En la teoría, la rendición de cuentas es un principio fundamental del Estado de derecho. Supone que los funcionarios deben justificar su gestión y responder por sus actos ante la ciudadanía y las instituciones de control. Sin embargo, en la práctica dominicana, este principio a menudo parece más una utopía que una realidad efectiva.
La Constitución de la República y diversas leyes establecen mecanismos de transparencia y control, como la Cámara de Cuentas, la Contraloría General y la Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental. No obstante, la efectividad de estas instituciones depende de su independencia, la voluntad política y la presión social para exigir su cumplimiento.
Históricamente, la rendición de cuentas en el país ha estado marcada por la selectividad. Los gobiernos han impulsado auditorías y sanciones cuando se trata de sus adversarios, mientras que sus propios funcionarios suelen gozar de impunidad. Esta tendencia ha generado escepticismo en gran parte de la población, que ve los discursos de transparencia como simples formalidades.
A esto se suma que pocas veces se persigue de manera consistente a los responsables de actos de corrupción, y cuando se hace, los procesos judiciales se prolongan hasta el desgaste y muchos expedientes parecen no tener suficiente consistencia. Por lo que, la falta de consecuencias tangibles ha fomentado una percepción de impunidad que desmotiva a la ciudadanía a exigir responsabilidades.
No obstante, en los últimos años se han observado avances. La digitalización de ciertos procesos administrativos, la Ley de Libre Acceso a la Información Pública y la fiscalización ciudadana a través de redes sociales han aumentado la presión sobre los funcionarios. Cada vez más, los dominicanos exigen explicaciones sobre el uso de los fondos públicos y muestran un mayor rechazo a la corrupción. Casos recientes de investigación y sometimiento de exfuncionarios han despertado la esperanza de que el país avanza hacia una mayor institucionalidad y respeto por “la cosa pública”.
Sin embargo, el problema de fondo sigue siendo la cultura política. En muchas ocasiones, la rendición de cuentas se ve como una estrategia de imagen y no como un compromiso real. Se presentan informes maquillados, se organizan ruedas de prensa sin sustancia y se apuesta al desgaste de la opinión pública. En un país donde la memoria colectiva tiende a ser corta y los ciclos políticos se renuevan con rapidez, la transparencia suele convertirse en una promesa olvidada.
El desafío sigue siendo transformar la rendición de cuentas de un discurso a una práctica constante. Esto requiere instituciones más autónomas, un sistema judicial eficiente y, sobre todo, una ciudadanía activa que no permita que la impunidad sea la norma. La educación juega un papel clave en este proceso, pues solo una sociedad informada puede ejercer presión real sobre quienes ostentan el poder.
Duarte rindió cuentas luego de su viaje a Baní, antes de su exilio definitivo. Si el patricio asumió esa responsabilidad, ¿por qué nuestros líderes no siguen su ejemplo? La rendición de cuentas no debería ser una utopía, sino el principio innegociable sobre el que se sostenga la democracia.
¡He dicho!