“Eso depende”, como diría el profesor Artagnan. Si se lo preguntas a un adolescente, lo será todo el que ronde los 40; si es a este, te dirá que son los nuevos 30 y que en las cuatro décadas comienza el encanto. En la medida que se entra a esa franja etaria, todo luce relativo.
Antes, un anciano era el que tuviera unos 70 que esperaba en una mecedora de la marquesina de su casa viendo la vida pasar; ahora, todos repudian que los consideren de la tercera edad, prefieren teñirse las canas delatoras de los años y asistirse de la magia de la cirugía estética. Nadie quiere ser viejo y con razón, la vejez es socialmente despreciada e infravalorada.
Si es por la Ley de Seguridad Social, un anciano merecedor de pensión tendría 60; en cambio, si es por la Ley de Carrera Judicial y la Constitución, un “adulto mayor” de 75 años debe retirarse de ser juez, justo cuando ve sus conocimientos acrisolados.
Y mientras eso llega, el mercado laboral exige juventud en una escala que no sobrepase los 30, perdiendo de vista todas las ventajas de contratar una persona de edad avanzada dado que: no pedirá licencia de maternidad ni estará indispuesta algunos días del mes porque ya sobrepasó esa etapa; no estará trasnochado por francachelas o un hijo pequeño porque ya esos son sus nietos; no estará exigiendo aumentos de salario porque tiene la mayoría de sus necesidades más perentorias cubiertas; no estará saltando de trabajo en trabajo porque sabe lo que quiere, no está “reencontrándose a sí mismo” y conoce el sentido de la fidelidad.
Una persona madura defenderá a su jefe porque, más que un superior, ve en él a un hijo; aprovechará el tiempo al máximo porque defiende la empresa y agradece la oportunidad; es reflexivo por naturaleza porque la experiencia es su mejor escuela; sabe lo que es capaz de lograr y está más que dispuesto a demostrar que es útil todavía y aun puede aportar mucho a la sociedad.
En muchos países es natural que personas mayores estén integradas a las actividades productivas; aquí los mandamos a guardar para que languidezcan en sus casas o para que ayuden a criar a los chicos.
De la misma manera en que tener 18 años no significa necesariamente discernimiento para tomar decisiones, sobrepasar un determinado nivel de edad no implica decrepitud, achaques o vulnerabilidad.
Hay jóvenes impredecibles, mientras existen seniles con más aplomo y consistencia. La juventud podrá ser el futuro, pero la vejez es el pasado proyectado al presente con arrugas y esas rayas dan rangos de sabiduría que deberíamos aprender a respetar.