Recuerdo la década de los noventa, la fiebre era el neoliberalismo y las aperturas de los mercados. Todos entendían que era la solución a la pobreza y la iniquidad entre los que le sobraba todo y los que no tenían nada.
Algunos de mis amigos economistas y otros no tan amigos, sostenían conmigo discusiones de que lo que los industriales procurábamos era protección para mantener elevados márgenes de beneficio.
Por más que trataba de explicar que existía un desbalance crónico entre las economías grandes y las pequeñas que llevaría a la quiebra a muchos negocios, aumentaría el desempleo y la supuesta solución a la desigualdad que ellos pregonaban, el resultado iba a ser peor y que eso lo veríamos pronto en los desequilibrios de nuestra balanza comercial con otras naciones.
Fuimos entusiasmados con los tratados de libre comercio con Centroamérica, entendíamos que nuestra economía sería capaz de llenar los mercados de esas naciones amigas con nuestros productos. La realidad nos dio en la cara. Nuestros vecinos centroamericanos estaban acostumbrados a comercializar entre sí con ventajas competitivas que nosotros no teníamos y habilidades comerciales inexistentes.
Magín Díaz, uno de mis amigos economistas, escribía esta semana sobre el costo de la estabilidad y pienso que, basado en su análisis de lo importante de tomar prestado en esta época tan difícil, lo mismo es ir pensando cómo podría ser el costo, si acaso significaría un costo y no un beneficio el de apoyar al sector industrial.
El presidente Luis Abinader, que sabe lo que es ser industrial, ha sido enfático en su apoyo a este importante sector. Las aperturas de mercado han tenido como resultado que cada año la industria decrezca en un uno por ciento en su importancia en el producto interno bruto.
Para que no me acaben los que lean el artículo, no pretendo volver a los tiempos de altos impuestos a las importaciones de productos importados, pero sí analizar que la apertura sin dudas ha traído menores precios, pero también menos empleos.
Recuerdo cuantos empleos generaba la industria del calzado, sector que generaba antes de las importaciones de China tantos empleos como zona franca o turismo.
Pero las aperturas no sólo han perjudicado las economías pequeñas. Recordemos que Ronald Reagan gana las elecciones en el 1981 con el grito de hacer América grande.
Muchos años después Donald Trump gana las elecciones en el 2016 bajo el mismo eslogan del presidente Reagan, sólo que en esta oportunidad se había perdido el famoso sueño americano y los neoliberales deben tener en su conciencia estos últimos cuatro años.
China fue ganando mercados, desplazando industrias en la gran nación, los salarios se deprimieron para poder competir con el volumen de producción chino y las escasas medidas medioambientales y laborales con lo cual los precios de sus productos eran mucho más bajos que los fabricados en Estados Unidos.
Se sumaron dos tormentas, el enorme prejuicio racial de un país que por años fue esclavista, las personas valían más por el color de su piel y no por su educación y ya en los últimos años la falta de empleos bien pagados que esfumó las vacaciones, un hogar confortable, poder pagar las universidades de los hijos y un seguro de salud universal.
Hoy vemos la necesidad, luego de entender que el neoliberalismo no resolvió la pobreza, que sus propulsores deben tener un problema de conciencia y que lo que hemos vivido en el 2020 nos enseñará a buscar un sistema que no sea el capitalismo salvaje ni las aperturas indiscriminadas de los mercados que han traído pobreza y prácticamente una desobediencia civil en el país líder de la democracia mundial.