“Un labrador de pie es más alto que un noble de rodillas”.
Benjamín Franklin
Por fin había llegado la hora. Después de una larga y angustiante espera, la conferencia de Cancilleres se inició como estaba previsto el 12 de agosto.
Los problemas apenas empezaban para Trujillo. Las Principales organizaciones del exilio dominicano habían solicitado el visado chileno para muchos de sus dirigentes, con el propósito de hacerse oir en el ámbito de la Quinta Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores. Al enterarse de ello, el gobierno de Trujillo emprendió una serie de sutiles presiones encaminadas a evitar la presencia de esos opositores en los pasillos de la sede de la conferencia.
De todos los líderes del exilio que manifestaron su decisión de viajar a Santiago, el que más preocupaba al régimen era el doctor Juan Isidro Jimenes Grullón. Intelectual y escritor de fina y punzante prosa, su presencia en la capital chilena podía representar una seria amenaza a los intereses de Trujillo, atormentado ya por la posibilidad de que los cancilleres americanos adoptaran una acción diplomática en su contra.
Como parte de las presiones, los servicios de inteligencia del coronel Abbes García filtraron a la Cancillería chilena la supuesta intención dominicana de designar en su delegación a elementos controversiales dentro del contexto de los temas que habría de abordar la cita de ministros hemisféricos. Uno de los nombres presuntamente a incluir en la delegación era el de Juan de Dios Ventura Simó. El oficial era un preso político, pero, este hecho no se conocía oficialmente. Señalado como uno de los líderes de la expedición del 14 de junio y a la vez agente de Trujillo, la posibilidad de que este hombre formara parte de la delegación oficial dominicana representaba un posible elemento de conflicto en la conferencia. No podía perderse de vista la circunstancia de que las acusaciones de Trujillo contra Castro y el presidente Betancourt, a quienes señalaba como patrocinadores de esa acción armada en contra del Gobierno dominicano, constituían los orígenes de las confrontaciones que luego darían paso a la conferencia.
A cambio de no incluir a Ventura Simó, los chilenos se habían comprometido a impedir que Jimenes Grullón y otros miembros de una larga lista de exiliados antitrujillistas pudieran viajar a Chile. Este acuerdo debía ser respetado en aras de armoniosas relaciones bilaterales. Así lo habían aceptado ambas partes.
El doce de agosto, a la salida de la sala donde se celebraba la primera sesión plenaria, el canciller dominicano Porfirio Herrera Báez se llevó una enorme sorpresa al ver a Jimenes Grullón. Reunió al resto de la delegación y entre todos redactaron los textos de dos breves mensajes urgentes. El primero estaba dirigido a su colega chileno Germán Vergara Donoso, protestando por la presencia de Jimenes Grullón en Santiago, el segundo, algo más extenso, era una nota informativa a sus superiores en Ciudad Trujillo sobre el caso.
Este último estaba dirigido al vicepresidente Balaguer, para ser puesto de inmediato “al elevado conocimiento del Excelentísimo Señor Presidente de la República” (al Jefe, no a su hermano Negro, titular del puesto), y en él se informaba de la decisión tomada por la delegación de presentar una nota de protesta a la Cancillería chilena por la presencia allí del “terrorista comunista” Jimenes Grullón, a quien se había observado a la salida de la reunión del día.
El cablegrama, dado a conocer inmediatamente a Trujillo mediante el memorándum 4362 de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, recordaba el compromiso concertado con la Cancillería de Chile. “Recordé (al ministro Vergara Donoso) que el gobierno chileno nos había pedido que no se enviara al coronel Ventura Simó a la reunión de cancilleres, y que en relación con ese pedido nosotros habíamos señalado la posibilidad de que Jimenes Grullón viniera a Chile, con consiguiente oposición a ello, y que, sin embargo, Ventura Simó no se encontraba en Chile pero Jimenes Grullón sí se encontraba en Chile”. Paralelamente a la protesta, Herrera Báez instruyó a miembros de su grupo acudir ante las autoridades del Departamento de Investigación y Seguridad con el fin de revelarles la identidad del “comunista Jimenes Grullón para que se tomen las medidas necesarias”.
Las autoridades chilenas respondieron ese mismo día la nota de Herrera Báez. Se le informaba que el dirigente del exilio dominicano había entrado a esa nación dotado de otra identidad, aparentemente con nombre falso y pasaporte cubano. El Canciller envió un segundo mensaje a Balaguer esta tarde para darle la nueva información.
Como resultado de las medidas adoptadas por su grupo, explicaba nuevamente Herrera Báez al Vicepresidente, en otro cablegrama despachado al día siguiente, 13 de agosto, que las autoridades chilenas de Seguridad habían localizado en horas de la tarde de ese día al doctor Jimenes Grullón en el hotel El Emperador, habiendo sido éste interrogado “severamente”, requiriéndosele “presentación de su pasaporte”. El documento mostrado por el dirigente del exilio era “un pasaporte cubano especial sin indicación de nacionalidad ni origen”. En vista de que su presencia en territorio chileno “ha sido considerada ilegal e indeseable”, se estaba conminando a Jimenes Grullón “en este momento a salir del país”. No cabían dudas de la disposición de la Cancillería chilena de atender los reclamos del Gobierno dominicano, puesto que, según Herrera Báez, “un compañero no identificado del comunista y terrorista Jimenes Grullón ya ha sido puesto en un avión rumbo a Buenos Aires”.
Aleccionado por el incidente, la delegación dominicana presentó ese mismo día otra ponencia a la conferencia. En un nuevo mensaje a Balaguer, el Canciller explicaba que el texto elevado a la plenaria perseguía garantizar la norma de no intervención contra actividades violatorias de ese principio. Eran precisamente esas violaciones, y no otras, las que determinaban la acentuación de las graves tensiones internacionales que afectaban la zona del Caribe.
El cinismo parecía una cualidad común a los jerarcas del régimen trujillista. Debido a su alta posición, el canciller Herrera Báez no podía ignorar la suerte corrida por Ventura Simó. La seriedad con que parece haberse tomado la advertencia de incluir en la nómina de la delegación a la conferencia a un oficial militar salvajemente torturado y confinado en solitaria no permite otra explicación.
Un reportaje publicado el 10 de agosto en primera página por The New York Times, acerca de las actividades de exiliados dominicanos dirigidas a modificar el estado de cosas en su país, cayó como anillo al dedo a los propósitos propagandísticos del tirano. El texto traducido del artículo titulado “Rebeldes dominicanos reclutan aquí a tropas puertorriqueñas”, que el embajador ante la OEA, Virgilio Díaz Ordóñez, remitió a Trujillo vía la Cancillería, fue incluido en el portafolio de documentos que la delegación llevó consigo a Santiago de Chile.
Tan pronto como se diera inicio a las deliberaciones, Herrera Báez extrajo el artículo de su maletín e hizo un extenso análisis del mismo como prueba de las acusaciones presentadas de que el gobierno de la República Dominicana estaba siendo víctima de una conspiración con ramificaciones en varios países del área, especialmente Cuba y Venezuela. La presentación de estos argumentos añadió más elementos de fricción a los debates, que desde el primer día mostraron ser agrios y directos.
El Times hacía un recuento extenso de la forma en que se reclutaban muchos de los extranjeros que formaron parte de las expediciones de junio y revelaba nuevas tentativas de reclutamiento. “En tugurios de la parte noroeste de la ciudad (Nueva York), un grupo revolucionario dominicano está reclutando a norteamericanos de sangre puertorriqueña como combatientes mercenarios contra la dictadura del generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina. Atraídos por promesas de dinero y poderío, los reclutas firman un contrato y reciben pasajes en avión hasta La Habana. En Cuba se les escolta hasta un campamento de entrenamiento donde se los suma a una agrupación heterogénea de refugiados cubanos, venezolanos y dominicanos para un curso de tres meses en materia de táctica de guerrilla”.
No podía desdeñarse el valor de la observación del embajador Díaz Ordóñez respecto a la utilidad del material en la conferencia de ministros. El Times informaba ampliamente sobre métodos empleados para formar combatientes antitrujillistas. Y señalaba: “por lo menos un joven de aquella parte de esa ciudad ha muerto ya en esta aventura militar. Otros están desaparecidos. Seis fueron metidos en una cárcel cubana cuando se negaron a tomar parte en la invasión de la República Dominicana en el mes de junio. Algunos han regresado a Nueva York. Temerosos de represalias, se niegan a señalar a los agentes quienes lo reclutaron. Dicen que sus pasajes les fueron entregados en un colmado hispanoamericano situado en la avenida Amsterdam”.
El artículo firmado por Homer Bigart aceptaba que los relatos venían a comprobar las acusaciones de que el gobierno de Castro proporcionó la base de entrenamiento para la invasión lanzada contra Trujillo en junio. “Fue en dicha acción que David Chervony, de 18 años de edad, del 312 West calle 107, cayó muerto”. Según el diario newyorkino, el Departamento de Estado recién había notificado a Benigno Chervony, padre del joven expedicionario, la muerte de su hijo.
Un hermano mayor de David, llamado Daniel, también se había alistado, con mejor suerte. Según el Times, Daniel y otros cinco ciudadanos norteamericanos se resistieron a tomar parte en ella cuando se acercaba la fecha de la invasión. Cuando la fuerza fue trasladada de un campo de entrenamiento en la provincia de Pinar del Río a un punto de reconcentración preparatoria en Oriente, la provincia más lejana del este y la más próxima a la República Dominicana, este grupo se resistió, exigiendo regresar a Nueva York.
A ellos se unieron dos dominicanos que “también tenían dudas sobre la aventura”. Las autoridades cubanas mantuvieron a los seis norteamericanos incomunicados en una cárcel. El Times los identificó como Manuel Costa Jr., residente en el 253 Oeste de la calle 91; Pablo Vélez, del 2532 Broadway; Eugenio Román, quien dio la dirección de un club hispanoamericano en el 906 Columbus Avenue; Santiago Carbonell, del 24 Oeste de la Calle 101; Moisés Agosto, del 875 avenida Amsterdam y Daniel Chervony.
En mayo, uno de los seis le escribió a un amigo en Nueva York, exponiéndole la “difícil situación” en que se encontraban y expresando el temor de ser encarcelados si llegaran a negarse a combatir en la República Dominicana. El autor de la carta, según el Times, le pedía a su amigo que notificara al cónsul norteamericano si al cabo de treinta días no regresaba a Nueva York. Una comunicación análoga, citando los nombres de los seis y diciendo que estaban detenidos por autoridades cubanas, llegó a la embajada de los Estados Unidos en La Habana. Los funcionarios de la misión indagaron en el Ministerio de Relaciones Exteriores sin obtener respuesta alguna.
Las autoridades cubanas comenzaron a poner en libertad a los norteamericanos a principios de julio. Ya para esa fecha, la suerte de los combatientes trasladados a territorio dominicano estaba condenada. Los norteamericanos liberados comenzaron a regresar a Nueva York. Pero el Times insistía en que dos de ellos, Moisés Agosto, ex soldado del ejército de Estados Unidos y Eugenio Román, no lo habían hecho todavía. Amistades del señor Agosto confiaron al diario haber recibido por lo menos diez correspondencias de éste, la última de las cuales, sin embargo, tenía la lejana fecha del 29 de mayo. Su penúltima carta decía que si no retornaba a casa en treinta días “debíamos informar al Consulado de Estados Unidos”, según se le atribuía a la señora Irma Villanueva, residente en el 875 de la avenida Amsterdam. Pocos días después, se recibió otra carta de Agosto diciendo que estaban bien.
De acuerdo con la señora Villanueva, citada por el Times, Agosto había firmado un contrato que lo comprometía a ir a Cuba para adiestrar a revolucionarios dominicanos, no para combatir en ese último país. A cambio de sus servicios se le prometía el envío mensual de cincuenta dólares a su madre, residente en Puerto Rico. Las cartas de Cuba, según la mujer, habían sido abiertas y algunas intervenidas por la censura. Se podían ver palabras tachadas con tinta diferente a la que había usado Agosto.
Una de esas correspondencias le había llegado a la mujer por intermedio de la oficina del Movimiento de Liberación Dominicana, cuya sede funcionaba en el hotel Park Wald, en la calle 58, de Manhattan. El Times entrevistó al responsable del movimiento, Alfonso Canto, quien no recordaba a ninguna persona de apellido Agosto. Canto negó enfáticamente que la organización se dedicara a labores de reclutamiento. “No tenemos nada que ver con el aspecto militar”, aparecía citado por el Times. “Todos sabemos bien que las leyes prohíben el reclutamiento”.
Otros movimientos del exilio dominicano negaron estar dedicados a esta tarea. El reportaje del periódico de Nueva York traía también la negativa de Juan M. Díaz, presidente de la Unión Patriótica Dominicana. Desde su sede en el sótano de una casa de vecindad en el 124 Oeste de la calle 96, Díaz declaró: “No reclutamos. Esta es una organización patriótica”.
Sin embargo, el diario insistía en que mientras estas negativas se producían, “los reclutas desilusionados viven temiendo represalias”. Citó el caso de uno que habría dicho que fue amenazado “y que teme salir de su apartamento a buscar trabajo”.
Otro dijo: “prometieron que todos seríamos unas grandes figuras después de derrocado Trujillo”. Según el Times, éste habría declarado que el campamento de entrenamiento en la provincia de Pinar del Río estaba en un pueblito llamado San Diego, como a setenta millas al oeste de La Habana. En el campamento se hallaban unos 200 reclutas bajo entrenamiento, trece de los cuales eran norteamericanos. Los demás eran dominicanos, cubanos y venezolanos.
El recluta huyó del campamento en abril y trató de llegar a La Habana, sin éxito. Fue detenido por oficiales cubanos y dominicanos y devuelto a San Diego. De acuerdo con el reportaje del Times, Jimenes Moya le habría prometido a aquellos que no quisieran formar parte de la expedición que podrían regresar a Nueva York. No obstante, en junio se les condujo a un punto de concentración preparatoria cerca de Holguín, en la provincia de Oriente, donde ya había sesenta y seis hombres pertenecientes al movimiento.
El viaje tomó dos días por autobús. El informante del periódico dijo que allí se le ordenó unirse al grupo expedicionario aerotransportado que aterrizaría después en Constanza, el 14 de junio. Con excepción del joven David Chervony, los demás norteamericanos se negaron.
Los detalles ofrecidos por el Times, que atendiendo a las sugerencias del embajador Díaz Ordóñez, Herrera Báez mencionó como pruebas de los argumentos dominicanos, y la rápida expulsión de Jimenes Grullón de Chile, constituyeron un buen punto de partida para la delegación trujillista en la conferencia. En su despacho del Palacio Nacional, a miles de kilómetros de distancia, Trujillo saboreó esa victoria inicial asistiendo a una fiesta.
Las expediciones de junio y los hechos subsiguientes, alimentaron la ambición de políticos y aventureros interesados en sacarle provecho a la situación. La “generosidad” de Trujillo era bien conocida entre aquellos que habían pasado a formar parte de su larga lista de colaboradores y cabilderos. A partir de finales de junio comenzaron a llover las ofertas de servicio al Gobierno dominicano.
Ninguna tal vez resultara tan interesante como aquella que transmitiera, en carta de fecha 4 de agosto, el cónsul general en Nueva York, Luis R. Mercado, al secretario de Estado de la Presidencia, Otto Vega. Se refería a la recomendación formulada por el cabildero de relaciones públicas de Trujillo, Igor Cassini, cuya compañía, la Interamerican Public Relations, Ltd., con sede en Nueva York, cuidaba de la imagen del Generalísimo y su régimen en los Estados Unidos.
Vega había remitido, en un oficio de fecha 20 de julio (número 11960), al cónsul en Nueva York, un grueso legajo de material propagandístico, traducido al inglés, que Cassini debía hacer circular en medios periodísticos norteamericanos y que guardaba relación con los más recientes acontecimientos políticos-militares ocurridos en el país. Mercado había confiado muy cautamente a Cassini que el Generalísimo no estaba del todo conforme últimamente con su trabajo. No era una queja oficial sino la apreciación personal de un amigo basada en algunas observaciones recientes.
La confidencia de su amigo el cónsul preocupó al cabildero que se entregó a la tarea de ejecutar nuevas ideas a favor de su protector, el amo de la República Dominicana. Cassini entregó a Mercado un extenso informe contentivo de la labor realizada por su empresa a favor de Trujillo, apoyado en un álbum con recortes de las diversas publicaciones en distintos periódicos y revistas de los Estados Unidos. Muchas de esas publicaciones eran creación de otras fuentes pero, como informara Mercado en su carta a Vega, secretario de la Presidencia, Cassini las reclamaba “como fruto de sus gestiones”.
Ahora Cassini pretendía aprovecharse de la conferencia de Chile para reforzar sus vínculos comerciales con Trujillo. Su nueva idea consistía en enviar a Santiago a un empleado suyo, Pablo Prontaura, norteamericano de origen chileno, para realizar labores de cabildeo e inteligencia que pudieran serles útiles a la causa trujillista. Cassini ofrecía garantías de la seriedad y capacidad de su empleado, asegurando que éste poseía “excelentes vinculaciones en los círculos diplomáticos de las Naciones Unidas”. Básicamente, Prontaura habría de servir al canciller Herrera Báez “como un vehículo de información estrictamente confidencial, respecto de las cosas que interesen a nuestra representación conocer de antemano allí”.
Cassini aseguraba que Prontaura, quien pretendía gozar además de “buenas relaciones con todas las representaciones de los demás países, incluso las de Venezuela y Cuba”, estaba en condiciones de realizar “una especie de servicio de inteligencia cerca de nuestro Canciller”. Estos servicios, según explicaba el cónsul Mercado al secretario Vega, serían independientes de su labor como periodista sobre el desenvolvimiento y resultados de la conferencia, enfocando, naturalmente, los aspectos que nos interesen”.
El cabildero ponía, sin embargo, sus condiciones. Según la carta de Mercado, Cassini había insistido “en que si esta proposición es aceptada, los contactos del señor Prontaura debían ser únicamente con el jefe de la delegación”, el canciller Herrera Báez. Exigía también la mayor discreción “a fin de que sus gestiones (las de Prontaura) de sondeo ante las delegaciones cuyas actividades futuras nos interese saber, no sean frustradas por sospecha alguna de su imparcialidad como periodista”. Como credenciales de su empleado, Cassini señalaba que éste era muy conocido del embajador dominicano ante las Naciones Unidas, doctor Enrique de Marchena, e incluso del propio Canciller.
Mercado se permitía su propia recomendación. “Personalmente estimo, salvo, desde luego, la más elevada apreciación de la Superioridad, que si el señor Prontaura realiza con lealtad la gestión que el señor Cassini indica, su labor pudiera ser muy útil para nuestra delegación, toda vez que mantendríamos un individuo a nuestro servicio con acceso a las informaciones procedentes de las delegaciones contrarias”.
A Trujillo no le interesó la proposición. Y atendiendo a la petición de Cassini de una respuesta rápida, el secretario Vega contestó dos días después, el 6 de agosto, con un telegrama a Mercado informando que comunicara al interesado que ya se habían hecho “otros arreglos”.
En su libro Kennedy y los Trujillo, el historiador Bernardo Vega, describe el tipo de trabajo que Cassini hacía para Trujillo. “Desde 1959, un conocido columnista social norteamericano, el ruso blanco Igor Cassini (que utilizaba en su columna el seudónimo de Cholly Knickerboker) estaba en la nómina de Trujillo. Su abuelo materno había sido embajador del Zar en Washington. En documentos que luego fueron citados por The New York Times se evidencia que Cassini logró su contacto con Trujillo a través del peruano Pedro De Mesones. Según Mesones, ambos habían acordado que cada uno recibiría la mitad de lo pagado por Trujillo y otros gobiernos latinoamericanos, ya que los contactos con esos gobiernos los lograría De Mesones. En el caso dominicano, la suma pagada a Cassini entre 1959 y 1960 fue, según De Mesones, de US$205,000.00. Según documentos del Palacio Nacional dominicano, dados a la publicidad por (el periodista norteamericano Tad) Szulc, la suma realmente pagada en ese período fue de tan sólo US$120,000.00”. (Pág. 17).
De todas las iniciativas propagandísticas emprendidas por Trujillo en el contexto de la celebración de la Quinta Reunión de Consulta de Cancilleres, probablemente ninguna tuvo un efecto tan perturbador como aquel que produjera el texto del cablegrama recibido en Santiago, el 14 de agosto. Estaba dirigido al presidente de la conferencia y ministro de Relaciones Exteriores de Chile, Germán Vergara Donoso, y lo firmaba el comandante Delio Gómez Ochoa, desde la penitenciaría de La Victoria, en Ciudad Trujillo.
De nacionalidad cubana, Gómez Ochoa había sido el segundo hombre en la línea de mando en la expedición de Constanza, el 14 de junio.
Su detención por las tropas regulares, el 11 de julio, junto a su compatriota e hijo de crianza, Pablito Mirabal, de 15 años, y los dominicanos Mayobanex Vargas, Gonzalo Pacheco y Poncio Pou Saleta, había puesto fin a las acciones militares. El prisionero cubano era un consumado experto en guerra de guerrillas, compañero de Fidel Castro en Sierra Maestra.
Su apresamiento en las montañas dominicanas proporcionó a Trujillo un elemento de propaganda de inestimable valor que los servicios de información del Gobierno usaron en las semanas siguientes en distintas formas. El veintidós de julio, once días después de su captura, el coronel Abbes García hizo entregar a las agencias internacionales de prensa un breve despacho redactado por él mismo en el Palacio Nacional, informando acerca de la repentina muerte del guerrillero cubano. La nota atribuía el deceso de Gómez Ochoa a un ataque cardiaco, mientras se encontraba en la Penitenciaria de La Victoria “sujeto a proceso judicial”.
El escueto texto indicaba que el anuncio había sido hecho por el encargado del penal, teniente coronel Horacio Frías y añadía que Gómez Ochoa, previo a su fallecimiento, ofreció declaraciones a la radio dominicana. En ellas denunciaba “la complicidad de los gobiernos de Cuba y Venezuela, en la preparación y envío de la expedición armada en la que él participó”.
La divulgación de la supuesta muerte del comandante cubano no tuvo la repercusión que Trujillo y Abbes García esperaban. Sin ninguna explicación del parte anterior recurrieron nuevamente a él para reforzar sus argumentos propagandísticos. El cinco de agosto, las autoridades permitieron que dos funcionarios de la embajada de Estados Unidos, se entrevistaran con Gómez Ochoa en la cárcel. Ese mismo día, el Palacio Nacional entregó a los corresponsales extranjeros un despacho informando sobre esa reunión. Según la versión entregada por el Gobierno, Gómez Ochoa habló extensamente a los señores John D. Barfield y Henry Dearborn, secretario de segunda clase y consejero, respectivamente, de la misión diplomática norteamericana, respecto a “las crueldades” con que fueron tratados los hombres que tomaron parte en las expediciones de junio durante el período de instrucción en Cuba.
El gobierno cubano habría destinado para ese fin, según el guerrillero, una finca incautada por el Ministerio de Recuperaciones en Pinar del Río, llamada “Las Mil Cumbres”. Entre los inscritos para los entrenamientos había unos quince venezolanos y otros veinte puertorriqueños, en su mayoría de filiación comunista. De acuerdo con lo atribuido por el Gobierno dominicano a Gómez Ochoa, algunos de ellos se negaron a formar parte de la expedición “por lo cual fueron sometidos a torturas”.
El método más usual de suplicio consistía en atar a aquellos que se resistían al tronco de un árbol durante varios días, a pleno sol, sin alimentos ni agua. Varios de ellos serían posteriormente fusilados.
Durante la entrevista con los funcionarios de la embajada de Estados Unidos, el oficial del Ejército Revolucionario de Cuba estuvo acompañado de Pablito Mirabal, un joven de quince años, a quien llamaba su hijo adoptivo y quien había tomado también parte en la expedición, a pesar de su corta edad. La nota oficial del Gobierno informaba que luego de la entrevista con los norteamericanos, Gómez Ochoa conversó largamente por teléfono internacional con su hermana Norma, residente en Holguín, Cuba, y quien trabajaba para el Departamento de Obras Públicas del gobierno de Castro.
El combatiente cubano se había librado de la muerte, suerte que corriera la casi totalidad de los integrantes de la expedición, gracias a la presión ejercida sobre Trujillo por los organismos internacionales relacionados con los derechos humanos. El dictador había descubierto también que, en muchos aspectos, Gómez Ochoa, ya indefenso y debilitado por las salvajes torturas sufridas, podía resultar más útil vivo que muerto. Después de haber anunciado su deceso por un infarto, la dictadura lo resucitó.
La oportunidad de comprobar las ventajas de contar con el guerrillero se le presentó a Trujillo en la conferencia de la OEA. Después de discutirlo con su jefe de inteligencia, el coronel Abbes García, el dictador ordenó que se enviara al canciller chileno un cablegrama firmado por el guerrillero cubano en los términos siguientes:
“Me permito informar muy respetuosamente a Vuestra Excelencia que me hallo preso en la República Dominicana como consecuencia de una invasión que encabecé cumpliendo órdenes del Primer Ministro Fidel Castro con quien combatí durante dos años en la Sierra Maestra para derrocar el gobierno de Batista. En vista de que el Primer Ministro Fidel Castro me ha abandonado en la desgracia y no ha hecho ninguna gestión diplomática ni de ninguna otra naturaleza para salvarme la vida, recurro a Vuestra Excelencia y por su digno conducto a los demás Ministros de Relaciones Exteriores de las repúblicas americanas, para rogarles que se dignen considerar mi caso y poner en práctica alguna providencia en mi favor tomando en cuenta que soy Comandante del Ejército cubano y de que actué en acatamiento de órdenes superiores”.
El cablegrama le fue entregado a Vergara Donoso por su colega dominicano, quien le pidió que se leyera en la plenaria del día. La solicitud provocó una acalorada discusión rechazándose el pedido. Herrera Báez consiguió, empero, que copias del texto fueran distribuidas entre las delegaciones. El cablegrama y el pedido de Herrera Báez ignoraban todas las reglas de la reunión y las normas de la cortesía diplomática.
La reacción al conocerse el texto fue de desconcierto.
-¡Y que es esta vaina!- comentó el asistente del canciller venezolano.
-¡Híjole!- Exclamó el canciller Manuel Tello, de México.
Un miembro de la delegación dominicana escuchó, a través del audífono, la expresión de un veterano colega colombiano, sentado a unos pasos a su derecha:
-¡Puta madre!
Raúl Roa, ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, fue víctima de la perplejidad. Al cabo de unos minutos, se paró delante de la delegación dominicana y señaló con el dedo a Herrera Báez, sin poder proferir palabras. El Secretario de Estado norteamericano, Christian Herter, lo tomó con calma. Se limitó a sonreír y abandonó la sala.