El viernes pasado estuve conversando con algunos padres y madres de estudiantes con discapacidad visual, en el marco de un evento de formación que pusimos en marcha. Durante el intercambio, todas las madres coincidieron en que, aunque les gustaría que sus hijas e hijos tengan autonomía, consideraban que la ciudad es demasiado insegura o peligrosa para permitirles que acudan solos incluso al colmado.
Si se tomara esta conversación como un instrumento de análisis, podríamos decir que, una vez más, la desconfianza y el miedo son dos de las grandes barreras que enfrentan las personas con discapacidad. Y estas madres y padres tienen razón en temer: como país seguimos siendo un entorno inseguro para todas las personas.
De hecho, la desconfianza no discrimina entre quienes tienen discapacidad y quienes no. Los datos de la encuesta de cultura democrática que realizó el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (Mepyd) indican que el 68.9 por ciento de la población desconfía del resto de las personas. Es decir, siete de cada 10 dominicanas y dominicanos ve una amenaza potencial en las personas con las que se encuentra en las calles.
Y aunque se trata de un fenómeno preocupante, no puede decirse que sea un miedo gratuito. Basta con observar que hasta hace un par de semanas la tasa de homicidios de nuestro país estaba en 9.58 por cada 100,000 habitantes; una cifra que sin ser dramática como en algunos estados en crisis, tampoco es un monumento a la seguridad.
Llama a la atención esta conducta, porque como pueblo solemos definirnos en torno a la hospitalidad y la calidez. Y aunque son valores que indudablemente poseemos en el país, también hay unos niveles de precaución de los que no podemos deshacernos en ningún contexto.
Por eso, en aquella conversación entendí parte de los miedos de las madres y padres. La cuestión es que, en el caso de las personas con discapacidad, hay dos decisiones posibles: o condenas a una persona al ostracismo más absoluto por protegerlo de los riesgos potenciales o le permites desarrollarse con autonomía, enfrentando tales peligros.
Obviamente, para cualquier padre o madre, la seguridad está primero. La cuestión es que, llega un momento en el que, esa protección termina evitando que la persona desarrolle habilidades sociales y estrategias para gestionar su propio bienestar.
En el tiempo que tengo trabajando con personas con ceguera y baja visión he visto cómo jóvenes con muchísimo talento son incapaces de desenvolverse en cualquier medio social. Suelen tener dificultades para articular ideas, desconocen cómo reaccionar en contextos de solemnidad o relajación; y carecen del sentido necesario para interpretar códigos básicos de convivencia. En todos los casos se trata de personas que fueron sobreprotegidas por sus padres y madres, al punto que les evitaron caer en un hoyo en la calle o vivir un asalto, pero les amputaron la capacidad de sobrevivir en sociedad por sus propios méritos.
Hace unos cuatro o cinco años conocí una adolescente que vivía con su madre en condiciones de mucha precariedad. La señora es una trabajadora incansable, pero decidió que como su sector es inseguro, tendría a su hija en completo resguardo en su casa.
La niña hoy debería estar preparándose para entrar en la universidad. Ya tendría que saber utilizar el bastón, la computadora y armar encuentros amistosos con un grupo de amistades, como lo hacen otros jóvenes. Sin embargo, en los últimos años, sólo habla a los grupos de WhatsApp para informar que no podrá participar en las actividades o para compartir que está tomando algún tipo de bebida alcohólica en su casa.
En su caso concreto, el miedo a la inseguridad le está pasando una terrible factura. Y podría tratarse de algo manejable si la desconfianza generalizada no se extendiera a las instituciones a cargo de garantizar justicia o a los servidores públicos. La misma encuesta de cultura democrática señala que el 75.7 por ciento de la población desconfía de los funcionarios y dos de cada tres consideran que en la República Dominicana se gobierna para unos pocos grupos.
En consecuencia, el trabajo de transformación que realizamos para garantizar el acceso y reconocimiento de derechos a las personas con discapacidad se dificulta de forma intensa. Sin embargo, poco a poco vamos remontando ciertos aspectos de estos temores.
De un lado, los padres y madres constatan que sus miedos son compartidos por otras familias. Esto les permite unirse en redes de apoyo para identificar soluciones conjuntas.
Por el otro lado, nos esforzamos por plantear que si bien siempre habrá riesgos para todas las personas, tengan o no una discapacidad, el peligro de la exclusión es mucho mayor. Por eso, tenemos proyectos como la escuela de liderazgo, que realizamos con apoyo de Fondos Canadá, para incrementar las oportunidades de autonomía del estudiantado con alguna discapacidad y para reducir la exposición a estas amenazas.
Ahora bien, ya va siendo hora de que los distintos sectores sociales y productivos del país nos sentemos a plantear seriamente cómo construir un pacto social que conduzca a la recuperación de la confianza de la ciudadanía. Da igual el PIB, la IED, el incremento en las exportaciones o cualquier indicador de crecimiento económico si la cohesión social está por el suelo. Si hay desconfianza, tiene que haber un mecanismo para reconstruirla; y esta es la conversación que deberían estar teniendo los partidos políticos y el resto de organizaciones de nuestro país.
Mientras tanto, lo que queda es fortalecer a las personas para que vivan de manera autónoma. Porque en contextos de desconfianza, la desigualdad siempre golpea a quienes tienen mayor vulnerabilidad.