La información y el conocimiento han sido utilizados siempre como instrumentos de poder de grupos que medran en el Estado, para impulsar sus agendas. Hoy las redes, banalidades aparte, permiten, a quienes tienen acceso a ellas, tener de primera mano información directa. En cierta forma son un ataque al monopolio informativo y, en todos los órdenes, el público con más información implica una nueva cosmovisión.
Ahora la historia se hace sobre la marcha y nadie parece tener el control del flujo de información que llega al público. Los grupos de poder, que no pueden limitar esto, apuestan a una estrategia ingeniosa: promover o producir tanta información que no deje tiempo de procesar o de escoger la correcta para actuar en consecuencia, por un lado; y, por otro, aunque en menor medida, utilizar a sus intelectuales de nómina para afirmar en el colectivo el concepto de vacío conceptual en los “debates por las redes”.
Quizás el “primer momento” realmente global (Habermas) fue el ataque al centro mismo del poder estadounidense, el 11 de septiembre de 2001. Un hecho que fue transmitido en vivo alrededor del orbe (televisión). Vimos por lo menos al segundo avión, justo en el momento en que impactaba con una de las torres. Hoy todo es “en tiempo real” y los “sin voz” tienen voz, no siempre para “conceptualizar” o reflexionar, es cierto, pero si para expresar sus penas, cuitas, alegrías, desparpajos, banalidades y desenfrenos, sin dudas, formas diversas de comunicar sus pareceres.
Otro punto es la utilización, por grandes compañías y políticos, de la información y búsquedas que realiza cada usuario de las redes, realizable al través de algoritmos, pare enviarle “información personalizada” y crearle la idea de que su verdad (sus intereses) es “la verdad”, y motivarlo (sin que el usuario lo perciba siquiera) a comprar un producto, a votar por una candidatura política o accionar en contra de un colectivo, por ejemplo.
Una de estas herramientas es Twitter, con unos 328 millones de usuarios activos en el mundo. La misma es utilizada con profusión, por ejemplo, por el presidente de los Estados Unidos de América, Donald J. Trump, quien tiene unos 57.4 millones de seguidores en la misma. En campaña, y contra todo pronóstico, sus tuits fueron muy efectivos, tanto contra compañeros de partido, en la carrera por la nominación presidencial, como para atacar luego a sus adversarios externos. Hoy, a pesar de iconoclasta y de su estilo directo, el presidente Trump sigue tuiteando, es un presidente tuitero.
Aquí, en el patio, algunos intelectuales en nómina quieren limitar la discusión por tuiter, creyéndose el Oráculo de Delfos, de consulta obligatoria y que tenía la última palabra en relación a cualquier proyecto, olvidando que en Grecia se descubrió que podía ser corrompido. Ni el Oráculo era infalible. Unas dracmas hacían posible algunas anodinas opiniones sobre las más descabelladas empresas.
Entonces, más allá de los caracteres que caben en un tuit, la herramienta será buena o mala según los intereses de quien la use.