Casi todas las mañanas, llegaba a casa de mi madre un señor de tez oscura, estatura pequeña, delgado, a saludarla. Lo que era habitual en las personas de mi comunidad en aquellos tiempos cuando vivía en mi pueblo. Lo que siempre recuerdo, y lo he dado de ejemplo, es su sonrisa y contagiosa alegría al extenderte su mano, con que te apretaba y sacudía dos o tres veces la tuya, diciendo: “¡Bien, bien, bien!”
Lo grande del caso es que, Ovelio (así se llamaba), quien vivía de un pequeño conuco, cuyas cosechas muchas veces le escuché decir que se perdieron, no tenía hijos, ni belleza física, tampoco dinero; no obstante, cuando llegaba, dejaba a su paso, hasta en mí que era una niña pequeña, esa ráfaga de bienestar y confort con la vida que llevaba. Vi pasar los años, yo adolescente, y este hombre mantenía siempre esta misma actitud ante la vida.
En ocasión le pregunté lo siguiente: “¿Usted nunca tiene problemas, que siempre le veo tan feliz?”, a lo que respondió: “No, mi hija. Claro que no. Vivo con lo que tengo, trato de trabajar cada día, y doy gracias a Dios por estar vivo y en salud”. Pasaron muchos años, y solía verle cuando yo iba a visitar a mi mamá; ya este envejeciendo, con la misma alegría, fortaleza con la cual llegó hasta sin enfermarse durante toda su vida, a sus últimos momentos. Y, me dicen que, al morir, lo hizo de igual forma. Porque, como siempre se ha escuchado: “Quien bien vive, bien muere.”.
A veces necesito traerles a ustedes ejemplos de este tipo, cuando veo cómo en ocasiones no quisiera uno ni salir a las calles para no escuchar tan repetitivas quejas, desencantos, intolerancia, pérdidas de motivación y, sobre todo, desesperanza. Así como la sonrisa es altamente contagiosa, estas actitudes que acabo de señalar también contagian.
La Asociación Dominicana de Psiquiatría, en congresos anteriores, afirmó que, de la sociedad continuar así, terminaría enfermando por depresión, entre otras tantas.