intereses en la zona. La nueva amenaza de penetración ideológica surgida en Cuba debido a su abierto y estrecho acercamiento con la Unión Soviética era el centro sobre el cual giraba ya toda la atención que ese país pudiera mostrar en el área geográfica.
Herter no mencionó por su nombre –aunque no era imprescindible- a ninguno de los países envueltos en el conflicto, como tampoco se refirió a los hechos específicos y concretos que sustentaban las mutuas acusaciones que llevaron a la conferencia las delegaciones de Cuba, Venezuela y República Dominicana. En cambio, fue prolífico en valoraciones respecto a una y otra ideologías al plantear el problema como una confrontación entre democracia y comunismo. “Hoy a través de toda el área del Caribe encontramos el fermento de clamor popular por un mejoramiento y cambio. En común con los pueblos de la mayor parte del mundo, los pueblos de la zona del Caribe buscan incrementar su bienestar material, elevar su nivel cultural y ganar para sí mismos un mayor grado de libertad individual. Este movimiento de cambio se ha concentrado en dos grandes objetivos: el desarrollo de las economías de los países de la región con miras a elevar los niveles de vida del pueblo y el ejercicio más efectivo de la democracia representativa basado en el respeto a los derechos humanos”.
En esta última referencia podían verse Trujillo y Castro. Evidentemente, los Estados Unidos se distanciaban del primero y mostraban ojerizas contra el segundo, situándose en una posición intermedia. “Esto es como debe ser”, explicó el Secretario de Estado norteamericano. “El gobierno y el pueblo de los Estados Unidos comparten estos objetivos y desean prestar todo apoyo amistoso y adecuado para su consecución por los pueblos de todas las repúblicas americanas”.
Herter pasó a explicar a seguidas la forma en que el gobierno de su país interpretaba la magnitud del conflicto subregional y sus repercusiones, situándolo en el contexto de una confrontación que trascendía los límites de la zona. “Durante los últimos meses por lo menos tres países han sido atacados por expediciones armadas que venían desde afuera de sus fronteras. Otros gobiernos han dado a saber su preocupación por amenazas de ataques desde el exterior. Durante este período varios gobiernos han sido amenazados por propaganda alevosamente hostil originada en otros países. Es así como tensiones tanto internas como internacionales han surgido a través de toda la región del Caribe”.
La preocupación de Estados Unidos, agregó, no era con ninguno de esos casos de manera individual sino con el efecto de la presente situación en el Caribe sobre el común esfuerzo de las naciones americanas para mantener la paz y fomentar el bienestar político, económico y cultural de sus pueblos. Para Herter, el fundamento más importante de las relaciones en el hemisferio lo constituía el principio de no intervención por ningún estado americano en los asuntos de cualquier otro estado americano.
“Los Estados Unidos han aceptado este principio y con los años han aumentado su convencimiento de su importancia para todas las relaciones interamericanas”, expresó. “El principio de no intervención es esencial para la confianza entre los veintiún gobiernos miembros de esta organización; esa confianza es a su vez, esencial para el esfuerzo creador y el progreso en la realización colectiva de los grandes ideales establecidos en la carta de nuestra organización. Sin embargo, según el Secretario de Estado norteamericano, en el Caribe, el principio de no intervención estaba sometido a “dura prueba”.
Los informes recogidos por los comités designados por el Consejo de la OEA, actuando conforme al Tratado de Río de Janeiro, permitían establecer, dijo Herter, que varios de los esfuerzos revolucionarios dirigidos contra gobiernos en el área del Caribe, “han partido desde otros países”. La cuestión era grave y contravenía las cláusulas del Convenio de La Habana, de 1928.
Esta última afirmación del jefe de la diplomacia estadounidense, si se quiere, se acomodaba a las aspiraciones de Trujillo.
En efecto, la convocatoria de la reunión era el fruto de una acusación del dictador dominicano a raíz de las expediciones de junio que habían partido de Cuba.
Herter dijo que el asunto revestía mayor gravedad por cuanto algunas de esas acciones parecía que habían sido organizadas en otros países “con el conocimiento y consentimiento” de funcionarios cuyos gobiernos se comprometieron previamente a impedir tal acción. A pesar de las declaraciones públicas de una política contraria, en esos aludidos casos, los expedicionarios lograron obtener sus armas de fuentes oficiales.
El secretario norteamericano expuso a continuación el rechazo de su país al argumento de que acciones de esa naturaleza pudieran justificarse en la necesidad de combatir dictaduras y establecer gobiernos democráticos, cumpliendo con ello los principios que dieran origen a la OEA. “No deseo especular sobre cuáles pudieron haber sido los motivos tras esas actividades intervencionistas”, manifestó. “Más, hayan sido o no loables, no podemos conducir nuestras relaciones interamericanas sobre la teoría de que el fin justifica los medios, y que la Carta y otros tratados pueden ser ignorados a voluntad”.
Si bien no debían admitirse como un respaldo a los puntos de vistas planteados por la delegación del canciller Herrera Báez, las puntualizaciones de Herter, en cuanto al debate respecto a la situación generada en el Caribe, se aceptaban en cierta medida como un tanto a favor del régimen trujillista. No obstante, se corría el riesgo de arribar a una valoración simplista de la esencia de la exposición del delegado de Estados Unidos. La reprobación de los métodos de fuerza constituía más un rechazo a la posibilidad de acreditar una fórmula castrista en la lucha social que un reconocimiento a las quejas de Trujillo.
Planteado sólo de ese modo, la posición norteamericana hubiera dado pábulo a muchas conjeturas enojosas. Se imponía, por tanto, una inmediata reflexión acerca de los valores de una democracia auténtica. Fue lo que hizo Herter. “Como ustedes bien saben, los Estados Unidos no ceden a ningún país en su dedicación a los principios democráticos. Nuestra propia historia es un vivo testimonio de nuestra fe en el cumplimiento de la democracia. Por esa razón los Estados Unidos han observado con la mayor satisfacción el crecimiento de la democracia representativa y del respeto a los derechos humanos en las repúblicas americanas. Estamos convencidos que esta forma de progreso político puede y debe avanzar, y que merece el apoyo moral de todos los pueblos de América”.
Era esta una impresionante forma de desligarse de cualquier tentativa de asociar la defensa irrestricta, sin reservas, del principio de no intervención, como él lo había expuesto en los párrafos anteriores, a un apoyo encubierto a la dictadura dominicana. Sin embargo, Herter creyó necesario vincular el apego de Estados Unidos a la no intervención, con la defensa de los ideales democráticos. Se requería una gran habilidad retórica para hacerlo y Herter, sin duda, la poseía: “Estamos igualmente convencidos, sin embargo, que la base para el crecimiento más sano y duradero de las instituciones democráticas dentro de un país, nace de su propio pueblo. La historia nos ha mostrado que los intentos para imponer una democracia a un pueblo por la fuerza desde afuera pueden fácilmente resultar en la mera sustitución de una forma de tiranía por otra”.
Por consiguiente, Herter creía que existía una gran diferencia entre el apoyo moral brindado a los principios que logren estimular el trabajo de los pueblos hacia metas democráticas, y los intentos de gobiernos de fomentar el derrocamiento de regímenes de otras naciones mediante “el empleo de la fuerza”. Ello así, aunque estuviese basado en la esperanza de establecer la democracia.
A despecho de todos los tropiezos, según el responsable de la Cancillería estadounidense, en los últimos diez años se había operado el mayor progreso en el desarrollo de la democracia continental. Durante ese período también las condiciones de paz y seguridad resultaron fortalecidas por los esfuerzos de la OEA. En ese escenario era necesario resaltar lo siguiente: “El principio de no intervención, y el que lo acompaña, de seguridad colectiva, son importantes para la democracia porque aseguran a cada país la oportunidad de desarrollar su vida política libre de intervención externa”.
Sin lugar a errores de interpretación, esa oportunidad y esa libertad son condiciones irrenunciables al crecimiento de la democracia. Herter estaba convencido de que esta podría ser una razón principal de “firme oposición” –y en el caso de Estados Unidos lo era- al comunismo internacional, como a cualquier otra forma de gobierno empeñado en imponer su sistema político sobre otro.
Quedaban por exponer otras razones de la adhesión innegociable de Estados Unidos al principio de no intervención. Herter lo planteó de esta manera: “El debilitar el principio de no intervención y el principio de seguridad colectiva en un esfuerzo para promover la democracia, es, por tanto, una actividad de auto-derrota”. Los Estados Unidos creían firmemente que las tensiones surgidas en el Caribe en los últimos seis meses “han tenido un efecto opuesto al de estimular la democracia”, forzando de paso a los gobiernos “a adoptar medidas más estrictas de control”.
Pero, además, han servido para promover tensiones y disputas internas que habían sido aprovechadas por “los enemigos de la democracia” para debilitar a aquellos gobiernos sinceramente esforzados por poner en práctica principios democráticos. Ocurría además que esas tensiones obligaban a los gobiernos a desviar recursos de constructivos programas económicos y sociales hacia fines militares, para enfrentar amenazas de ataques del exterior. Finamente, fomentado condiciones de conflicto interno, desconfianza y mala voluntad internacional, estas tensiones proporcionaban a los comunistas la manera de proyectarse tanto a ellos mismos como a sus políticas y prácticas anti-democráticas.
Los intereses de todos los estados miembros de la organización corrían peligro frente a las amenazas al principio de no intervención, insistía Herter. Por tanto, una de las principales tareas de la Quinta Reunión ante la que hablaba en Santiago de Chile, consistía en fortalecer la confianza de los estados americanos en la validez y la efectividad de ese y otros principios “tan básicos para sus relaciones pacíficas”.
A la luz de esta consideración, y en lo concerniente al tema de la situación global en el Caribe, el jefe de la delegación de Estados Unidos propuso formalmente a la conferencia, la aprobación de los tres puntos siguientes:
Primero, la emisión de una declaración de fe en los principios básicos del sistema interamericano, en aquellos elementos que tengan particular vínculo con la difícil situación que se ha generado en al área “y que todos estamos deseosos de resolver con un espíritu de cooperación”.
Segundo, considerar el establecimiento de un comité especial transitorio que estaría autorizado para estudiar la situación en la zona caribeña, con fines de informar a la Undécima Conferencia Interamericana. Este comité tendría facultad para extender su cooperación a cualquiera de los estados en la solución de los problemas que perturban sus pacificas relaciones y que se vean imposibilitadas de resolver por negociación directa. Asimismo, podrá investigar el tema de la propaganda hostil e informar sobre las actividades en el campo de la prensa y de la radio que “tiendan a fomentar la lucha civil en otro estado americano”.
Finamente, reconocer que el sistema de paz existente, de por sí admirable y efectivo, puede ser mejorado si un organismo permanente de la OEA, como el Comité Interamericano de Paz, fuere autorizado para considerar problemas de la clase que han azotado la zona del Caribe antes que estos lleguen al punto de transformarse en amenazas para la paz.
Buena parte de las denuncias formuladas contra Trujillo estaban asociadas a la inexistencia en la República Dominicana de un clima de respeto a los derechos civiles y a las libertades políticas. La posición de los Estados Unidos sobre el tema era entonces del más alto interés para todas las delegaciones.
Herter abordó la cuestión desprovista de todo oropel, sin ambages retóricos.
Como ideales hondamente apreciados por la comunidad interamericana desde sus primeros días, la democracia y el respeto a los derechos humanos, el apego a esos principios, estaban basados en la creencia común en la dignidad del hombre y las grandes ideas filosóficas de la civilización occidental. En esas ideas se habían inspirado los valores independentistas de las naciones del continente, dijo. “Aunque de tiempo en tiempo la realización de estos ideales ha encontrado obstáculos y retrocesos, los pueblos americanos jamás han desistido en su determinación de avanzar hacia sistemas políticos basados en la libertad y la dignidad humana”.
Esta parte del discurso de Herter estaba dirigida a despejar cualquier duda relacionada con la posición del gobierno de Estados Unidos acerca del tema. El texto que los cancilleres tenían ante sí y que repasaban siguiendo el ritmo de la lectura de Herter, estaba redactado en forma directa, a fin de no dejar espacio a conjeturas, con las frecuentes y antojadizas interpretaciones que muchos solían acomodar, en conferencias de ese tipo, a sus conveniencias nacionales. Esta posibilidad parecía ahora imposible. “La plena realización de los principios democráticos y la garantía de los derechos humanos permanecen como un ideal por el cual luchan todos los países. Hay muchos factores que determinan la velocidad a que un determinado pueblo puede progresar a este respecto. Sin embargo, los pueblos de América, como materia de principio, repudian todas las formas de dictadura, sean de derecha o de izquierda”, expresó.
Los Estados Unidos reconocían que “la falta de satisfacción democrática” en buena parte del hemisferio, es decir, las frustraciones derivadas de un ejercicio defectuoso o nulo del sistema, constituía un factor de intranquilidad y tensión. La admisión se extendía no sólo a los problemas recientes, sino también a aquellos que habían perturbado desde antes la paz en al área del Caribe. Debido a esos antecedentes históricos, Herter expuso que la OEA estaba en la obligación de abordar la cuestión con un carácter “esencialmente positivo, más bien que negativo”.
Por ejemplo, la entidad debía aclarar, sin ninguna vacilación, su profunda creencia en la importancia de los principios democráticos y en la necesidad de cooperación para alcanzar dichos objetivos. Esta cooperación, según el secretario de Estado norteamericano, podía tomar muchas formas. Requería, para comenzar, el establecimiento de un orden internacional pacífico en el cual pudieran prosperar las instituciones democráticas. Como otras fases importantes en el crecimiento de la entidad, este nuevo terreno de la cooperación política, debía ser abordado, a juicio de Herter, con sumo cuidado “a fin de evitar reacciones que puedan arriesgar permanentemente la capacidad de la comunidad interamericana para proseguir este gran propósito”.
Un primer paso posible y práctico consistía en llegar a establecer, dentro de la estructura de la OEA, una comisión u otro órgano dotado de la autoridad para reunir los puntos de vista de los gobiernos y pueblos americanos, para aclarar la naturaleza de la democracia representativa. Debía asumir, asimismo, la responsabilidad de trazar el curso que la OEA habría de seguir al evocar la máxima cooperación de los gobiernos al objeto de garantizar la realización plena de los principios democráticos. En este punto Estados Unidos se mostraba flexible, dispuesto a considerar proposiciones de otros estados miembros de la entidad, que ofrezcan “una genuina oportunidad” de alcanzar los elevados objetivos delineados, en materia de derechos humanos y democracia política.
Washington se daba cuenta, según Herter, “que puede ser necesario” proceder a un estudio más profundo, por parte de las organismos competentes de la organización, en aquellas materias que no pudieran resolverse definitiva y satisfactoriamente en esta conferencia de emergencia. “La gran oportunidad que enfrenta esta reunión”, dijo, “es reafirmar con pleno vigor la validez de los principios sobre los cuales está construida la Organización de Estados Americanos, a demostrar a los pueblos de América y al mundo entero que bajo estos principios nuestros países avanzarían hacia nuevas realizaciones en el mejoramiento de los niveles de vida humana y en el logro de una mayor media de libertad humana”.
Al final, el Secretario de Estado norteamericano pasó a explicar los más recientes acontecimientos en las relaciones de su país con la Unión Soviética, “que colocarían mis proposiciones sobre una perspectiva global”, por entender que ambos comentarios se relacionaban con los propósitos de la conferencia. Lo primero era que Estados Unidos no encontró en Ginebra “ninguna disposición real de parte de los soviéticos de negociar como se entendía esa palabra en este hemisferio”. En cambio, percibieron un propósito “muy resuelto” de parte de los soviéticos de negar a Alemania Oriental y Berlín Occidental “el derecho a evolucionar hacia un régimen de vida de su elección”.
“En otras palabras”, manifestó, “encontramos la más flagrante desconsideración por el principio de no intervención a pesar de los riesgos involucrados”. Por tanto, era comprensible que la importancia de este principio en el hemisferio americano y otros lugares del mundo atribulado se hubiera renovado.
Herter insistió en la necesidad de persistir en los esfuerzos destinados a lograr que la Unión Soviética reconociera los valores democráticos que “hemos desarrollado y que procuramos preservar en este hemisferio”. Más aún, el conocimiento de cómo las técnicas de agresión indirecta han sido desarrolladas por los comunistas como un medio de intervención en muchas partes del mundo “me han convencido de cuán importante es que no permitamos que ese virus se establezca y se esparza en ese continente amante de la paz”. A ese respecto, agregó, “quiero asegurarles que nuestra política hacia China Comunista, que es bien conocida de todos ustedes, permanece inalterada”.
El otro punto sobre el cual Herter quería hablarle a sus colegas, consistía en reafirmar que el ejemplo que habría de salir de la conferencia de Chile tendría “gran importancia para el señor (Nikita) Kruschev y su apreciación de nuestro sistema interamericano”. La reciente reunión de Ginebra, así como otros contactos recientes con líderes soviéticos “han reforzado nuestra creencia de que es esencial hacer todo lo posible para eliminar los erróneos conceptos sobre nuestro modo de vida por parte de los dirigentes de la URSS”. Ese era un aspecto de la búsqueda de la paz y un orden mundial mucho más viable que el de un cambio de política. Ello explicaba también la invitación formulada a Kruschev a visitar los Estados Unidos a fin de que pueda ver “tan plenamente como sea posible todos los sectores de nuestra sociedad y nuestras instituciones”.
Estados Unidos confiaba que esta experiencia ayudara a eliminar algunos de los conceptos erróneos que el dogma comunista y la falseada dialéctica “han implantado en la mente” del dirigente moscovita. Por igual, Herter cifraba esperanzas en que la anunciada visita de retribución del presidente Dwight Eisenhower a Moscú ayude a proyectar “una imagen mejor proporcionada de los Estados Unidos que la que el pueblo soviético ha obtenido después de décadas de propaganda”. El secretario de Estado confiaba que los cancilleres americanos, reunidos en la capital chilena, estuvieran de acuerdo con él en que “lo que hoy estamos haciendo aquí, así como las grandes tareas cooperativas americanas que cumpliremos en el futuro”, tenían una importancia global y hemisférica, fundamentales para la estructura de la paz mundial y de la conservación de la democracia.
La exposición de Herter dejaba en claro a los ministros de Relaciones Exteriores que los conflictos del Caribe no representaban un problema real para los Estados Unidos, vistos fuera del contexto de su confrontación con la Unión Soviética. La importancia del tema radicaba en la posibilidad de que la creciente influencia soviética en Cuba, uno de los principales protagonistas de las tensiones en el área, contribuyera a estropear sus esfuerzos de distensión con la gran potencia comunista.
En otras palabras, la trascendencia del problema se medía en estricta función de su capacidad para alterar sus relaciones con la URSS. En su propio y reducido contexto subregional, el Caribe no constituía una preocupación por sí mismo. En cierta medida, la conclusión a que llegaban los cancilleres robustecía la impresión inicial de que eran asuntos muy lejanos a la zona del Caribe los que habían motivado el viaje de Herter a Santiago.
El análisis del discurso del Secretario de Estado Herter que el canciller Herrera Báez remitió esa misma noche a Trujillo, traslucía una extraña mezcla de cauto optimismo y decepción.
El ministro dominicano indicaba a su “Jefe” que los Estados Unidos al parecer “están determinados a ejercer su influencia” para prevenir la agravación del estado de cosas en el Caribe. El lado positivo de esta actitud, razonaba con cautela el Canciller, radicaba en el temor norteamericano de que un resquebrajamiento de la unidad de los países americanos, a causa de la crisis, afecte los intereses estadounidenses en el mundo dentro del marco de su confrontación con Moscú. Dentro de ese contexto, Herter había expresado sus reservas respecto al éxito de un acercamiento con el Kremlin. Según el funcionario, “no debemos poner demasiada esperanza en este intercambio…”
La decepción que Herter había ocasionado a Herrera Báez se fundamentaba en “la incongruencia que revela entre lo que ahí se afirma y la realidad de la política de contemplaciones de los Estados Unidos ante la penetración del comunismo internacional en la América Latina”. Como informara a Trujillo en el mensaje de ese día y en la extensa carta que por valija diplomática le remitió simultáneamente, en ninguno de los proyectos de resolución presentados a la conferencia ministerial, se abordaba el tema del comunismo y el peligro de Castro, exceptuando, naturalmente, el elaborado por la delegación dominicana.
A pesar de la ausencia de base sólida para sostener esperanzas favorables a la posición de su régimen, el dictador podía sentirse momentáneamente tranquilo. Estados Unidos había sido indiferente, pero no hostil. Castro tenía más razones para sentirse incómodo con la exposición de Herter. Y, por el momento, esto le bastaba a Trujillo.
En la lejana capital chilena, el canciller Herrera Báez experimentó una grata sensación de sosiego y felicidad cuando leyó el cablegrama de respuesta del Generalísimo felicitándole por su esfuerzo.