Se ha hecho costumbre para los lectores de periódicos ver en los últimos años la lamentable y recurrente noticia de que “las muertes violentas y los atracos registran un incremento”.
Con acontecimientos en las últimas semanas hemos reafirmado la percepción generalizada de que cada día nuestro país se torna más inseguro.
No importa que cambien los mandos policiales o cuánto se gaste en lanzar y relanzar planes de seguridad, todo lo que ha sido diseñado para contener la delincuencia en nuestro país evidentemente ha fracasado.
No ha sido muy efectivo el patrullaje conjunto de policías y militares. De hecho, sus decisiones de cómo hacer las pesquisas y a quiénes revisar basadas en parámetros incomprensibles y criterios que escapan de la lógica lo único que han logrado es abrir más la herida de una población resentida porque quienes están llamados a protegerla parecen ni saberlo.
Tampoco han funcionado los toques de queda o medidas de restricción de consumo de bebidas alcohólicas. Si bien fueron excelentes ideas para evitar tragedias como accidentes de tránsito o muertes por intoxicación lo cierto es que no resultaron muy útiles para evitar una criminalidad que no tiene horarios y, además, la regla sufrió tantas excepciones que quedó en la práctica desnaturalizada.
A pesar de que la reacción automática de algunas autoridades es negar el problema y tratar de maquillar la situación asegurándonos que estamos equivocados cuando afirmamos que se ha vuelto insoportable la sensación de inseguridad, como lo mucho hasta Dios lo ve, hay quienes desde la justicia y la Policía han tenido que admitirlo y reconocer el aumento de la criminalidad.
Esto, sin embargo, no ha incidido para que se haga un análisis más profundo del tema.
En lugar de seguir, por ejemplo, con el discurso desde hace décadas sobre pobreza y falta de oportunidades hace falta estudiar mejor un Código Procesal Penal que hace sencillo a los delincuentes salir de las cárceles y muy difícil que lleguen a estas. Un Código que obvia la reincidencia, protege al victimario y complejiza los procedimientos para las víctimas.
En vez de culpar el consumo de drogas o repetir el trillado tema de la educación sería más útil evaluar con reglas claras un sistema judicial lento, caro y que ha fallado en su rol fundamental de impartir justicia.
Quizás, si se toman decisiones sin tintes demagógicos, priorizando la seguridad de las personas, podríamos comenzar a ver cambios positivos en una de las situaciones más graves que afecta a la República Dominicana.