Un amigo abogado, curtido por sus muchos años en los estrados, me habló del padecimiento de una clienta que llegaba antes que él a las audiencias y lo esperaba pacientemente en un banco del juzgado con su carterita en el pecho. Días antes, ya le había advertido que, como no se celebraría una comparecencia personal, no era necesaria su presencia, pero igual ella asistía porque no tenía nada mejor que hacer.
El togado se empezó a preocupar cuando comprobó que la señora se sabía todos los nombres del personal del tribunal, sus fechas de cumpleaños, cantidad y edades de los hijos y hasta la hernia discal de la que padecía el alguacil de estrados.
En su oficina era visita asidua donde iba con frecuencia a beberse un café y les llevaba jabones y perfumes a las secretarias; de paso, aprovechaba para preguntar cómo iba su caso y no acababa de entender por qué tenía que durar tanto y para qué tantos plazos, a la vez que se ofrecía solícita a conseguir muchos de los documentos que se requerían y a realizar cualquier diligencia que fuera necesaria.
Años después, encontré al colega y no me pude resistir a preguntarle por su dilecta clienta. Me comentó que la contraparte le había hecho una atractiva oferta para resolver amigablemente la litis (también estaba agotada de que la señora la tuviera en las cuatro esquinas en los círculos que frecuentaban) y cuando se la propuso muy entusiasmado a su representada, esta le dijo que aceptarlo sería dar su brazo a torcer y reconocer que no tenía la razón. Cuando el abogado insistió para persuadirla de que era una buena oportunidad para resolver el asunto, se paró de repente y le dijo que lo desapoderaría porque se había ablandado y no estaba a la altura del pleito. Luego, dio un portazo, abandonó su despacho y no ha vuelto a saber de ella, aunque le cuentan que la han visto recorriendo los pasillos del Palacio de Justicia con su carterita a cuestas.