La importancia de un sistema judicial independiente, aunque muy valorada por algunos, generalmente es poco comprendida en países de débil institucionalidad como el nuestro y de escasa cultura de cumplimiento con la ley. Por eso, muchos gobernantes buscan siempre controlar la justicia aunque de palabra proclamen su supuesta independencia.
Dos situaciones preocupantes en el entorno internacional permiten apreciar la importancia no solo de una justicia independiente, sino de la existencia de una verdadera cultura de respeto a la ley y sometimiento a la misma, y son el caso de la total inexistencia de separación de poderes, respeto a la ley e independencia judicial trágicamente expuestas día a día por el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela; y la trascendencia de una fuerte cultura de respeto a la ley y de independencia del Departamento de Justicia en los Estados Unidos de América, que ante la atípica y díscola conducta del presidente Trump se erige como el único valladar frente a sus intentos de desconocer la ley y las instituciones.
La principal explicación para que un gobierno electo supuestamente democráticamente por el sufragio universal pueda convertirse en una dictadura y hasta en una tiranía como acontece tristemente en Venezuela, es que ante una deliberada intención de imponer la voluntad del presidente por encima de la ley y la ausencia de un sistema judicial independiente, desaparece todo límite o freno, pues no existe temor al imperio de la ley y sus consecuencias; por lo que la magnitud de los atropellos, violaciones e incumplimientos pueden desbordar lo imaginable, como sucede penosamente en ese país.
Probablemente, luego de estar padeciendo las consecuencias del irrespeto total a la ley, las instituciones y los principios democráticos, los venezolanos hayan dolorosamente aprendido el valor de un sistema judicial verdaderamente independiente, lección que deberíamos aprender todos los que asistimos a este funesto episodio de la historia latinoamericana para curarnos mientras nos queda algo de salud.
En los meses que lleva la presidencia de Trump, la independencia de la justicia y del Congreso han impuesto límites a algunas de sus infortunadas acciones, demostrándose que cuando se tiene arraigado apego a los valores democráticos, el hecho de que se pertenezca al mismo partido del presidente o de haber sido parte de su equipo de campaña y de ocupar un puesto público por designación del mismo, no comprometen los principios que deben ser irrenunciables para todos aquellos que valoran su honorabilidad, y por tanto fundamentan sus decisiones en estos y no en el respaldo al líder como acontece en nuestro país y otros.
Esto se ha puesto en evidencia con la increíble reacción del presidente Trump ante la justificada decisión de su procurador general de inhibirse en ocasión de la llamada investigación rusa, por su rol en la campaña, que precisamente se indaga, quien ha reaccionado muy virulentamente contra esta acción ética, tildándola de falta de lealtad y atacándola de modo tal que muchos sospechan pretende hacerlo saltar del cargo.
Por eso, debemos aprender que la independencia judicial, la separación de poderes, la imparcialidad y la institucionalidad no dependen de largas Constituciones o profusas leyes, o de que los jueces sean electos por el presidente, como es el caso en los Estados Unidos, o por órganos colegiados o consejos especiales, sino de que exista una verdadera cultura de imperio de la ley, eso que los anglosajones denominan “the rule of law”, y que a pesar de los embates que provoca su actual gobierno será el verdadero muro que contendrá sus actuaciones reñidas con la ley o decidirá, incluso, ponerles fin, si sobrepasan ciertos límites.