Los perros y los lobos tienen casi idéntica genética. A los primeros los domesticamos; a los segundos, no. Ambos forman parte de este artículo: Serrat, nombre de mi amigable husky siberiano (tiene el apellido de Joan Manuel, el afamado cantautor español) y el poema “Los motivos del lobo”, de Rubén Darío, el extraordinario poeta nicaragüense.

Hace días, al publicar en mis redes una foto “conversando” con mi mascota, una distinguida vecina me escribió: “No le hables de cómo está el mundo, para que Serrat mantenga su nobleza. Es mejor que no sepa de guerras; el odio nos invade”. De inmediato le respondí: “Así es, no entiendo lo que ocurre en el planeta”.

En un santiamén recordé el poema arriba indicado; luego, con sumo cuidado para evitar que pensara mal del homo sapiens, traté de socializar con mi amado perro sobre el respeto a la vida del prójimo, al compás de una canción de su tocayo que dice: “Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz, juegan con cosas que no tienen repuesto y la culpa es del otro si algo les sale mal. Entre esos tipos y yo hay algo personal”.

“Los motivos del lobo” relata la historia protagonizada por San Francisco de Asís, una aldea y un lobo. La resumo. Había un lobo feroz, que en una comarca atacaba y devoraba todo lo que encontraba, provocando muertes y daños. Ningún cazador podía atraparlo. San Francisco enfrentó al animal y le hizo un llamado a la fraternidad, para que dejara de provocar sangre y horror. Hicieron un trato, el lobo iría a la aldea y respetaría a su gente y sus propiedades, aunque entendía que en el hombre había mala levadura; en cambio, el canino recibiría alimento y buen trato.

El pueblo recibió la noticia con agrado. Durante un tiempo reinó la calma. Todos estaban felices. Pero, de repente, la bestia regresó a la montaña y de nuevo se convirtió en Satanás. San Francisco se enteró y lo buscó para reclamarle. El lobo le señaló que al principio todo marchaba bien, pero después observó que en las casas estaban la envidia, la saña y la ira, que entre los hermanos se hacían la guerra y que lo apalearon y lo echaron fuera, reviviendo la fiera. El santo de Asís guardó silencio y terminó con la oración: “Padre nuestro, que estás en los cielos…”.

Hoy, a raíz de tantas guerras, dolor e intolerancia, imitemos a San Francisco y al noble Serrat. No seamos como aquellos aldeanos o como el terrible lobo, cuya conducta irracional, lo resalto, es más comprensible que la de los humanos que se matan entre sí.

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