La fría brisa neoyorquina se hacía sentir en la entrada al Theater del Madison Square Garden. Entre rascacielos, la brisa cortante acompañaba la larga fila de asistentes, pero dentro, la calidez del recinto contrastaba con el exterior. Parecía que todos los españoles de Nueva York estaban allí. Damas con vestidos de gala, otros con sombreros tipo “Sabina”, conversaciones animadas y ese aire de complicidad que solo se da entre quienes comparten una misma devoción.
A las 8 en punto, los músicos fueron tomando posición. Tras unos minutos ajustando instrumentos, la magia comenzó: en las pantallas, un video y los primeros acordes de “El último vals”. La emoción se expandió por el salón. Y luego, al final del video, la voz inconfundible del Maestro, quien desde una esquina caminaba despacio y seguro hacia el centro del escenario, donde lo esperaba una silla alta y un taburete. El Madison estalló en aplausos.
El espectáculo fue impecable, sonido, luces, escenografía: todo en su punto. Cada canción estuvo acompañada de imágenes y pinturas proyectadas que reforzaba la poesía de sus letras. Sabina, luego de dos canciones, se tomó un momento para mencionar a su hija—quien lo acompaña en la gira y que no conocía Nueva York—, a su esposa y a algunos amigos, incluyendo dos escritores que lo saludaron en los camerinos y a quienes dedicó la noche. Ana Barros, con su extraordinaria voz, lo secundó y tuvo su propio espacio brillando con dos canciones.
El Maestro cantó sus grandes éxitos, el público coreó cada estrofa y, en un momento, la despedida: luces apagadas y un silencio que pronto se rompió con una ovación sostenida. La espera se hizo larga, pero regresó. “Ahí terminó el hola, ahora va el adiós”, dijo, recordando el nombre de la gira: Hola y Adiós.
A mi lado, un mexicano de barba y gorra, eufórico, rompió el silencio con un grito que arrancó risas: ¡No te mueras, güey! Y un español que estaba en otro extremo, gritó: Te amamos Sabina. Entonces, con la desinhibición que traen la música y las risas, el mexicano de la barba se sintió con derecho a pedirle al Maestro un último favor: ¡Embaraza a mi esposa, yo la mantengo! Hasta Sabina, curtido en escenarios y noches interminables, no pudo evitar una leve sonrisa.
Hubo un instante en el que el propio Sabina pareció emocionarse. Su voz, más ronca que lo normal, adquiría un matiz aún más nostálgico al interpretar algunas canciones en esta necesaria despedida. Sus letras, que hablan de desamor y excesos, encontraron eco en los presentes, quienes las cantaban con el alma. A mi lado, una pareja que dijo que habían ido a Estados Unidos solo para despedir al Maestro. Parece que algunas de las letras de Sabina reflejaban la historia de los dos jóvenes dominicanos.
Al final, las canciones quedaron flotando en el aire y la ovación se hizo eterna. Sabina saludó, lanzó un beso al público, hizo una reverencia junto a sus músicos, y se perdió entre las sombras del escenario. En la salida, el frío volvió a golpear con fuerza, pero nadie parecía sentirlo: salíamos con la certeza de haber sido testigos de algo irrepetible.
¡Adiós, Maestro!