El profesor tiene un horario para sus asignaturas -al que se ciñe porque para eso le pagan- fuera del cual se despoja de esa labor y emprende sus actividades cotidianas; el maestro asume su condición y lo es en todo momento, como consejero a tiempo completo, llama a sus alumnos por su nombre de pila, no por un número o un apellido impersonal, porque los considera como proyectos en formación de los que él se siente responsable para impactar positivamente en la construcción de sus historias. No pretende saberlo todo e investiga con entusiasmo, si debe ofrecer alguna información que en el momento no esté a su alcance.
El maestro reconoce que su labor es un sacerdocio, una vocación que se desarrolla en el tiempo, cuya mejor remuneración es lo aprendido por sus estudiantes a quienes les servirán sus enseñanzas para la vida, aunque ya no reciban sus cátedras; el profesor, en cambio, se siente siempre mal retribuido por invertir todas sus energías en unos muchachos que no responden, no le agradecen y de paso, le drenan el espíritu.
Para el maestro el estudiante con bajo rendimiento es un reto a superar, mientras que para el profesor es un fastidio a combatir. Para el primero es un motivo serio de preocupación, mientras que el segundo no ve la hora de salir de ese incordio; uno es un sembrador, el otro, quiere ver los frutos sin haberlos cosechado.
El maestro entiende perfectamente su papel de guía y referente, tiene bastante claro que debe ser un ejemplo (en y fuera del centro de estudio), está consciente de que no le corresponde hacerse el gracioso ni ser el amigo a contemporizar (que, de esos, el alumno tiene muchos); está convencido que se aprende más con lo que proyecta que con lo que se expresa porque su compromiso trasciende el espacio físico de las aulas. El profesor se circunscribe a cubrir las horas con las lecciones que le asigna el programa, mientras espera -con una impaciencia aún mayor que la de su auditorio- que las clases terminen rápido para seguir con sus ocupaciones.
No en balde el de Nazaret se llamó maestro porque demostró con sus actuaciones su buen proceder, explicó con parábolas lo que necesitaban conocer sus discípulos y les enseñó cómo ser pastor y no ovejas del rebaño con la humildad que El mismo exhibió. Entonces, el problema de la educación en la actualidad, no es que existan muchos profesores, es que faltan demasiados maestros.