El ocho de abril quedará marcado, parafraseando a Franklin Delano Roosevelt, como “una fecha que vivirá en la infamia”. La prensa local e internacional rápidamente se hizo eco de la noticia—colapsó el techo de una discoteca en Santo Domingo. Sin embargo, difícilmente algún titular pueda recoger el horror, el drama, la impotencia y la angustia colectiva que, desde entonces, invade la conciencia nacional.

Personal del lugar que logró escapar estima que al momento del suceso había al menos 400 personas disfrutando de la música de Rubby Pérez—un ícono irrepetible de nuestra cultura, la voz más alta del merengue.

Lo distintivo de esta catástrofe es que todos los segmentos de la sociedad estaban representados—dominicanas y dominicanos de bien y de todas las clases: alta, media y de los barrios populares; capitaleños, provincianos, ciudadanos extranjeros y miembros de nuestra entrañable diáspora; empresarios, políticos, atletas, artistas y turistas. También, quienes simplemente fueron a cumplir su labor, ajenos al desastre que se avecinaba—como si un terremoto hubiese tenido su epicentro exacto en el mismísimo centro del establecimiento.

Para muchos de nosotros, no se sintió como si ese techo cayó sobre esa discoteca: se sintió como si se hubiese desplomado sobre toda la República Dominicana.

Esta herida colectiva quedará en la memoria de nuestra generación, como tinta indeleble— nuestro propio Chernobyl, nuestro 11 de septiembre. Quizás por ello, y aunque muchos, con razón, aún no encuentran fuerzas para digerirlo y mirar hacia adelante, como sociedad debemos alzarnos con una sola voz y exigir —cueste lo que costare— lo que todos sentimos bien adentro: ¡NUNCA JAMÁS!

Lo primero es que dada la dimensión humana de esta tragedia, como sociedad necesitamos un espacio para el duelo. Para muchos, no bastará el luto privado—se requiere un acto colectivo, abierto, espiritual. Una gran misa, una vigilia, un memorial viviente donde podamos reunirnos a orar, llorar o simplemente sentir y estar. Algo que nos permita mirar el dolor de frente, abrazar lo que nos une en la pérdida, y honrar desde la memoria a quienes ya no están.

Igualmente importante, y profundamente justo, es rendir tributo a las víctimas—todas, sin excepción, inocentes. No se trata solo de cifras o titulares, se trata de vidas, interrelatos, historias interrumpidas que merecen ser recordadas con dignidad.

El local donde ocurrió la tragedia debería ser demolido en su totalidad, y en su lugar, con el talento de los mejores diseñadores que esta patria ha formado, levantar el parque memorial más hermoso y digno que hayamos visto. Un espacio que hable de vida, de memoria y de esperanza; donde cada árbol, cada banco, cada placa, cuente la historia de quienes ya no están, pero que en la memoria seguirán con nosotros. Porque la verdadera sanación empieza por recordarlos con dignidad.

Y esa dignidad no se limita al consuelo emocional: exige, con la misma fuerza, reformas estructurales que nos garanticen, como país, que algo así no se repita jamás. Reformas que respondan con claridad a las dudas legítimas que tragedias como esta siembran en la conciencia nacional:

¿Existen nichos dentro del sistema de supervisión de obras públicas y privadas que han operado —y continúan haciéndolo— bajo un modelo de fiscalización más nominal que efectivo? ¿Han sido —y siguen siendo— algunas inspecciones de seguridad estructural meros trámites burocráticos, sellos que se estampan sin la debida diligencia técnica? ¿Estamos dando el seguimiento y mantenimiento que requieren nuestras infraestructuras críticas, o también ahí ha imperado—como norma no escrita—el abandono, la fragmentación y la rutina sin vigilancia? La respuesta a cualquiera de estas preguntas, debe ser una sola, irrenunciable y sin matices: nunca jamás.

Este infortunio revela una deuda histórica con nuestro capital físico y nos exige emprender acciones urgentes pero planificadas que aborden fallas sistemáticas profundas. Las lecciones están ahí, si sabemos mirar. Un análsis comparado de precedentes internacionales demuestra que las reformas estructurales son posibles. Corea del Sur lo hizo.

Tras el colapso del techo del centro comercial Sampoong en 1995 —entonces, el derrumbe más mortífero de una edificación moderna en tiempos de paz— Corea del Sur vivió un punto de inflexión nacional. Lo que siguió fue una transformación profunda de su cultura de fiscalización: se implementaron auditorías obligatorias, sanciones por negligencia y una nueva arquitectura institucional de cumplimiento. ¿El resultado? Una reducción de más del 70% en los fallos estructurales reportados en los años posteriores, según documenta un informe de lecciones aprendidas de 2015, al conmemorarse el veinte aniversario de la tragedia.

Las soluciones existen. Pero lo que requieren es precisamente aquello que escasea en tiempos de conmoción—voluntad política sostenida. En nuestro caso, no hay tiempo que perder: debemos empezar ya.

Una revisión de la experiencia internacional muestra que existen enfoques probados para reducir el riesgo estructural antes de que sea demasiado tarde. Uno de ellos es la creación de una Matriz Nacional de Riesgo Infraestructural, gestionada por un consejo técnico independiente, que clasifique cada estructura según criterios objetivos: antigüedad, modificaciones estructurales, capacidad, frecuencia de uso y vulnerabilidad geográfica.

Este enfoque ha sido implementado con éxito en países como Alemania, donde el Bauwerke-Sicherheitsindex (Indice de Seguridad Estructural) permite priorizar intervenciones y asignar recursos según el nivel de riesgo técnico de cada inmueble, y en Japón, donde la clasificación de riesgo sísmico ha salvado miles de vidas en contextos de desastres naturales recurrentes.

En RD las infraestructuras críticas a priorizar deben incluir puentes, elevados, pasos a desnivel, túneles, así como hospitales, escuelas y centros educativos. A nivel privado, deben contemplarse también centros de entretenimiento, estadios, recintos deportivos y espacios comerciales de alta concurrencia, incluyendo los de zonas turísticas. Este tipo de enfoque amplio fue adoptado con éxito en Chile, tras el terremoto de 2010, mediante un plan de auditorías técnicas que evitó mayores pérdidas humanas en eventos posteriores.

Esta matriz debe convertirse en la base de un Plan Nacional de Auditorías Prioritarias, idealmente ejecutado en tres fases: primero, un mapeo exhaustivo de edificaciones públicas y privadas con alta densidad de usuarios; segundo, auditorías técnicas independientes, priorizadas por nivel de riesgo —como se exige en Singapur para edificaciones de uso intensivo—; y tercero, la clasificación de cada inmueble dentro de esta matriz, que debe ser pública, interoperable y vinculante para la asignación de recursos y decisiones regulatorias.

Los resultados deberán publicarse en plataformas digitales accesibles a la ciudadanía, al estilo de la iniciativa Visor Urbano en México, o los portales del Building and Construction Authority en Singapur, donde se hacen públicos los resultados de inspecciones técnicas y sanciones aplicadas, lo que fortalece la participación ciudadana, y eleva la confianza en las instituciones y consolidando una verdadera cultura de rendición de cuentas.

Las partidas presupuestarias necesarias para este esfuerzo deben considerarse, sin ambigüedad, inversiones en seguridad nacional y desarrollo, no como simples gastos corrientes. Por eso urge revertir la tendencia a recortar el gasto en infraestructura pública, hoy en mínimos históricos. República Dominicana invierte apenas 0.3% del PIB en mantenimiento de obras, apenas un tercio de lo recomendado por el Banco Mundial para países con alta exposición como el nuestro.

De haber contado con un sistema de esta naturaleza —operando con efectividad, rigurosidad y alcance— es posible que esta calamidad, y el dolor que hoy nos embarga, se hubiesen podido evitar.

Se trata de aprender, corregir y, sobre todo, actuar. El costo de nuestra histórica inacción, desmemoria y falta de consecuencias —que permite que desastres de esta magnitud se repitan a distintas escalas— siempre será prohibitivo. La prevención ha sido, es y seguirá siendo la política pública más costo-efectiva: cada peso invertido evita pérdidas humanas, económicas y daños reputacionales.

El llamado, entonces, al liderazgo nacional —tanto público como privado— es claro: No permitamos que esta tragedia se diluya en el olvido, como tantas otras. Transformemos esta herida en un punto de inflexión. No solo honraríamos a las víctimas, sino que sentaríamos un legado duradero de seguridad estructural para las generaciones futuras.

Para las víctimas —para todas ellas— van estos versos del maestro Lorca, quien alguna vez lloró la sangre de quien fue su héroe y amigo más cercano: el genio de la tauromaquia, Ignacio Sánchez Mejía. Un réquiem universal sobre la muerte, el miedo, la memoria… y ese anhelo imposible de negarla:
No.

¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.

¡¡Yo no quiero verla!!

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