Un famoso programa radial de los ochentas arrancaba con la frase “El que no quiere que se sepa, que no lo haga”. Quién hubiera dicho que décadas después esa frase adquiriese mayor vigencia en tiempos de redes, teléfonos inteligentes e Internet, por los cuales las noticias -verdaderas, falsas, exageradas o maquilladas- correrían más rápido que Félix Sánchez en sus buenos tiempos o Marileidy Paulino en los actuales.
Nada hay oculto bajo el sol, pero tampoco para la lente atenta y siempre alerta de un celular que en milésimas de segundos hace rodar un video que pudiera afectar la dignidad del individuo y convirtirlo en tendencia que se hace viral desde Guyana hasta Mozambique, porque un evento embarazoso, escandaloso o gracioso no tiene fronteras y no se detiene por las barreras del idioma o la bandera de un país. Se puede estar en la cima del éxito para ser lanzado al precipicio del fracaso, a ley de una foto o de una breve, pero inoportuna, filmación que lance por la borda la imagen que se tenía hasta el momento, en que años de sólida trayectoria se destruyen por unos instantes de debilidad.
Las infidelidades, antes resguardadas por la complicidad de los amigos alcahuetes, se exponen sin tapujos a una audiencia cautiva por las redes, en que la víctima hasta recibirá consejos de terapia del otro lado del mundo por quien no conoce, pero igual se muestra interesado. Los espías de las vergüenzas ajenas están a la orden del día, siempre atentos al menor tropiezo íntimo para hacerlo público. Las mentiras son cada vez más difíciles de sostener y las explicaciones chocan de bruces con la realidad de los hechos plasmados para la posteridad desde el mismo momento en que suceden y permanecen allí, por los siglos de los siglos como memoria colectiva de lo ocurrido.
Amistades que se distancian frente a la evidencia de una circunstancia que se había negado, excusas que pierden justificación ante escenas que las contradicen, noches de juerga que hacen perder empleos (y hasta matrimonios) expuestas por la imprudencia de una captura desafortunada, currículos perfectos que se desvanecen por la indiscreción de un perfil en línea.
¿Derecho a la privacidad contra derecho a la información? Es el gran dilema del “to be or not to be” shakespeariano, inacabable como el perro que se muerde la cola e inexplicable como qué fue primero, si el huevo o la gallina. Lo cierto es que no hay acciones resarcitorias que compitan con la velocidad de un clik porque para cuando viene la aclaración, ya el tribunal del rumor público está edificado y dio su veredicto implacable de culpabilidad.