Hay un país en el mundo, justo en el trayecto del sol, ese al que se puede ir a las montañas a dos horas desde donde quiera que se esté o a la playa, en el mismo tiempo de trayecto. Con un clima tan cálido como el cuerpo pueda aguantar y tan fresco como fuera posible, sin que tengan que sufrirse las inclemencias de un crudo invierno o la amenaza de un calor intolerable.
Una isla acariciada por espumas del mar, entre brisas de palmeras y un cielo despejado que sirve de telón de fondo al astro rey que aparece, cierto, pero nunca avasallante, para luego dar paso a una luna que protagoniza la noche, rodeada de estrellas que parecen aplaudir su aparición. Un espacio geográfico en el que hasta los vientos huracanados se detienen reverentes bajo el manto de la virgen de la Altagracia para no devastar nuestras costas y evitar daños irreparables.
Con tierras fértiles que paren frutos para alimentar espléndidamente a sus hijos y a los que se alojan fuera de sus fronteras. Un lugar en el que de hambre no muere nadie porque, aunque haya escasez, siempre habrá un plato del vecino generoso que acude presto al que lo necesita. Difícilmente aquí alguien se hunda en el olvido porque todo el mundo se conoce, por los vínculos familiares o por los que se crean con la amistad
El verdadero valor de nuestra gente no está en su poder adquisitivo o en lo avanzado de sus conocimientos científicos, radica es su autenticidad en el trato con los demás. Nada se lo toma en serio -aunque pudiera tener motivos- de todo tiene una opinión que no duda en expresar; se ríe por afición y discute por convicción; esa es la cara que busca el turista, no los hoteles ni la infraestructura.
Aun en medio de nuestras limitaciones, estamos lo más cercano al paraíso, repleto de gente buena y laboriosa que trata al visitante como si fuera conocido de largo tiempo y se muestra alegre y animado como pocos, a pesar de las barreras del idioma. Puede tener el bolsillo vacío y la casa desprovista, pero siempre inventa motivos para celebrar y tiene las puertas abiertas para repartir aún su escasez y dividir lo que halla, por poco que sea.
Nuestra idiosincrasia nos pertenece, esté quien esté al mando; no somos una estadística que nos define como un número de casi 11 millones de almas; somos algo más que arena, merengue o trópico, somos el motivo por el cual el que se va no quiere irse y, si tiene que hacerlo, cuenta los días para regresar.