Pablo Gómez Borbón
Especial para elCaribe

Quiero compartir, movido por el anhelo de aliviar, aun en la medida de un átomo, la desesperanza que nos embarga a todos, mis reflexiones sobre la tragedia que la ha causado.

Antes, deseo transmitir mis condolencias a las familias a las que esta catástrofe ha sumido en la desventura, particularmente a aquellas a las que tengo el honor de conocer: a los Estrella Cruz y a los Grullón.

No escribo bajo el influjo de la indignación, aunque es tan legítima como necesaria: legítima, porque es indecente permanecer indiferente ante la injusticia y el dolor ajeno; necesaria, porque sin ella es imposible hacer castigar a los posibles culpables y garantizar que un desastre como este no se volverá a repetir. Hablo de posibles culpables porque, a pesar de que han salido a relucir detalles que parecen indicar que tanto el propietario del negocio como los empleados públicos responsables de la inspección de edificios actuaron con una negligencia e indolencia inaceptables, la presunción de inocencia debe prevalecer siempre: solamente los tribunales competentes podrán determinar responsabilidades.

Dicho esto, es comprensible que la población, movida por la indignación a la que me he referido, alce su dedo acusador contra el dueño de la discoteca. Se trata, a mi entender, de manifestaciones espontáneas que no constituyen, como algunos de sus empleados han afirmado, una expresión de odio ni responden a un plan destinado a perjudicarlo. Por esta razón, resulta inaceptable que, desde sus estaciones de radio, se quiera amordazar el clamor popular. Es, además, un error, porque hacerlo contribuye a la percepción de que se busca evadir responsabilidades. Por otro lado, es inexcusable dar una respuesta planificada a un descontento espontáneo. Hacerlo es insultar el dolor de los dominicanos. Es el nuestro un pueblo enfermo de impunidad. Y todo intento, real o imaginado, de obtenerla, atizará una cólera más que justificada. Por tanto, el empresario radial y sus locutores están obligados a un mínimo de decoro. Es lo menos que pueden hacer.

En nuestro país, la justicia avanza lentamente. Podrían pasar años antes de que los familiares de las víctimas se vean favorecidas por el resarcimiento que exige su dolor. Entonces, si el empresario es culpable – y él sabe de sobra si lo es o no –, debe admitirlo de inmediato, evitándoles así tan cruel viacrucis, y actuar en consecuencia. Cumplir con la ley es solo una obligación. Si asume su posible responsabilidad forzado por una sentencia, quedaría demostrado que lo hace a regañadientes. El dolor de los que han sobrevivido a las víctimas amerita otra actitud. Creo que lo justo, lo honesto, lo humano sería que, por más difícil que fuera, diera la cara, escuchara con humildad sus lamentos e incluso sus enconos, y, sobre todo satisficiera sus reclamos, fueran de la naturaleza que fueran, sin detrimento de la decisión de los tribunales. Alargar su duelo sería un acto de crueldad.

El propietario ha declarado estar apesadumbrado. Sin embargo, hasta el momento, tal pesadumbre no se ha materializado en ninguna acción. La percepción de que sus declaraciones no fueron más que una operación de comunicación no es infundada. La inacción y el silencio posteriores no presagian nada alentador. Al enderezar de inmediato los entuertos que pudiera haber causado, contribuiría a aligerar el duelo y el daño moral que habría ocasionado. Y si tales razones le fuesen insuficientes para actuar de esta guisa, debería hacerlo por él mismo y por su familia. Porque de no hacerlo, se pasearía el resto de su vida, para su desasosiego y el de los suyos, con la vergonzosa marca de Caín – o la ignominiosa chapeta de piel de cerdo de los Carroupos – en medio de la frente.

Tiene este señor la dicha de poseer una gran fortuna, pero la misma es insignificante ante una fortuna mayor: la paz de su propia conciencia. Lo invito, pues, a reflexionar sobre este versículo del Evangelio según san Mateo: ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma?

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