Nuestras pequeñeces son el resultante de la ignorancia de quienes somos en realidad, y nuestra grandeza tampoco emerge de las propias virtudes, sino de aquel que nos hizo a imagen y semejanza suya, para rebosarnos de su sabiduría y amor. Si entendiéramos esto, usaríamos de la misma tolerancia con que Dios espera que reconozcamos nuestras faltas. Amar a gente extraordinaria no nos hará ganar el cielo. Perdonar, ser pacientes, sacrificarnos, no sólo bendice a quienes alcanzamos, también nos convierte en mejores personas en este peregrinar.

Como flor morimos con la tarde, pero al amar, con cada gesto, volvemos a vivir. El amor invita a la vida a habitar en el alma, tal como el polvo se levanta cual templo, con el soplo del Eterno.

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