A un deportista se le admira por sus proezas y las hazañas logradas, poca gente se detiene en verle su aspecto o se fija cómo luce. Al artista con más pegada que cuenta con millones de fanáticos furibundos, se le sigue por su talento, raras veces se observa su cara, su raza o qué tan toscas sean sus facciones (que muchas veces se tildan de exóticas).
La fealdad o la belleza son relativas y palidecen cuando hay una gran personalidad tras ellas o una bonanza económica que hace olvidar cualquier defecto en la apariencia o lo insoportable de su temperamento (al contrario, se le atribuye tener carácter). Ser pudiente es un boleto abierto para el aplauso, aunque el semblante del adinerado nos recuerde que descendemos de los monos. Se resiente la escasez, sin embargo, la abundancia a nadie le ofende, venga de quien venga.
En un país como el nuestro, gobernado por la jeepetocracia, atrae el transporte lujoso por la riqueza que representa, sin importar quién lo exhiba; nadie se detiene a observar su conductor porque es indiferente que sea negro, mestizo, mulato o blanco. Se desprecia la ignorancia o talvez la brutalidad, no porque su portador provenga de uno u otro país.
El poder adquisitivo o el éxito alcanzado es un parámetro que trasciende el aspecto físico, hay ciudadanos de algunas naciones tan oscuros como los teléfonos de antaño o una noche sin estrellas, pero bien sea por su simpatía o por sus billeteras abultadas hacen que su apariencia sea irrelevante.
Independientemente de la nacionalidad del individuo, aquí no se discrimina por el color de la piel, aunque sí por la pobreza y para eso, no hay que ser extranjero. A los europeos y a los norteamericanos se les recibe con beneplácito porque su moneda multiplica por mucho la nuestra, no porque sean rubios u ojos azules. Sin lugar a dudas, si los vecinos del Oeste trajeran más de lo que vienen a buscar, otra fuera la historia.