Para algunos este artículo podría ser cruel. En tal caso, pido disculpas. De los individuos y grupos que observo, el de los ludópatas es el que más me intriga: no pueden resistirse al absurdo deseo o pasión por apostar dinero en lo que sea, sin importarles las consecuencias de su adicción. La semana pasada volví a tener esa sensación cuando, por razones de amistad, visité una banca de apuestas.

La ludopatía es una enfermedad que se trata en centros de salud. Destruye al protagonista y a su entorno. Confían en el azar, en que la suerte está de su lado; basándose en esa ilusión son capaces de todo, desde mentir hasta robar. Tristemente, cada día hay más jóvenes atrapados por este vicio, peor en muchos casos que las drogas o el alcoholismo.

Pero no me enfocaré en analizar este problema; solo aspiro a retratar las conductas que he visto de los que están o salen de los casinos y de las bancas de apuestas. Por desgracia es fácil lograr mi objetivo: abundan los casinos y existen bancas de apuestas en cada esquina, en todo el territorio nacional.

En los casinos luces, alfombras, bebidas, ancianos sin buen juicio, adolescentes viejos de voluntad, rostros desesperados, pies moviéndose al compás de los dados, prendas empeñadas, casas hipotecadas gracias a instintos sin base, familias destruidas, patrimonios ancestrales quemados en un santiamén…

Cuando terminan, ahogados en la desesperación, se retiran cabizbajos, cansados, con los pies de plomo y la conciencia marchita; y tratan de retroceder el tiempo, sin percatarse que su mirada está perdida en una eternidad sin retorno. Parecen zombies bien vestidos y maquillados, aunque alguna mano quede sin su Rolex y por las mejillas se destaquen algunos surcos dejados por las lágrimas.

Las bancas de apuestas es la otra cara de la misma moneda. Es donde el vicio “se democratiza”, estando al alcance de todos, no hay condiciones para participar en la conquista de pesadillas perfumadas de sueños. Es más fácil encontrar estos negocios que escuelas y clubes culturales y deportivos.

Y se concentran en las afueras del lugar, con sus ropas de “tercera mano”; algunos tienen un cigarrillo entre los labios y un café en vaso plástico entre los dedos. Se mueven con rapidez, discuten de números y tripletas, del palé, de los expertos que ya analizaron los previsibles resultados de la lotería, de que “ahora sí que es verdad la orejita que les dijeron”, de que será la última de vez que jugarán…

Y el final, en casinos y bancas de apuestas, me recuerda una canción de Serrat que adapto: “Vamos bajando la cuesta, que arriba en mi calle se acabó la fiesta”.

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