Desde las gradas, hemos estado presenciando esa lucha titánica por las tres causales que hasta ahora ha sido un debate encarnizado de faldones, entre sotanas y feministas, cada uno en defensa de su postura. Talvez si a esas discusiones se agregaran -además de los sacerdotes, médicos y juristas- laicos comprometidos, psicólogos y siquiatras, se tuviera otra perspectiva desde un plano más humano, realista y objetivo donde abunden más las razones que las pasiones.
No se puede pretender que la iglesia defienda el aborto. Nunca transigirá en un atentado a la vida bajo cualquier circunstancia que se presente y no por eso habría que tildarla de retrógrada y anticuada, por sostener sus predicamentos y valores esenciales de siempre.
La inquietud del clero de que esas excepciones se conviertan luego en un principio es comprensible porque esa tendencia de ampliación ya se ha verificado en otros países que se nos han adelantado en la consulta.
Tampoco luce acertado considerar que como país estamos atrasados o somos poco progresistas por mantener criterios distintos a los demás. No porque no coincidamos en pensamiento con otras naciones, somos menos por tomar nuestras propias decisiones.
Entonces, el argumento de modernidad para sostener la causa luce débil, igual que el sentido de propiedad sobre nuestro cuerpo como mujeres; la proclama de que nadie puede mandar en él parece más un grito de guerra, que un buen motivo para justificar la propuesta.
Igual la consigna de que las ricas pueden abortar y las pobres no, aparenta una discusión ya desfasada de lucha de clases del proletariado contra los que administran las riquezas, en lugar de un medio para convencer a los más escépticos con el tema.
De entrada y sin pretender ser expertos en la materia (que ya de esos hay muchos, autoproclamados o fidedignos), el art. 37 de nuestra Constitución que contempla el derecho fundamental a la vida desde la concepción hasta la muerte luce ser un obstáculo insalvable para la admisión de una manifestación distinta, aunque algunos especialistas opinan que otras disposiciones relativas a la dignidad humana permitirían una interpretación más flexible. En todo caso y bajo cualquier presupuesto, será al Tribunal Constitucional al que corresponderá la última palabra.
Los motivos de defensa a ultranza de que se sostenga la permisibilidad del aborto ante el peligro de la vida de la madre aparentan más ponderables, por cuanto es de suponerse (y de esperar) que se ejecutaría bajo un estricto protocolo de salud desprovisto de subjetividad o una intencionalidad malsana.
Partiendo siempre de la buena fe y de condiciones claramente establecidas donde la ética de la ciencia médica prevalezca siempre.
Con las otras causales el análisis se torna más complejo e intrincado ante un niño (para no utilizar el eufemismo de “producto”, “cigoto” o “feto” que sólo tiende a despersonalizarlo) viene con problemas que le impidan su supervivencia para nacer vivo y viable. Lo mismo ocurre cuando la concepción ha sido resultado de una violación o incesto.
En esas dos últimas hipótesis es que se abre un abanico de preguntas, cuyas respuestas no son tan evidentes, porque el debate se ha concentrado en por qué sí y por qué no, en vez de en cómo, quién o cuál.
Por ejemplo: ¿quién/es puede/n determinar, más allá de lo razonable, el promedio de vida de ese infante y su capacidad de permanecer o no vivo por determinado tiempo? ¿Cómo se podría identificar con certeza este pronóstico de vida? ¿Sería algún examen pericial con posibilidad de fijar con efectividad el número de horas, días, meses o años de su existencia en este mundo?
En un país como el nuestro, donde la presunción de inocencia es de rango constitucional, ¿cómo establecer que ese delito de violación o incesto se cometió y quién lo hizo? ¿Cuál versión creeremos, la de la joven, la de su familia o la del supuesto culpable? Y en todo caso, ¿quién lo decidiría, si no fuera un juez?
Si habría que partir de una responsabilidad penal ¿se dispondría de manera sumaria y expedita sin una sentencia con autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada de condenación, como manda la ley y las garantías fundamentales que protegen a los justiciables, porque la decisión no puede exceder los 9 meses?
Y la más retadora y difícil de las preguntas ¿qué hacer con la joven víctima que, voluntariamente o no, interrumpió su embarazo o decidió proseguir, bajo todo pronóstico? ¿Bastó con liberarla de la secuela del abuso para que retome su vida justo donde la dejó?
Ahí están las interrogantes de una simple observadora. Ahora, que respondan los expertos.