A lo largo de la historia, el papel del Estado ha sido objeto de debate. Desde Thomas Hobbes hasta Adam Smith, distintos pensadores han reflexionado sobre la relación entre el poder, la moral y la organización social.
Hoy, en sociedades como la nuestra, donde el Estado enfrenta desafíos estructurales y morales, estas ideas son más relevantes que nunca.
El origen del contrato social: del miedo al orden
En su obra Leviatán (1651), Thomas Hobbes argumentaba que la humanidad, en su estado natural, estaría sumida en una “guerra de todos contra todos”, donde prevalecería la ley del más fuerte. Para evitar este caos afirmaba Hobbes, los ciudadanos debían ceder parte de su libertad a un poder soberano absoluto que garantizara paz y orden. Así nació el concepto de contrato social, donde el Estado obtiene su legitimidad del consentimiento ciudadano.
Esta visión fue desafiada posteriormente por John Locke y Jean-Jacques Rousseau, los cuales tenían una visión más optimista sobre la naturaleza humana. Locke defendía que el poder del Estado debía limitarse para proteger los derechos individuales y la propiedad privada, mientras Rousseau enfatizaba la soberanía popular y el respeto a la voluntad general como base de la legitimidad estatal.
El comportamiento humano y la moral en el mercado
Adam Smith, influido por esta visión más optimista de la naturaleza humana, exploró cómo el interés personal podía beneficiar al bienestar colectivo. En “La riqueza de las naciones” (1776), Smith introdujo la famosa “mano invisible” del mercado, y argumentó que la búsqueda individual del beneficio podía conducir al bienestar y al progreso social. Pero Smith no era ajeno a la importancia de la moral: En “La teoría de los sentimientos morales” (1759), este autor ya había ya afirmado que los seres humanos también tienen una inclinación natural hacia la empatía y la justicia, lo cual era fundamental para evitar abusos y mantener la cohesión social. Ese Estado mínimo por el que Smith abogaba partía de la premisa de un ciudadano ético.
La necesidad de construir un Estado funcional
Hoy, la República Dominicana enfrenta los desafíos de construir un Estado que funcione y un marco moral que guíe el comportamiento de sus ciudadanos. Sin un sistema ético sólido y sin un proceso de reforma estructural que cuestione y haga más eficiente el ejercicio de ese poder del Estado delegado al Gobierno, seguiremos atrapados en “la trampa de los países de ingreso medio”. Esto, a pesar de “nuestro crecimiento esperado del PIB real de un 5% durante los próximos cuatro años y el cual mantiene a la República Dominicana como una de las economías de más rápido crecimiento en América Latina y el Caribe”; no obstante “la calificación de riesgo BB con perspectiva estable que nos acaba de conceder la Standard and Poor’s”; y pese a “la calificación de riesgo BB- con una perspectiva positiva que nos otorgó la Fitch Ratings”. Los mensajes de optimismo en los medios no bastan para ocultar la falta de un Estado funcional.
Para avanzar en nuestro proceso de desarrollo, necesitamos de un Estado activo que garantice tres pilares esenciales:
- Un marco legal sólido que guíe el comportamiento de ciudadanos, empresas y organizaciones civiles, acompañado de un sistema de rendición de cuentas riguroso.
- Instituciones eficaces que implementen políticas públicas basadas en la equidad y garanticen un mínimo financiable de servicios de educación, salud y seguridad a sus ciudadanos.
- Un sistema educativo integral que forme no solo profesionales competentes, sino ciudadanos éticos y socialmente responsables.
Sin un Estado funcional que garantice esos tres pilares fundamentales, ni principios morales que guíen nuestras acciones, seguiremos siendo, como escribió Pedro Mir hace 75 años en “Hay un país en el mundo, “un país pequeño y agredido …sencillamente triste… triste y torvo… y en el cual su ciudadano “breve, seco y agrio, muere y muerde descalzo su polvo derruido, y donde la tierra no alcanza para su propia muerte”
Superar la “trampa de los países del ingreso medio” con voluntad, ética colectiva y un compromiso real con el bien común. Solo un Estado que funcione contribuirá a hacer esto realidad.