El último día de clases se convertía en prácticamente un día de fiesta para todos nosotros, en la época del bachillerato principalmente, no solo por haber culminado un año escolar y subir un peldaño, sino porque “¡wao!, ha llegado el tiempo de vacaciones”. Pasábamos días contando minutos y horas, y discutiendo entre sí, donde qué parientes queríamos ser enviados. En mi caso particular, frotaba mis manos, saltando de gozo por al fin ser el momento, que muchas veces días antes ya tenía empacadas mis maletas, para pasarlas en casa de mi tía Australia, donde me esperaban mis primos con brazos abiertos, pero además combinábamos con otros más al punto de llenarle la casa, y ella feliz. Era algo parecido a los campamentos de hoy, con la gran diferencia de que este compartir era cerradamente con la familia. Toda la vida, hasta terminar la secundaria, salvo raras ocasiones, este era nuestro punto de encuentro de verano cada año. Claro está, esas visitas a mediado también permanecían.
Compartir en vacaciones y, como he dicho, acercar a nuestros hijos a seres amados por nosotros deja un legado y una huella en sus vidas, de forma tal, que pasarán décadas sin importar a que edad se llegue, y esta etapa e interacción, no solo es recordada y revivida por siempre, sino a veces quieres hasta regresar al pasado.
Estoy insistiendo en estas últimas semanas, en aprovechar que los niños tienen tiempo libre, para motivarles a revisar y buscar este acercamiento, el cual solamente está enlazado por sentimientos de afecto y lazos familiares.
Es obvio que no podemos llevar a nuestros hijos, aún sean familiares, de forma indiscriminada, dado los eventos y situaciones que cada día se dan en la sociedad actual. Pero, podría ser el momento idóneo, para que entre todos podamos llenarnos de este sentimiento que se llama amor. El tiempo de vacaciones se puede convertir para tu vida en la época donde recibas y des lo que no se compra con dinero, tampoco puede venderse, lo único que todo lo puede, todo lo perdona, lo sufre… y es el amor.