Si Haití y RD fueran dos países que van caminando por el Planeta, y de pronto se encuentran ante un canal que desvía un río de uso común hacia una de las dos naciones, podría decirse que el conflicto del canal en el Dajabón o Masacre es un asunto menor, sin significación.
Si como en el caso del desvío del río el diferendo se limitara a dilucidar el adecuado cumplimiento de los tratados suscritos por ambos estados en 1929 y 1936, que disponen acciones comunes para cambiar su curso, y desde 2021 RD no estuviera solicitando ponerse de acuerdo para la construcción del canal, podría considerarse que la violación a esos tratados por la parte haitiana es sólo un tópico diplomático más.
Si no existieran otras implicaciones en las relaciones entre los dos países, quizás algunos dominicanos podrían confundirse y considerar “llamado a la guerra”, y “desproporcionadas”, las medidas preventivas adoptadas por República Dominicana, incluyendo el cierre de su frontera con Haití.
Pero no. Hay demasiada áspera historia de por medio, que justifica lo que el comunicador Julio Martínez Pozo califica de adecuadas medidas disuasorias adoptadas por el presidente Luis Abinader, precisamente para evitar hechos de violencia en la frontera.
Ocurre que en el ADN e idiosincrasia de muchos haitianos, anida la creencia de que RD no debió librar una guerra de independencia contra la invasión de su país que mancilló nuestra soberanía durante 22 años, 1822-1844. Creen esos haitianos que somos un territorio del que son dueños porque España se lo cedió a Francia en las desenfrenadas malaventuras de lo peor del colonialismo llegado a estas tierras. Pasando por encima a que en el momento de esa transferencia ya Haití, y nosotros, cuajábamos como naciones con culturas, temperamentos y destinos propios.
Fuera este incidente insignificante si no existiera el contraste de que mientras Dominicana evolucionó -aún precariamente- a un régimen de institucionalidad democrática, gobernabilidad social y política, Haití involucionó al país más pobre del hemisferio, marcado por la violencia y el desorden como constantes históricas.
Fuera el actual conflicto poca cosa si en el siglo pasado y parte de este nosotros no hubiéramos recuperado nuestra capa boscosa en más de un 42%, y continuamos reforestando , y los haitianos no hubieran depredado la de ellos, reduciéndola a un 2%, que continúan arrasando.
Esto fuera paja de coco, si no acontecieran las pretensiones de poderes internacionales para que nosotros carguemos con las fallas de Haití, un país soberano que aunque sea asistido por la comunidad internacional sólo él puede resolver sus problemas.
Pretender echarnos encima toda la carga de los fallos haitianos, sólo haría multiplicar las incapacidades, la ingobernabilidad y la violencia en toda la isla, y extenderlas a toda la región, ha precisado y repetido nuestro gobierno.
No tendríamos que implementar medidas de contención si nosotros no cargáramos ya con parte del déficit de salud y educación haitiano, si no le diéramos empleo a parte de su pueblo, si no fuéramos solidarios con ellos en múltiples aspectos y si no les sirviéramos hasta de trampolín para irse a otros países.
Sería este un diferendo no relevante si el patricio haitiano Toussaint L’Ouverture, no hubiese proclamado que “la isla es una e indivisible”, y Duarte no hubiera sentenciado que nuestra patria ha de ser “libre e independiente, o se hunde la isla”. Fuera el conflicto una caballá si apenas en 2005 un presidente dominicano, Leonel Fernández, no tuvo que salir huyendo precipitadamente de Haití, al ser atacado con violencia mientras realizaba allí una pacífica visita de estado, promoviendo acciones precisamente favorables a los haitianos.