El absoluto marca los pasos del hombre en la tierra. Sería un error pensarlo sólo como parte central de la modernidad. El absoluto lo es todo.
En materia de creencias es el designio de lo ignoto, que aporta necesarias certezas ante tantas preguntas sin respuestas. Ante tantos cuestionamientos que la lógica no puede responder.
En los primeros humanos (y, diríamos sin exagerar que en los actuales también), es el empuje de la fuerza y la imposición personal o tribal. De esta forma, luego, pasa a ser, en materia política, símbolo de sujeción total a los designios divinos, encarnados en un hombre, o una familia o un grupo social.
Allí lo demás, y los demás, deben justificar al absoluto y obedecerle, y punto.
También, en materia política, la lucha contra el absoluto lo es todo. Obvio, cuando no seas tú quien lo represente.
En política es así. Tanto en la “alta política” que realizan los estados más poderosos e influyentes, como en la montonera del patio. El absoluto, representado en intereses nacionales o grupales, justifica invasiones, exterminios, golpes de Estado, deudas impagables, asesinatos y, también, la formulación de un pensamiento totalitario que rechace las diferencias de criterios y la discusión entre iguales.
El absoluto lo es todo, un miembro no es nada. Y si es disidente, lo es menos. O vale menos o, más exacto, no vale nada. Por ende se excluye, se aleja, se rechaza, se olvida.
En política el absoluto rara vez llega solo, casi nunca cae del cielo: se construye. A veces con ese alto objetivo claro y expreso, otras veces, implícito, quedo, escondido. En clara relación de tácticas y estrategia.
En ello los áulicos ayudan mucho, ponen los cimientos, las loas, los “sí, señor”. No hay dudas, no existen los disidentes. No hay ideas, solo una idea: la del absoluto. O, más bien, la de aquél que lo represente. Esto porque, una de las características del absoluto, en los sistemas de gobierno democráticos, es que nadie lo representa de forma permanente, sino transitoria.
Pero el absoluto embriaga. Y, al embriagar: transforma. Esa es otra de sus categorías: la embriaguez transformadora. Nietzsche diría que es “dionisíaco”.
Entonces, el absoluto es eterno, pero quien lo representa no, pero este siempre tendrá un deseo de eternidad. Pues al representarlo, se entiende que las cosas son así porque así es que deben ser, por un asunto de la providencia y, obviamente, del deseo popular, de la voluntad del pueblo: “Vox populi, vox dei”.
Si, el pueblo en las categorías del absoluto es importante, pues quien representa el absoluto se siente su representante, confunde sus deseos con los del pueblo y entiende, muchas veces, que lo de todos es suyo; y que él lo puede administrar y enajenar por “voluntad general”.
Pero a quien representa el absoluto le acechan siempre graves peligros. Pues la contra cara del absoluto es “la nada”, casi imposible de definir. Y que se manifiesta cíclicamente. Los hombres pasan; el absoluto, queda.