Los desplazamientos humanos existen desde el inicio de los tiempos, así como el tratamiento discriminatorio e injusto de los más fuertes a los más débiles, y si bien hemos evolucionado desde la total negación de derechos a los extranjeros muchas veces tomados como esclavos como fueron los israelitas de los faraones egipcios o los africanos mercadeados por traficantes europeos, y de la supremacía y segregación racial; es innegable que las tensiones, divisiones y reacciones extremas que provocan las migraciones y la cohabitación de distintas etnias y culturas siguen existiendo y experimentan un inusitado recrudecimiento.
En la era actual en la que las barreras de las distancias se han roto gracias al desarrollo de los medios de comunicación y transporte, aquellos que por desgracia nacieron en países pobres o con menos posibilidades están dispuestos a hacer hasta lo que parece imposible por cambiar su suerte y migrar hacia la tierra dorada de sus sueños, los Estados Unidos de América, meca universal, Francia, Reino Unido, España, Italia Alemania u otros países europeos, o cualquier otro en el que se perciba hay mejores oportunidades de vida, de trabajo, y de libertad; y los mercaderes de siempre aprovechan para traficar personas por todos los medios posibles, sin que les importe cuántos perezcan en el intento.
Ese crecimiento de los flujos migratorios es un tema que ha generado ácidos debates desde hace tiempo en Europa la cual luego de años de conquistas y obtención de tesoros y riqueza, empezó a enfrentar las consecuencias de la colonización, lo que poco a poco fue generando posiciones políticas extremas entre quienes no toleran las “invasiones” y se resisten a aceptar otras culturas, y los que inspirados por los derechos humanos provocaron sin darse cuenta una doble realidad de personas que a pesar de ser nacionales de esos países, incluso de segunda y tercera generación, no aceptan ni la cultura ni la civilización del país de acogida y abrazan de forma extrema la suya.
Y no solo se trata de que las personas emigran hacia donde entienden tendrán mejores condiciones de vida y empleo, sino de que en casi todos los países receptores de inmigrantes existe una necesidad real de trabajadores que solo puede ser suplida por extranjeros, ya sea porque no hay el número suficiente o porque los extranjeros están dispuestos a hacer los trabajos más duros que los nacionales no harían, o por lo menos no por la paga que les ofrecen, y esos extranjeros legales o ilegales generalmente constituyen una fuerza de trabajo indispensable para distintos sectores económicos, sin la cual simplemente colapsan, desaparecen o se encarecen, y por eso aunque algunos no lo admitan son una necesidad para los países y su población que demanda bienes y servicios que requieren de esa mano de obra.
Sin embargo, muchos populistas venden el discurso de que son paladines de la soberanía, defensores de sus pueblos desplazados por invasores de sus puestos de trabajo, cuyos pagos de impuestos injustamente sufragan atenciones de salud, de educación, y subsidios sociales a extranjeros, y desvían recursos que deberían ser para el disfrute único de sus nacionales, razón por la cual las promesas de deportaciones, de endurecimiento de las políticas migratorias y de desmonte de acciones afirmativas que protegen a minorías funcionan como un canto de sirena.
El discurso de la soberanía se ha convertido en un instrumento con el que cualquiera fácilmente se erige en supuesto héroe que enfrenta a aquellos que califica como traidores, y como inquisidor intenta conquistar mayorías, oponerse irracionalmente a medidas, obstaculizar reformas, fomentar retrocesos, negar realidades y desconocer el ordenamiento jurídico porque para ellos lo único legítimo y cierto, es lo que piensan, aunque sea pura y dañina demagogia.