Parece que la elección de la carrera profesional es una decisión más trascendental que la del matrimonio porque, mientras la primera te acompañará toda la vida -como alas que te impulsen o loza pesada que arrastres- en la segunda, siempre estará el divorcio para liberarte del yugo de tu pareja. Aunque resulte cínico, es más rápido descasarse que cambiar de profesión.
Antes, desde que estábamos pequeños sabíamos lo que íbamos a ser (y hacer), bajo la recomendación de quien nos anticipaba para qué podíamos ser buenos: que si abogado por discutir, médico por atender las muñecas o contable por gustarle los números. Ahora, atacamos a los muchachos por su falta de vocación y les exigimos consistencia. Sin embargo, ¿cómo recomendarles ser sicólogos con tantos autoproclamados coach, sin otra preparación que su carisma para atraer seguidores? ¿Para qué estudiar mercadeo, si un influencer resulta más convincente que las técnicas aprendidas en la universidad? ¿Por qué estudiar comunicación social, si un youtuber transmite eficientemente un mensaje a una legión de admiradores? ¿De qué sirve estudiar nutrición cuando un instructor de zumba o un tutorial pudiera recomendarle la dieta del momento? ¿Por qué ser sacerdote con tantos predicadores improvisados que guían sus ovejas con parecidos resultados? ¿Con qué fin estudiar administración de empresas, si aparentemente cualquiera pudiera montar un negocio, si tiene don de mando y un producto de pegada?
Mientras exista un deportista o un cantante que con su talento -o golpe de suerte- gane una fortuna con relativo poco esfuerzo, la decisión de qué estudiar será cada vez más intrincada. No obstante, tenemos alguna pericia, a lo mejor oculta, incipiente o mínima, que pueda servir para cursar una carrera, aun fuera técnica y de corta duración, que satisfaga nuestro espíritu porque, más que dinero, es la dignidad de sentirse útil y productivo.
Aunque se considere que las carreras tradicionales, como Derecho, Medicina o Administración, estén saturadas -por exceso de oferta y escasa demanda de esos servicios profesionales- mientras exista un ciudadano que defender, un enfermo a quien atender o un producto que consumir, se necesitará al abogado, al médico y al administrador, pero siempre primarán los que sean buenos, frente al universo de mediocridad. La clave de la permanencia para que unos resalten sobre los que permanecerán relegados en el olvido, será la excelencia académica y el desempeño apegado a la ética.
Habrá muchos profesores, pero sólo los que aman su labor harán la diferencia. Talvez existirán demasiados ingenieros, sin embargo, los preparados y responsables se mantendrán en el mercado; a lo mejor es cierto que hay demasiados dentistas, pero a ellos volverán los pacientes satisfechos. En medio de tantas improvisaciones, autodidactas, ídolos de barro y encantadores de serpientes, va perdiendo crédito la profesionalización. Empero, ese éxito es efímero porque, al final, no sobrevivirán los que sean más, sino los que sean mejores.